LORENA HARECOBRADO LA DIRECCIÓN DE SUS ASUNTOS

 

Es sábado, “un día especial para resolver los asuntos de todo tipo”. Recuerda que en su horóscopo siempre aparecen estas predicciones y sigue mirando hacia el camino que penetra los flancos de la montaña. Espera descifrar, en medio del verdor oscuro de los matorrales, los sombreros, las boinas y el olor agreste que le indiquen que han llegado por ella.

Todo sigue inmóvil, sólo unos hilos de brisas que alteran con su ulular el sonido de la espera. Abajo, las escaleras de cemento siguen huérfanas de pasos y serpentean hasta llegar al patio de la escuela. Ella prefiere no mirar ese sendero que ha marcado surcos en su memoria, a la manera de las sendas magnéticas de los discos, sólo que allí no se guardan voces, ni sonidos, sino el asfixiante desespero de varios meses condenada a la misma rutina, rota tan sólo tres días antes por la reunión forzada que promovieron en su escuela y a la cual fueron obligados a asistir.

Esa reunión que provocó la palidez en los rostros de los asistentes y que mortificó sus oídos con las órdenes broncas que daban los guerrilleros, le había servido como un detonador para su sensibilidad dormida y le había hecho renacer sus bríos. Por eso ahora quiere archivar su pasado inmediato, expulsar de sus acciones la sombra medrosa de esa otra mujer que aparece agazapada en su interior, cuando sus impulsos inician el declive y su voluntad debilitada no puede evitar que se imponga con largos discursos donde aparecen las consideraciones llenas de escrúpulos y de ambiciones aminoradas que la han conducido hasta este espacio lóbrego, para convertirla en una maestra rural que espera un traslado a la ciudad, una lejana pensión y un hombre sin demasiados atributos, dispuesto a compartir su soledad sin sobresaltos.

Nosotros necesitamos quién nos enseñe cosas le había dicho el comediante del grupo, tratando de apagar la rudeza de su voz, en el momento en que la reunión se disolvía. Ella se sobrepuso a un temblor lejano, recuperó el color escondido de sus pómulos y lo miró con una sonrisa de asentimiento que punzó los ojos color melaza que se erigían encima del trapo negro que cubría la mitad de su rostro y presintió un tenue rubor debajo de la espesa barba.

Un día de estos venimos por usted profesora, le dijo casi al oído, con una voz despojada de los alcances y las amenazas y siguió tras la fila que se internaba por entre los arbustos.

Trata de no distraer su atención en cosa distintas a la espera. La determinación la había tomado en ese instante fugaz en que se encontró con la mirada de un hombre joven, oculto tras un rostro cincelado por los atafagos de la aventura y oloroso a hierbas asoleadas. En él creyó encontrar de nuevo los hilos que le permitieran recobrar el mando de su vida, diseñada desde tiempo atrás, en su estrecho cuarto, durante largas y somnolientas jornadas matinales, luego del sopor y la resaca que le dejaban sus incursiones en las tabernas y bares de la ciudad.

Poco me han importado los móviles y fines de los enfrentamientos. Jamás he participado en discusiones políticas y considero que estos apasionamientos son juegos malignos para sojuzgar otras frustraciones. Mi tragedia personal es un combate conmigo misma y poco me interesan las reivindicaciones sociales, si no logro conciliarme con esa otra que espera soterradamente, verme vacilar ante el futuro.

Ahora está dispuesta a incorporarse a un bando, sin detenerse a buscar razones distintas a la mirada de ese hombre de quien espera confesiones estúpidas que contribuyan a redondear la imagen desgastada de los ídolos. En la universidad, siempre estuvo muy cercana a aquellos que se levantaban como líderes, conoció sus mezquindades y se abstuvo de participar en las marchas y tomas. En los días de conflicto, ella no se aparecía por los recovecos de la aulas y regresaba días después a comentar el último álbum de los “Aterciopelados” o la actuación de Jack Nicolson en la reciente película. Aunque no se consideraba tímida, su participación en las reuniones se limitaba exclusivamente a tomar la palabra en el foro del cineclub los miércoles, y sólo después de saturarse de la pedantería de quienes se quedaban pontificando sobre enfoques, ángulos, desplazamientos, picadas y contrapicadas. Ella se levantaba y con dos o tres frases sarcásticas terminaba la sesión, en medio de aplausos y rechiflas.

