LOS SECRETOSRETOZOS DE FEDRA, LA NIÑA VIEJA

 

Cuando ya todo estaba perdido, Fedra vino a caer en la cuenta de la inutilidad de las mil marrullerías y artimañas con que había tratado de disimular su vida secreta, pero sobre todo, y esto fue lo que más la desequilibró, a hacer conciencia de que había sido esmeradamente educada por sus padres para oficiar el papel que hasta ahora veía revelarse y venía a reconocerse.

Sin insinuarse como lo era, sin perturbarse en nada por su propio aire cínico de mentirosa y torcida, Fedra se volteó por sobre la chambrana de la escalera y recogiéndose coquetamente el pelo que apenas le caía sobre sus hombros -aquel pelo al que intentaba moñas o colas de caballo- le dirigió una mirada profunda de falsedad y desprecio, y le dijo:

No es necesario que cambies de opinión.

Teo no necesitó demasiado tiempo para reflexionar sobre la sentencia que acababa de dictarle. Conociéndola como la conocía, sabía de su pasión por asumir actitudes que la colocaran siempre al borde de una pretendida victoria, así fuera a través de falsas determinaciones o fingidas “resoluciones”. Tomó su chaqueta del perchero de la recepción del edificio y caminó hacia la puerta.

No lo haré, masculló con la misma auténtica simplicidad con que a veces se toman las más graves decisiones, y ninguno de los dos alcanzó a escuchar el golpe de la puerta al cerrarse.

Su calculado exótico porte, su estirado, flaco y arrugado pescuezo, y aún más, esa persistente risa entre loca y diabólica que retrataba ahora a un Fedra-niña-vieja y no a la que Teo había conocido, toda ella con su gruesa voz de feminista con rulos, venía provocando en él un inconsciente impedimento de amar, de amarla, que le hacía cada día más distraído y taciturno, pese a que de tales males se suponía ya vacunado puesto que había nacido bajo el signo de la soledad y la violencia.

No obstante, durante un largo tiempo, Teo y Fedra continuaron la cama y el desprecio. Se hacían el amor con una violencia y una intensidad inusitadas. El sexo parecía restituirles un afecto que desde hacía mucho tiempo sabían perdido para ambos y cada vez que caían en él, lo asumían como si fuera su última oportunidad, la definitiva manera de sacudirse la soledad, de prolongar su relación en el tiempo, de no odiarse aunque fuera por unos solos instantes.

Pero esto, aparte de radicalizar sus posiciones cuando las sábanas se enfriaban, y de hacer aún más profunda la brecha que los separaba, fue llevando a Teo a descubrir con terror los misterios insondables de los secretos retozos de la vida privada de Fedra.

Se intensificaba por aquellos días el azote de las lluvias sobre la ciudad, haciéndola aparecer no sólo más fría y oscura sino providencialmente dispuesta para ejercer en ella, con cierta libertad cómplice, el oficio de los secretos más íntimos e inconfesables, aquellos que difícilmente se podían practicar y concebir en épocas luminosas y de verano.

Para Fedra la situación con su amante había rebasado los perfiles del aburrimiento, y la desesperación se entronizaba airosa a todo lo largo y ancho de su geografía vital. Ya Teo le había proporcionado todos los encantos y desencantos de una vida compartida con plena intensidad, en la que la solidaridad y la infidelidad habían tenido cabida al lado de las trompadas y las pequeñas sorpresas en forma de ramillete de tulipanes.

Su misión de amante, su postura de “niña-bien”, sus “deberes religiosos”, su “devoción y obediencia” con los padres y el acatamientos a los “deberes cívicos” y “sociales” estaban debidamente cumplidos y, en consecuencia, ampliamente superados. El destino, pues, estaba en deuda con ella y por lo tanto, el destino tenía que pagarle.

¡Y comenzó a cobrar!

Su formación no le permitía entender la vida de otra manera que no fuera el disfrute sensual que últimamente lo venía percibiendo con el licor o los perfumes, con el dinero o las limitaciones, con las mentiras o las verdades ofensivas, con las traiciones o los mimos, con la comida o el roce de sus estrechos pantalones que, cuando eran jeans, la arrastraban hasta el lindero del orgasmo. En fin, con todo lo que ella, Fedra, en su portentoso egoísmo y vanidad, pudiera acariciar a su antojo y voluntad. Era su estilo largo y minuciosamente perfeccionado y ahora tenía la oportunidad de probarlo.

