LA ESPLÉNDIDACASA DE LA DECADENCIA

 

Varias veces en el año yo me acordaba de Rosina y me decía que lo primero que haría al volver a San Bonifacio sería ir a verla. Por el camino, la tarde que regresé, estuve pensando en ella. San Bonifacio conservaba su monotonía y pesadumbre habituales.

Aseguré una habitación en el Belalcázar y salí. Caminando por la solitaria calle que llevaba a la blanca casa de Rosina recuperé la serenidad y la placidez que los breves días a su lado me depararon. Reconocer una casa, repasar una calle, oír una canción o visitar un amigo son algunas de las cosas que se nos han dado a los hombres para que recordemos que un día fuimos felices. Como en un sueño regresé veinticinco años atrás al tiempo en que me deslizaba callado por entre esas casas antiguas y volví a oír las notas de un piano que entonces nos acompañaba a lo largo de la tarde.

El tiempo, que nos vuelve distraídos y nos priva de los mejores recuerdos, me había hecho esperar que la casa hubiera sucumbido…Bajo el último sol, la casa resplandecía magnífica en la colina. Pero Rosina ya no vivía en ella. Yo había imaginado una tarde en que volveríamos a ver –Rosina y yo– desde el balconcito interior al viejo y artero río fluyendo a los pies de la colina y que oyendo aquel rumor familiar conversaríamos sentados allí y que anocheciendo nos ganarían la ensoñación y el silencio como en los mejores días de antaño.

Me dieron una dirección y yo dirigí mis cansados pies a la zona céntrica de San Bonifacio. Pero Rosina tampoco vivía allí y descorazonado anoté una nueva dirección. La ciudad había caído en la penumbra de las cinco de la tarde cuando desemboqué en una calle de hoteles de segunda y de burdeles. A mitad de la calle localicé el número que me habían dado. Me abrió una de las hijas de Rosina. Yo no la hubiera reconocido si no fuera el vivo retrato de la madre. Era una mujer hecha y derecha y podía estar destinada, como Rosina, a un largo reinado... Se adelantó un poco y me llevó por un zaguán vasto y claroscuro a un corredor enladrillado y más vasto aún, y me ofreció una silla en un saloncito que daba a un patio antiguo con una fuente, un jardín en desorden y árboles al fondo. La otra hija se paseó fugazmente por el corredor. Yo las oí cuchichear y reír en una de las habitaciones y pensé en la vida triste, penumbrosa y monótona que llevarían las muchachas en el caserón frío, arruinado y vetusto.

Estaba mirando el descuidado jardín, los árboles y la fuente del patio cuando oí los pasos de Rosina. Vino por el corredor desde una de las habitaciones del fondo. Era sólo una sombra. Había perdido el maravilloso dominio del cuerpo que obligaba a los hombres a celebrarla. Tampoco tenía la nítida cintura de antaño. Se paró en la puerta, indecisa. Yo temí que no me reconociera (soy un hombre a quien las mujeres olvidan). Vaciló en el umbral y luego, recuperando la seguridad de los buenos tiempos, me saludó y se sentó.

Conservaba la decisión, la firmeza, los rasgos armoniosos de cara y todavía podía ser altiva (esa infame forma de menosprecio que había sido su peor arma). Pero yo estaba seguro que esa mujer que estaba a mi lado en nada se parecía a la Rosina que yo había conocido. En el corredor había hecho solo una pálida imitación del esplendor que había perdido, actuaba todavía (siempre fue la primera actriz en la comedia de la dicha) pero era un actriz acabada y desacreditada, abatida por el tiempo.

Hablamos de todo y de nada pero no fue fácil. Toda comunicación se había perdido. Las tácitas señales que se establecen entre un hombre y una mujer que llenan de sentido las palabras, los gestos y los movimientos habían sido olvidadas. Rosina ya no llenaba mis largos silencios.

.... Le pregunté qué había sido de ella. Omitió lo esencial, eso entendí, y resumió las banalidades de todo ese tiempo en menos de un cuarto de hora... no me asombró comprender ahora que estaba cediendo -ella que había sido tan severa-, que ya no podía establecer esa distancia que la hacía poderosa, casi inexpugnable. Nunca se había entregado, hoy estaba entregada. Comprendí que estaba vencida y que aparentaba fuerza y seguridad cuando sólo tenía la fiereza del náufrago.

¿Qué hacía yo? No quise decirle en qué me había convertido: un profesor mediocre y mal pagado que hacía notas los fines de semana para revistas y periódicos. Se hubiera reído (también le habían sido concedidas la risa y la burla) o le hubiera parecido un tipo sospechoso.

Ya la casa empezaba a parecerse a la noche; las muchachas aparecían y desaparecían en el corredor, jugando como niñas. Supuse que Rosina les prohibía el mundo exterior y que les cobraba cruelmente su juventud.

Viéndola callada, perder la vista en el patio, distraída, la imaginé así todas las tardes, consumiendo sus días en la soledad y la indecisión entre las paredes frías de la casa, sin amor; la vi sentada en el corredor o en la salita contemplando la interminable corriente del agua de la fuente y las flores marchitas y abandonadas y oyendo el canto de los pájaros en los árboles, y las mortificantes carcajadas de sus hijas repitiéndose por las habitaciones y entendí por qué había perdido la seguridad y arrogancia, cuál era la profundidad de su abatimiento y con qué decisión no desearía algunos días la muerte.

Pensé entonces en aquel tiempo que habíamos tenido, en el reino que habíamos perdido y llegué a dudar de la existencia de esa tarde, del agua, de las flores, de los árboles, de mi cuerpo, de la voz de Rosina y de la calidad de mi intención... Yo había sitiado cada uno de los lunares de ese cuerpo que ahora me era ajeno.

Un día, yo acababa de conocer a Rosina, me llevó a su casa y sentados en el balcón saledizo, desde el cual se veían el río y la colina, me habló de su vida, de los dos hombres que había en su pasado, de las dos niñas; se demoró en reflexiones sobre los hombres, sobre el tiempo, sobre la vida, sobre el amor. La noche me sorprendió oyéndola y a Rosina hablándome con su maravillosa voz de entonces. Cuando se calló vimos caer la noche sobre las montañas de Martinica y sentimos abajo el río inquieto, luego empezó a hacer frío y nosotros entramos a la casa y su nuca y sus corvas estaban heladas y húmedas.

La noche cabalgaba ya sobre la ciudad y la casa de Rosina estaba en sombras y nosotros habíamos enmudecido. Yo la suponía a mi lado aún. Dormitando, ajena. Hubiera bastado un signo, una señal, y esa tarde mis brazos hubieran vuelto a abrazar con el ardor y la imprecisión de los veinte años su carne cansada por la que tantas manos habían transitado. Pero Rosina no caía en los lugares sentimentales de los reencuentros o consideraba (y en esto era como antes; una vez quiso tener el mundo entre sus manos) pueril la idea de que los hombres y la mujeres se encuentran solo para abrazarse.

Sentado a su lado sentí esa tarde que era mejor mi deseo que su constancia o mi valor en su memoria y que nada simbolizaba mejor el olvido que Rosina...

Yo que había amado desproporcionadamente no la vería desfallecer otra vez en mis brazos.

Cuando me despedí pensé que era la última vez que me permitía entrar a ese jardín deshecho. Le había dado a Rosina el mejor motivo para que me olvidara. Después de todo, yo no soy más que un hombre a quien las mujeres olvidan o no quieren recordar.