JORGE ELIAS TRIANA

 

Nació en Ibagué en 1921 y murió en Cartagena en 1998. Siempre ajeno a las modas de última hora, Triana se mantuvo fiel a un concepto que le valió excomuniones cuando nuevas tendencias invadieron la atención del arte colombiano.

En sus obras, de marcada crítica social al principio, podía encontrarse, como lo afirma Germán Rubiano, un estilo expresionista derivado en gran parte de Orozco, pero más tarde, dueño ya de profundos conocimientos técnicos, se fue consolidando con sus ya clásicos paisajes, bodegones, matachines, montañas, bohíos y lavanderas, como un maestro en mayúsculas que hoy es reconocido como uno de los grandes pintores del país.

Al decir de Germán Santamaría, así como Juan Rulfo supo pintar en palabras o reflejar en fotografías el ambiente rural, inhóspito, abandonado y lleno de tristeza del México que él supo respirar, vivir y eternizar, así Jorge Elías Triana refleja en una acción incansable de artista íntegro lo que ha significado aquel Tolima marginado, plasmando en colores todo el encanto del campo y las pequeñas poblaciones con sus calles solitarias y polvorientas sombreadas por el verdor de los almendros, acacias y matarratones.

Quien fuera profesor y decano de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, vio por vez primera los colores de la vida en 1921 en San Bernardo, corregimiento de Ibagué, una población solitaria, violenta y fría de la que habría de salir muy niño a estudiar en una escuela pública de Ibagué sin que faltara la música en el Conservatorio.

De allí vino a salir todo su amor por el arte y la cultura y allí mismo habría de participar en una escuela de plástica, anexa al Conservatorio, que fundara el maestro Alberto Castilla. Ayudaba en pequeños oficios a su padre, dueño de una pequeña tienda en la calle quince con carrera tercera, hoy sede del edificio del Banco de Colombia. El maestro Moreno Otero, quien pintara los retratos de los músicos que adornan la sala de conciertos del Conservatorio, fue su primer instructor. Después vendría Joaquín González Gutiérrez. Ambos le hicieron ver, de una vez por todas, que su profesión no sería la de músico sino la de pintor.

Terminada su primaria ingresó al colegio San Luis Gonzaga, dirigido por los hermanos maristas y luego fu a San Simón, encontrándose con que Darío Jiménez, su condiscípulo, quien después sería su compañero en México, donde estudió muralismo, era el único con quien podía compartir sus ilusiones en el campo del arte. Sólo tuvieron en su afición, la complicidad de Alberto Santofimio Caicedo, un intelectual que les prestaba libros sobre arte y literatura, y la delicia de sus conversaciones en el café compartidas con Alfredo Huertas Rengifo y Cesáreo Rocha Castilla, sus mentores espirituales.

Ya bachiller de San Simón fue a la universidad Nacional a estudiar arquitectura, una carrera entonces más técnica y menos artística que hoy, pero su amor por los colores y los óleos, los dibujos y las formas comenzaron a derrotar su deseo inicial hasta llevarlo a matricularse en la Escuela de Bellas Artes de la misma universidad. En sus viajes permanentes a Ibagué, se tropezó un día con Ismael Santofimio Trujillo, historiador y poeta, educador e intelectual de su tiempo, que lo envió becado a México. Llegó a la capital azteca con su pequeña maleta, cincuenta y cinco dólares mensuales y en el preciso instante de la edad de oro de la muralística.

Le fue fácil compartir sueños con otro colombiano, Rodrigo Arenas Betancourt, también becado pero con sueldo de maestro en comisión, a quien, como ocurría con los educadores, le demoraban el salario. Él le ofrece posada en su pequeño cuarto de estudiante y comienzan a trabajar en revistas y periódicos para aumentar un poco sus ingresos. Arenas realiza las fotos y él los artículos y cuentos, descansando los fines de semana con excursiones a pequeños poblados. Ese es precisamente el escenario que aprovecha para pintar paisajes y donde conoce de cerca la gente sus costumbres y su folclor.