Un gesto de entusiasmo aparece con sus evocaciones, siente que parte del pasado está allí, como apuntalando esa nueva decisión, como ayudándole a extirpar esa parte endeble que asoma con gestos de mujer para mostrarle los peligros y las inconveniencias de someter a la incertidumbre a esa madre altanera, disminuida por el tiempo, a ese hermano intemperante y al viejo enclavado en la silla de ruedas, sin voz siquiera para maldecir su suerte.

Mueve con vigor su cabeza para despojarla de estos pensamientos y se recrea de nuevo en los ocho semestres que pasó deambulando por salones, pasillos y bares.

-Tienes unos hermosos glúteos – le dijo un hombre medio calvo y antes que ellas se devolviera a espectarle un insulto, él se adelantó.

-Soy un artista, y solo me importas como modelo, además soy homosexual, así que no te preocupes – concluyó.

Posó por varias jornadas en un apartamento oloroso a sándalo y lleno de desnudos de hombres y mujeres, se entusiasmó con esa mirada de virgen maliciosa que aparecía en los espejos y pudo comprobar que su cuerpo era realmente fotogénico, caderas medianamente ensanchadas, nalgas apretadas y separadas por un abismo de misterio, unos brazos que se alargaban hasta infinito y la espalda un leve jeroglífico de sensualidad. Esa era ella, Lorena, una mujer de sueños evanescentes a quien no podían constreñir en medio de montañas, ni encerrar en un cuarto de madera humedecida, ni encasillar en el cumplimiento de estúpidas reglas disciplinarias.

-¿Esa escuela queda en zona roja? – le dijo su madre al enterarse de la decisión de irse a trabajar fuera de la ciudad.

Lorena guardó silencio, el último mazazo recibido había resquebrajado las cuerdas de su circuito emocional y no tenía objeciones para que esa otra mujer, quien tal vez pudiera ayudarle a sobrellevar el fracaso, aprovechara su racionalidad para justificar la decisión, “tengo que sacrificarme o de lo contrario nos hundimos económicamente”, la madre frunció el ceño y el viejo carraspeó en su cuarto. Así llegó hasta estas alturas donde el tedio se había encargado de desplegarle las rutas truncas de cualquier realización.

Es sábado, el mejor día para que regresen los emisarios del frente, tal vez no venga él directamente sino su asistente, quizá me de una orden con tono de invitación para que lo acompañe al campamento y yo iré gustosa, sin importarme las extenuantes jornadas por entre la cordillera, pues haré acopio de las reservas físicas que me dejaron las sesiones de aeróbicos en la universidad, la gimnasia y los ejercicios con las grupos de teatro y danzas, lo mismo que las salidas con los montañistas hacia el nevado.

Es sábado, el día que ella escogía siempre para irse a las guaridas del rock alternativo, impregnar su blusa negra de los vapores de la marihuana, sentir sobre sus pómulos un refregarse de labios convulsos y saltar a la pista de baile para exhibir sus botas, su diminuta falda de cuero y las medias caladas, sin importarle que no tuviera parejo para compartir esos minutos de frenesí, los que terminaban dejándola agotada en un andén de la desolada calle, a la espera de un transeúnte que le regalara el completo para la carrera de taxi.

Tienen que venir hoy, aplazar la partida por más días puede ser letal. Los vuelos esporádicos de los helicópteros comienzan a preocuparme, la ternura de los niños de segundo puede minar mi ánimo y ella es capaz de llenarse de ínfulas y logre convencerme para que le escuche el balance racional de los riesgos, y decida cambiar de parecer, que es como desmoronar esa efigie que he ido construyendo en estas noches, limpiándole la hostilidad de sus modales y adiestrándola en flirteos para ganarse por muchos años el espacio del hombre que he estado buscando toda mi vida.

