JORGE ELIAS TRIANA

 

Con un estilo coherente, la selección de motivos autóctonos afines a su sentimiento, la expresión de lo popular auténtico, simpatía y sensibilidad social, el artista tolimense y su visión de la naturaleza absolutamente personal, ha sido la mejor expresión pictórica del alma de la tierra. Este maestro, que fuera profesor y decano de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, vio por vez primera los colores de la vida en San Bernardo, corregimiento de Ibagué, una población solitaria, violenta y fría, de la que habría de salir muy niño a estudiar en una escuela pública de Ibagué sin que faltara la música en el Conservatorio.

De allí vino a salir todo su amor por el arte y la cultura y allí mismo habría de participar en una escuela de plástica, anexa al Conservatorio, que fundara el maestro Alberto Castilla. Ayudaba en pequeños oficios a su padre, dueño de una pequeña tienda en la calle quince con carrera tercera, hoy la sede del edificio del Banco de Colombia. El maestro Moreno Otero, quien había pintado los retratos de los músicos que adornan la sala de conciertos del Conservatorio, fue su primer instructor. Después vendría Joaquín González Gutiérrez. Ambos le hicieron ver, de una vez por todas, que su profesión no sería la de músico sino la de pintor.

Terminada su primaria ingresó al colegio San Luis Gonzaga, dirigido por los Hermanos Maristas, y luego fue a San Simón, encontrándose con que Darío Jiménez, su condiscípulo, quien después sería su compañero en México donde estudió muralismo, era el único con quien podía compartir sus ilusiones en el campo del arte. Sólo tuvieron en su afición la complicidad de Alberto Santofimio Caicedo, un intelectual que les prestaba libros sobre arte y literatura y la delicia de sus conversaciones en el café, compartidas con Alfredo Huertas Rengifo y Cesáreo Rocha Castilla, sus mentores espirituales.

Ya bachiller de San Simón fue a la Universidad Nacional para estudiar arquitectura, una carrera entonces más técnica y menos artística que hoy, pero su amor por los colores y los óleos, los dibujos y las formas, comenzaron a derrotar su deseo inicial hasta llevarlo a matricularse en la Escuela de Bellas Artes de la misma Universidad. En sus viajes permanentes a Ibagué, se tropezó un día con Ismael Santofimio Trujillo, historiador y poeta, educador e intelectual de su tiempo que como diputado a la Asamblea le dijo que iba a enviarlo becado para que estudiara en México. Y así fue. Llegó a la capital azteca con su pequeña maleta, cincuenta y cinco dólares mensuales de la beca y en el preciso instante de la edad de oro de la muralística.

Le fue fácil compartir sueños con otro colombiano, Rodrigo Arenas Betancour, también becado pero con sueldo de maestro en comisión, a quien, como ocurre con los educadores, le demoraban el salario. El le ofrece posada en su pequeño cuarto de estudiante y comienzan a trabajar en revistas y periódicos para aumentar un poco sus ingresos. Rodrigo Arenas realiza las fotos y él los artículos y cuentos, descansando los fines de semana con excursiones a pequeños poblados. Ese es precisamente el escenario que aprovecha para pintar paisajes y donde conoce de cerca la gente, sus costumbres y folclor.

Este tolimense, que se desplazaba por México mientras el trabajo de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros causaba sensación, veía asombrado el desarrollo de un oficio como el de Rivera pintando los murales del Palacio Nacional, el de Siqueiros en el Palacio de Bellas Artes y el de Orozco con sus frescos inmensos en Guadalajara, su tierra natal, en el estado de Jalisco. El laborar de los maestros, sus discusiones y puntos de vista en lo artístico, político y estético, las polémicas mostradas por los periódicos, el debate sobre la revolución mexicana, daban un marco del país que ofrecía un salto en su desenvolvimiento cultural y le sirven para su formación artística. De todos ellos, Rufino Tamayo, que vivía en Nueva York y consolidaba el cuarteto de los grandes maestros mexicanos de entonces, atrajo su atención entusiasta como para estudiar su obra, parte de la cual estaba en algunos murales del Conservatorio de Música. Para estar más cerca, no lo dudó. Aprovechando que su beca era para estudiar pintura y música, se matriculó de inmediato, integrando como flautista una pequeña orquesta de la entidad.

Cuatro años habría de permanecer en Ciudad de México hasta terminar su carrera y obtener el ansiado título de Maestro en Artes Plásticas, dedicándose de lleno durante medio año a recorrer en detalle aquel país. Realizó exposiciones en varios Estados al tiempo que se nutría de su cultura. Expuso por primera vez, en compañía de su coterráneo Darío Jiménez, en una muestra patrocinada por la embajada colombiana en el año de 1946.