Este tolimense, que se desplazaba por México mientras el trabajo de diego Rivera, José Clemente Orozco y Siqueiros causaba sensación, veía asombrado el desarrollo de un oficio como el de Rivera, pintando los murales del Palacio Nacional, el de Siqueiros en el Palacio de Bellas Artes y el de Orozco con sus frescos inmensos en Guadalajara.

El laborar de los maestros, sus discusiones y puntos de vista en lo artístico, político y estético, las polémicas mostradas por los periódicos, el debate sobre la revolución mexicana, daban un marco del país que ofrecía un salto en su desenvolvimiento cultural y le sirven para su formación artística.

De todos ellos, Rufino Tamayo, que vivía en Nueva York y consolidaba el cuarteto de los grandes maestros mexicanos de entonces, atrajo su atención entusiasta como para estudiar su obra, parte de la cual estaba en algunos murales del Conservatorio de Música. Para estar más cerca, no lo dudó. Aprovechando que su beca era para estudiar pintura y música, se matriculó de inmediato, integrando como flautista una pequeña orquesta de la entidad.

Cuatro años habría de permanecer en Ciudad de México hasta terminar su carrera y obtener el ansiado título de Maestro en Artes Plásticas, dedicándose de lleno durante medio año a recorrer en detalle aquel país. Realizó exposiciones en varios estados al tiempo que se nutría de su cultura. Expuso por primera vez en compañía de su coterráneo Darío Jiménez, en una muestra patrocinada por la embajada colombiana en 1946.

Su retorno a Ibagué le deja percibir el clima de violencia partidista y se dedica, por fuerza de las circunstancias, a ser profesor de música en el Conservatorio y los colegios San Simón y Oficial, nombramiento que le hicieron para fastidiarlo, porque ya era un pintor hecho. El éxodo de los campesinos a la ciudad, los incendios de casas en el campo, las matanzas, lo condujeron a pintar con furia esas escenas y tras cumplir con el contrato en una ciudad llena de tristezas, silencios y miedo, se fue a Bogotá. Instalado allí con su familia, luego de un tiempo decidió con su hermano, el abogado laboralista, Francisco Yesid Triana, visitar en Ibagué a su padre que se encontraba muy enfermo. Al hacerlo fueron perseguidos para asesinarlos pero fallaron en su intento al no hallarlos cuando requisaron la casa, episodio que le haría recordar al maestro cómo la muerte estuvo a sólo dos pasos.

En la fría Bogotá encontró en el poeta Arturo Camacho Ramírez el calor del mecenazgo, la compra de cuadros que considera claves en su obra y la posibilidad de contactarse con el mundo intelectual de la capital de la república. Las exposiciones no podían esperar y con un relativo éxito, al comienzo, empieza a vivir profesionalmente de su obra pictórica. La docencia, igualmente, cubre parte de su tiempo. Se hace profesor en el Gimnasio Moderno y en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, donde tres años después sería nombrado director. De aquellos claustros saldrían pintores como Darío Morales, pedro Moreno, Saturnino Ramírez y Luis Roca.

A más de Camacho Ramírez, el poeta Álvaro Mutis, a la sazón jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana, le patrocinó una exposición dándole los materiales y el dinero para que viviera por unos cuatro meses. Frente a esa oportunidad, cuya única contraprestación era la de hacer constar el patrocinio de la empresa en los catálogos se fue a San Andrés primero y luego a Providencia en una goleta que duraba cuatro días en llegar. De allí saldría una exposición como homenaje a las islas y a sus gentes que tuvo mucho éxito y que dejaría plasmada su experiencia de quince días en ellas. Por aquellos días comenzaron a gastarse toneladas de palabras, tinta y papel en difundir un lugar embrujado por la tranquilidad y el paisaje, al tiempo que se dieron los pasos iniciales para convertirlo en emporio comercial.