La mañana se marcha entre la alternancia de nubes grises y rayos pálidos que llegan hasta el patio de la casa donde domina gran parte de los recodos que hace el camino. Solo una recua desmirriada de mulas ha descendido desde que ella está acicalada para marcharse. Los efluvios de los flancos sudorosos de las bestias han llegado hasta su nariz y han extinguido la aureola creada por las gotas de perfume, discretamente colocadas detrás de sus orejas. En su pequeño maletín ha colocado tres jeans, un par de tenis, cuatro franelas y media docena de ropa interior. Un lápiz, un cuaderno de hojas rayadas, un poemario amarillento y su “walkman”, ha erradicado los cosméticos y su rostro aceituno se prepara para llenarse de sol y de rocío, así como en las temporadas vacacionales en las que llegaban hasta las playas de Cartagena, a charlar con turistas y a curtirse la piel.

Tenía una especial simpatía por aquellos extranjeros que, sin proponérselo, siempre acudían a ella en busca de información, como si tuviera un sentido especial para detectarlos en medio de las filas que se preparaban para entrar a un museo, abordar un crucero o simplemente realizar una llamada desde un teléfono público. Ella terminaba guiándolos, inclusive por distintas ciudades.

Así conoció a italianos, franceses, alemanes y españoles, con los que compartió restaurantes, pensiones de mala muerte, y largas noches de diálogos insulsos y concertaciones para lograr que la vieran como una amiga y no como una prostituta. Ellas les prometía enviarles postales y hacerles llamadas y así lo hacían por varios meses hasta que tenían que cambiar de dirección para romper con esas misivas comprometedoras, en las que ella daba rienda suelta a sus espejismos eróticos, convencida que jamás los encontraría de nuevo en su camino.

El tiempo como una larga venda irrepetible se encoge hoy con mayor prisa, ya el sol ha hecho su recorrido para iluminar desde distintos puntos su casa.

Los helechos y los pastos se mecen despaciosos al vaivén del viento que se enrolla desde los abismos que conducen al río. Es el atardecer, pronto perderá la visión de las escaleras simétricas que bajan hasta el patio de tierra aplanada donde los niños salen al recreo. Tal vez aparezcan algunas voces distintas y se renueve su esperanza, pero el rostro incógnito del comandante y su olor a mirto recién podado seguirá en ese nicho que su desespero le ha construido.

El sábado se va y ella sabe por mensajes secretos que siempre ha podido descifrar, que no puede esperar más tiempo, que las sombras de la noche serán propicias para que aparezca esa mujer con frases conciliadoras y maternales a indicarle que debe acogerse a los mandamientos del buen juicio y a los comportamientos sensatos que la han de convertir en la respetable directora del centro educativo, aceptada como líder de la región, y admirada por los superiores.

Lorena se pone de pie, estira sus delgadas piernas y da pasos ceremoniosos para entrar en el rito de un calentamiento muscular. Sonríe, dejará un escrito con su propia letra sobre la mesa de su cuarto, recurre a un marcador que encuentra disponible, desarruga una hoja que reposa en una esquina y se detiene.

Será divertido escuchar las noticias y los comentarios, me convertiré en una víctima más de la intolerancia y la guerra sin cuartel que azota al país. Se hablará de mí como una mártir en ese ciego enfrentamiento, los directivos del sindicato harán recolectas dos meses para llevar solidaridad a mi madre y los alumnos de todas las escuelas, saldrán nuevamente a pedir con banderas blancas mi liberación. Se entonarán canciones que llegarán hasta mis oídos en medio del fragor de algún combate y tendré esas frases como el arrullo que necesito para desnudar el cuerpo de ese hombre joven que custodia la ternura con boina, correas, camuflado y armas.

Lorena está agitada, recorre presurosa el cuarto, ordena los últimos objetos, y se echa a reír, primero como si se tratara de un ensayo, después sus carcajadas adquieren fluidez, ríe y habla alborozada. Son las cinco de la tarde y antes que los caminos se cierren a la claridad, ella ha de estar tanteando entre la maleza, la ruta que la lleve hasta el campamento del comandante para decirle que la proteja de esa otra mujer a la que espera destruir por siempre.

Cierra la puerta con fuerza y la lía con un trozo de alambre, ha decidido dejar el mensaje justo en el abrazo de las dos aldabas. Despacio comienza a escribir, con caracteres precisos, con igual caligrafía que la que ha estado usando sobre el tablero roñoso de la escuela.

“El comandante del frente me ha retenido”

Lorena

Y echa a caminar presurosa hacia la cúspide de la montaña, mientras otro sábado se escurre por las laderas desoladas de la cordillera.



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