Su retorno a Ibagué le deja percibir el clima de violencia partidista y se dedica, por fuerza de las circunstancias, a ser profesor de música en el Conservatorio y los colegios San Simón y Oficial, nombramiento que le hicieron para fastidiarlo porque era ya un pintor hecho. El éxodo de campesinos a la ciudad, los incendios de casas en el campo, las matanzas, lo condujeron a pintar con furia esas escenas y tras cumplir con el contrato en una ciudad llena de tristezas, silencios y miedo, se fue a Bogotá. Instalado allí con su familia, luego de un tiempo decidió con su hermano, el abogado laboralista Francisco Yesid Triana, visitar en Ibagué a su padre que se encontraba muy enfermo. Al hacerlo fueron perseguidos para asesinarlos pero fallaron en su intento cuando requisaron la casa, episodio que le hace recordar al maestro cómo la muerte estuvo apenas a dos pasos.

En la fría Bogotá encontró en el poeta Arturo Camacho Ramírez el calor del mecenazgo, la compra de cuadros que considera claves en su obra y la posibilidad de contactarse con el mundo intelectual de la capital de la república. Las exposiciones no podían esperar y con un relativo éxito, al comienzo, empieza a vivir profesionalmente de su obra pictórica. La docencia, igualmente, cubre parte de su tiempo. Se hace profesor en el Gimnasio Moderno y en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, donde tres años después sería nombrado director. De aquellos claustros saldrían pintores como Darío Morales, Pedro Moreno, Saturnino Ramírez y Luis Roca.

A más de Camacho Ramírez, el poeta Alvaro Mutis, a la sazón jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana, le patrocinó una exposición dándole los materiales y el dinero para que viviera por unos cuatro meses. Frente a esa oportunidad, cuya única contraprestación era la de hacer constar el patrocinio de la empresa en los catálogos, se fue a San Andrés y Providencia zarpando en una goleta que duraba cuatro días en llegar. De allí saldría una exposición como homenaje a las islas y a sus gentes que tuvo mucho éxito y que dejaría plasmada su experiencia de quince días en Providencia y dos meses en San Andrés. Por aquellos días comenzaron a gastarse toneladas de palabras, tinta y papel en difundir un lugar embrujado por la tranquilidad y el paisaje, al tiempo que se dieron los pasos iniciales para convertirlo en emporio comercial.

Ahora, en su casa de Cartagena en el barrio San Diego, precisamente en La cochera del Hobo, el tradicional recodo de la ciudad amurallada, es usual que los vecinos escuchen el rumor de su flauta, perciban el ruido de su Volkswagen amarillo que lo acompaña desde los años de Bogotá cuando vivía en su apacible residencia de la carrera tercera con 46, cercana a la de Carlos Granada o que, asomándose a las ventanas, vean bodegones, matachines, estampas folclóricas, tinajeras, lavanderas, los elementos permanentes del mundo de Triana, una obra que al decir acertado de Alberto Santofimio ha mantenido un ritmo ascendente de sereno prestigio.

Las influencias decisivas en su formación las encuentra en Goya, en los muralistas mexicanos, en Picasso, Rembrant y los impresionistas Manet, Renoir, Degas y Cezanne. Este artista que ama el color con un entusiasmo sensual, como afirma Mario Rivero, que lo convierte todo en color para dar la expresión espontánea de la naturaleza del trópico y de su vida vibrante, terminó convertido en un verdadero maestro de las artes plásticas.

Los críticos han visto en su obra los acordes alegres en el sentido musical del color, la traducción visual de lo que podría llamarse el alma de la tierra, el colorismo que no desfigura el sentimiento de lo popular sino que lo confirma y ahí están las muestras en el crepitar del aire que resplandece con los últimos fuegos del verano o del crepúsculo, un instante de llamas o una luz de oro que incendia el horizonte y los vestidos de las mujeres con rojos, naranjas y amarillos. Pero hay algo más -agrega Rivero-, una estructura sólida, un ritmo de composición reflexivamente ordenado y un juego de masas admirable por simple, en armonía y equilibrio espontáneo, mediante la sencilla e inmediata conjunción de la inspiración y la forma.

Triana, un pintor sin esnobismos que puede ser comprendido por todos porque en sus óleos y sus acuarelas está siempre el hombre y sus escenarios, que mantiene el equilibrio entre lo natural y artificial, entre la imagen objetiva y el estilo subjetivo, se inclina como siempre por los temas agradablemente cotidianos, respondiendo a un entrañable sentido del pueblo y lo que le pertenece, árboles, montañas, cielo, músicos, campesinos, aguadoras, vendedoras de flores y algunas naturalezas muertas. Su fuerte expresividad, el buen gusto, la elegancia y la gracia, lo convierten en un artista singular para este tiempo porque, mostrando cosas queridas y familiares, alcanza la sencillez absoluta. Este valor moral de su visión y el contenido ideal o pasional de su fantasía, explican en parte el mérito de una obra que se ve siempre con agrado.

Eduardo Serrano afirmó con objetividad cómo a Triana puede considerársele un pintor aparte, independiente en cuanto a los estilos o movimientos pictóricos que han primado en la escena artística colombiana de los últimos cuarenta años.

Pueden verse sus murales en la Plaza de Bolívar de Bogotá o en la Gobernación de Ibagué, así como en el edificio de la Cámara de Comercio. Ahora disfruta su madurez y plenitud y ejerce su oficio con vigor pasional entre pinceles, colores, paletas y lienzos frente al mar.

Murió en Cartagena en 1988.

Galería