Al regresar de México en 1949, afirma el crítico Álvaro Medina, Triana trabajaba una figuración nada convencional en nuestro medio. Cálida, espesa y rica en texturas, su obra se aproximó entonces, sin él saberlo, al expresionismo que ya practicaba Guillermo Wiedemann. Los dos se interesaban en lo vernacular y ambos trabajaban esos temas apelando a sugerentes deformaciones por medio de la mancha informal y un tratamiento libre del color, lo que se traducía en densas atmósferas. Es la etapa que en Triana se extiende de 1949 a 1956, en la cual abundan los paisajes, las plazas desoladas de los pueblos, los cargadores y las aguadoras. Magníficos ejemplos del periodo son los monotipos Figuras pueblerinas y Negro, dos obras sólidas, vibrantes, en las que aparece el artista que sabe simpatizar con las enseñanzas de los grandes de México, pero que, al mismo tiempo, es el creador que ha emprendido su camino para plantearse una obra.

Pero a diferencia de Wiedemann, Triana procuraba controlar cualquier desbordamiento romántico recurriendo a un sutil ordenamiento que derivaba del constructivismo

En 1956, Jorge Elías Triana fue seleccionado por Colombia para participar en el Guggenheim Internacional junto a Alejandro Obregón, Ignacio Gómez Jaramillo, Enrique Grau y Manuel Hernández. Entonces Marta Traba escribió, de la obra que enviara a dicho concurso: “El Bodegón de Triana marca un sorprendente trabajo de superación en la obra de este artista; hasta ahora Triana se presentaba como un pintor más respetable que talentoso (respetable porque siempre su obra es seria y reflexiva); pero el Bodegón está resuelto con verdadero talento, con inteligencia, con buen gusto, con gracia y —lo que no se hallaba frecuentemente en sus cuadros— con auténtico sentido creador” . Efectivamente, la trayectoria de Jorge Elías Triana nos revela la presencia de un pintor recursivo, inteligente y talentoso, a un autor de obras espléndidas que no siempre se pudieron plasmar en series significativas. Hay muchas razones para que ello haya sido así. En primer lugar la docencia, a la cual Triana le dedicó todos sus esfuerzos hasta mediados de 1976 tanto en Bogotá como en Ibagué, su ciudad natal. Respetable labor que le restó tiempo a su taller y le impidió proseguir muchos caminos creativos que lo hubieran conducido a más altos logros.

Las influencias decisivas en su formación las encuentra en Goya, en los muralistas mexicanos, en Picasso, Rembrandt y los impresionistas Manet, Renoir, Degas y Cezanne. Este artista que ama el color con un entusiasmo sensual que, como afirma Mario Rivero, lo convierte todo en color para plasmar la expresión de la naturaleza del trópico y de su vida vibrante, terminó convertido en el artista que se ganó la admiración de un país.

Afirma Álvaro Medina: En 1963 el color se hizo definitivamente luminoso. Se definió así lo que en Figuras de 1960 había quedado como una posibilidad aislada. Ahora en sus óleos habría un logrado predominio de amarillos, verdes y naranjas. Simultáneamente Triana replanteó las implicaciones sociales del tema. Sin caer en el tipismo, reaparecieron las aguadoras, que ya había plasmado en su primera etapa expresionista, asumiendo la figura de la mujer que carga la tinaja en el hombro o en la cabeza como un elemento puramente plástico de idéntico valor al de una jarra en un bodegón. Esta nueva orientación de Triana en su trabajo habría que atribuirla en buena parte a su permanencia en Ibagué desde 1961, donde se hizo al frente de la Escuela de Bellas Artes, acontecimiento que le permitió retomar contacto con algunos de los temas sentidos en su primera juventud.