Ese día, cuando Teo atravesaba una desierta y empantanada avenida, sintió, al recordar a Hipólita, un fuerte choque emocional. Comenzó a buscar, mentalmente, un equilibrio justo entre el desenfreno sexual de Fedra cuando eventualmente coincidían en la cama y sus prolongadas etapas de frialdad, abandono y desprecio. Recordó lo voluble de su temperamento cuando el estrecho apartamento que ocupaba en arriendo se llenaba con las sonoras carcajadas de la mulata Hipólita.

Hipólita, de contextura maciza, tez morena, manos masculinas, fuertes y sutilmente callosas, labios gruesos y sensuales, pelo corto y la usanza lesbiana, treinta y seis años, de origen humilde, tenía magníficos vínculos con la clase alta debido a los servicios eficaces que le prestada a la aristocracia lasciva a la que estaba fletada durante todos los días de la semana. Sus modales eran casi refinados y su discreción a conveniencia del cliente. Servía a Fedra desde hacía cerca de dos años, primero, según se lo explicaba Fedra a Teo, como manicurista, pedicurista y peinadora a domicilio; luego, en razón a que su trabajo lo realizaba al medio día, hacía las veces de asesora de culinaria, hasta que se hizo costumbre su almuerzo con Fedra en el apartamento dos o tres veces por semana. Así Fedra mataba su tiempo en las obligadas horas de ocio a que la sometía su amante por razones de trabajo. Por último, Hipólita se reveló como masajista.

Me la recomendaron como excelente, eso me dijo mi hermana, y para las tensiones a que vivo sometida contigo no hay mejor remedio, explicó.

Entonces las uñas, los peinados y la cocina fueron siendo sustituidos paulatinamente por sesiones de masaje que se daban a las horas más inesperadas, siempre en ausencia de Teo, una vez por semana. Con el correr de los meses se fueron incrementando hasta efectuarse dos, tres y cuatro veces cada semana, de cada mes, del último año. Pero ya Teo se estaba acostumbrando a ello y no reclamaba porque fuera Hipólita quien casi siempre le respondiera al teléfono.

La señora está relajada ahora. Le manda a decir que en unos diez o quince minutos lo está llamando y colgaba sin más. Pero el día no es necesario que cambies de opinión de Fedra y él no lo hará de Teo y del cierre de la puerta cuyo golpe nadie escuchó. Teo cedió a la sospecha de que el orgullo y la decisión de Fedra subiendo acezante la escalera del edificio, significaba irremediablemente que Hipólita la esperaba en su alcoba para un nuevo masaje. Y eso que el último que él recordaba se lo había aplicado hacía menos de veinticuatro horas.

Sin pensarlo mucho y pese a la persistente lluvia, giró rápidamente sobre sí mismo, volvió a cruzar la avenida y apretó el paso en dirección a su apartamento. Parecía que a su mente la hubiese envuelto en forma repentina todo el mundo de Shakespeare con sus otelos y leontes. Al cabo de unos veinte minutos sacó de su gabán las llaves del edificio, abrió la puerta, extendió su paraguas contra el mostrador de la recepción y subió las escaleras silenciosa, pesada y pausadamente. Abrió el apartamento sin hacer ruido alguno y se encaminó a la alcoba. Semejaba estar embrutecido por la afluencia de ideas que lo atropellaban y que no obstante él consideraba estúpidas. Se sentía acometiendo un acto vergonzante, bochornoso, sin justificación alguna. No tenía por qué espiar el mundo privado de nadie, desconfiar de su amada, sacudirle en la cara sus secretos...

La puerta de la alcoba estaba cerrada.

Intentó con suavidad abrirla dándole vueltas a la manija pero se percató de que ésta no sólo tenía llave sino que estaba asegurada con la falleba. Entonces alcanzó a oír unos sonidos indescifrables, ciertos golpecitos de regadera sobre unas nalgas desnudas, el tierno sonido de unos labios llenos de saliva que succionaban y una irresistible, prolongada y satisfactoria risita. El calor del sexo traspasó en efervescentes impulsos volcánicos la puerta que lo separaba de los secretos retozos de Fedra, la niña-vieja. Sexo y celos confundidos convirtieron aquella reservada frontera de una sola patada en mil pedazos de astillas. Miró con ojos desorbitados e incrédulos el tremendo espectáculo y contempló a Fedra en cuerpo y alma de niña-vieja, enloquecida por sus secretos retozos.

Cuando Fedra se puso de pie, totalmente desnuda y humedecida, Teo reconoció en sus ojos los síntomas de la alienación, el abandono y la derrota, y admitió que en realidad oficiaba bien el papel que le asignaron sus padres desde niña. Se dio vuelta y se marchó.

Ya todo estaba perdido para Fedra. Y para él. Entonces, desde las arcadas de su incontenible desprecio, recordó una tragedia griega.