Lo anterior explica que en las Aguadoras de 1963 resplandeciera de un modo vital el color de los climas cálidos. El espacio se sugirió abierto e ilimitado, pero los diferentes planos de profundidad, organizados frontalmente, negaban el cubo renacentista. Un tratamiento constante en toda la trayectoria de Triana, que derivaba de su experiencia de muralista, técnica que ha jugado un papel determinante en toda su carrera. En las Aguadoras como en Gitanas, también de 1963, encontramos que la mancha se quebraba y los contornos de algunos elementos no se daban completos sino sugeridos. El trazo era siempre nervioso y el brochazo volvió a ser estriado. Triana atravesaba un momento feliz. Retomando conceptos de su primera etapa, realizó una amplia serie de pinturas magníficas. Esa etapa se extendió hasta 1964, año en el cual encontramos otras versiones de Aguadoras. En una de ellas, realmente extraordinaria, las manchas fluían libremente para que un dibujo de líneas oscuras, rápido y esquemático, se superpusiera definiendo los contornos.

Los críticos han visto en su obra los acordes alegres en el sentido musical del color, la traducción visual de lo que podría llamarse el alma de la tierra, el colorismo que no desfigura el sentimiento de lo popular, sino que lo confirma y ahí están las muestras en el crepitar del aire que resplandece con los últimos fuegos del verano o del crepúsculo, un instante de llamas o una luz de oro que incendia el horizonte y los vestidos de las mujeres con rojos, naranjas y amarillos. Pero hay algo más, agrega Rivero, una estructura sólida, un ritmo de composición reflexivamente ordenado y un juego de masas admirable por simple, en armonía y equilibrio espontáneo, mediante la sencilla e inmediata conjunción de la inspiración y la forma.

Prosiguiendo la tendencia de Aguadoras, en 1964 Triana pintó La luna, un óleo pleno de texturas y manchas densas realizadas dentro de una composición sumamente libre que recogía las enseñanzas tanto del informalismo como de la pintura de acción. Con La luna Triana se acercó nuevamente a la abstracción. Y si bien el color se hizo jugoso, el artista no pasó de conseguir en esta obra algunos excelentes efectos ópticos carentes de profundidad. A partir de entonces su obra se desarrolló dentro del más absoluto eclecticismo. Es la época menos afortunada de su trayectoria y también la menos fecunda en cuanto son pocas las obras que salen de su taller.

En 19é5 viajó a Europa, vivió en Paris y expuso en Praga. De 1965, por ejemplo, es El flautista, lienzo en el que aparece la figura de un músico indígena dentro del neocubismo de años atrás. Al mismo tiempo pintó Figuras en el espacio, inspirado por el primer paseo espacial de cosmonautas soviéticos, óleo en el cual las figuras flotaban en el espacio dentro de cierto ordenamiento, pero con un tratamiento plenamente informal. Se reavivó entonces la contradicción que siempre ha existido en Triana, romántico y racional a un tiempo. Se debe anotar, sin embargo, que era fundamentalmente un pintor figurativo a pesar de las breves desviaciones hacia la obstrucción. Paisaje, Bodegón, Figuras, Campesinas, Guerrilleros, fueron los títulos de composiciones intrincadas en las que el motivo afloraba tras una mirada muy detenida. El artista pintaba entonces partiendo de trazos y manchas realizados sobre un lienzo sin boceto previo, muchas veces sin una idea muy clara del tema y hasta sin tema en algunas ocasiones. Esos trazos y manchas se producían de un modo automático convocados por el inconsciente y, sobre ellos, posteriormente, el ser racional y equilibrado que hay en Triana se detenía morosamente para desentrañar las figuras que accidentalmente podía el ojo adivinar. Era un procedimiento fácil, sin duda alguna, y de resultados débiles.

En 1966 Triana retornó a Colombia y junto a Manuel Hernández experimentó con acrílicos sobre cartulina durante un año. El producto de este tiempo de laboratorio fueron unos pequeños cuadros muy espontáneos, abocetados y sin embargo muy completos, de los cuales cabe destacar Guerrillero (1966), con un jinete y su montura a pleno galope, muy enérgico, perfectamente logrado cromáticamente y de un impacto visual único. Sin embargo, sería la figuración equilibrada de espacios rigurosamente organizados la que finalmente se impondría.

Una de las obras significativas en este sentido es Che (1969), un enorme lienzo con el que Triana le tributó su admiración al gran revolucionario. Con algunas reminiscencias del cartel cubano, Triana logró en Che otra. de sus obras memorables en las que color, composición y tema vibraban dentro de una disciplinada coherencia constructivista. La imagen del Che, digna y heroica, convencía plenamente en este óleo.

Pero Triana es complejo y en 1970 produjo El demagogo, otro de sus cuadros que aisladamente nos convence. El demagogo es una figura compacta y monumental que representa a un político sin rostro y con el puño al aire lanzando su consabido discurso desde un estrado. La paleta es sobria pero rica: se reduce a azules y verdes como colores predominantes, un plano blanquirosáceo para el estrado y unas líneas rojas como cintas que dan sintéticamente la idea de profundidad. En El demagogo Triana era claramente un expresionista al igual que en El guerrillero, pero al mismo tiempo demostraba ser equilibrado y racional con su fuerte y compacta composición.

Sin embargo, su obsesivo interés por la geometría siguió manifestándose y de él da cuenta el hecho de que en 1971 retocó Figuras en el espacio para fragmentar el espacio con unas lineas rectas muy dinámicas que atravesaron el lienzo y le dieron ese definitivo toque en el que constructivismo y expresionismo se combinan. Fue esta tendencia la que se manifestó en una nueva serie de Aguadoras de 1973, lienzos en los que el tratamiento era frío a pesar de sus colores cálidos, debido a esas estructuras de gruesos contornos oscuros que enlazaban las figuras. Pero también había rigidez en estas obras. Una rigidez que no era sino el producto de la sensibilidad de un artista que siempre se había castigado por reducir sus elementos plásticos a una precisión racional pero no fría, a una definición de planos con referencia principalmente al rectángulo y el círculo, al tiempo que deseaba expresar la vitalidad de sus modelos. Una disyuntiva que finalmente Jorge Elías Triana resolvió en 1973, al considerar como tema esas herramientas caseras que son el florero, el vaso, la jarra, la fuente, la mesa y la máquina de coser, entre muchos otros, para organizarlos en convincentes bodegones.

Triana es un pintor sin snobismos que puede ser comprendido por todos porque en su óleos y sus acuarelas está siempre el hombre y sus escenarios, que mantiene el equilibrio entre lo natural y lo artificial, entre la imagen objetiva y el estilo subjetivo, se inclina como siempre los temas agradablemente cotidianos, respondiendo a un entrañable sentido del pueblo y lo que le pertenece, árboles, montañas, cielo, músicos, campesinos, aguadoras, vendedoras de flores y algunas naturalezas muertas. Su fuerte expresividad, el buen gusto, la elegancia y la gracia, cosas queridas y familiares, sin la pretensión de ejecutar obras maestras, alcanza la sencillez absoluta. Este valor moral de su visión y el contenido ideal o pasional de su fantasía explican en parte el mérito de una obra que se ve siempre con agrado.

Eduardo Serrano afirmó con objetividad de cómo a Triana puede considerársele un pintor aparte, independiente en cuanto a los estilos o movimientos pictóricos que han primado en la escena artística colombiana de la segunda mitad del siglo.

Públicamente pueden verse sus murales en la Plaza de Bolívar de Bogotá o en la gobernación del Tolima, así como en el edificio de la Cámara de Comercio. Su amplia hoja de vida comprende, además de las numerosas colectivas e individuales del país, salas tan prestigiosas como la galería de Escritores Checoslovacos, en Praga; la Galería Durbán, de Caracas; el Museo Nacional de Bucarest y el de Berlin, La casa de la Amistad de los pueblos en Moscú, la galería Bertolucci de Chicago, las bienales de Venecia, México, Sao Paulo y la de pintores Latinoamericanos de Paris, La Casa de las Américas y muchas más.

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