SI LA MUERTE MELA DIERAS TU


El 19 de enero de 1959 José de Jesús Canizales Olmos apuntando hacia su sien derecha la fría boca de un viejo revólver Smith Wasson, intentó por novena vez en aquel año quitarse la vida. Presionó entonces nerviosamente el gatillo, martillando en vano seis veces sobre los herrumbrosos y quemados proyectiles que ocupaban sin plomos el cilindro giratorio del arma.

En otro lugar del calendario un año atrás exactamente se inició la racha fatal que acabaría sin tregua con la antaño acaudalada familia Canizales Olmos: El padre, agobiado en sus dolencias, se dejó ganar la partida por el desespero aquella madrugada aciaga cuando aparecieron las primeras escupinas sanguinolentas, y terminó volándose la tapa del cerebro con el viejo Colt que heredó de algún remoto abuelo. La viuda, adolorida y prematuramente avejentada por el sufrimiento de la reciente pena, acabó con su vida bebiendo un espeso y maloliente raticida que destruyó sus entrañas aquel lluvioso viernes cuando llegaban a su fin las celebraciones entristecidas de la Semana Santa.

Los gemelos primogénitos, presagiando malos tiempos por venir, se marcharon con los vientos de agosto cuando fueron llamados a prestar el servicio militar; los dos, moderadamente parecidos entre sí, fueron encontrados suspendidos de las vigas del cielo raso con sendas cuerdas anudadas a sus cuellos. Finalmente, la niña única de los Canizales Olmos, desilusionada y engañada en su primer amor, se arrojó de la azotea de la casa reventándose contra el pavimento una noche de luces de bengala y en medio de los cánticos alegres de los primeros villancicos de diciembre.

Lo dejó escrito en letras grandes en la página inicial de su libreta de teléfonos: “José de Jesús Canizales Olmos.- Veinte años. Soltero. Estudiante retirado escuela bellas artes. Intentos fallidos suicidio: Nueve. Domicilio incierto. Enero 10 de 1959”. Y fueron estas cortas frases el definitivo e irrevocable punto de partida cuando se empeñó en perseguir las huellas invisibles de su propia muerte, con el afán de encontrarla tal vez a la vuelta de la esquina, o en algún recoveco inesperado en el camino solitario de su mundo.

Abandonó entonces la casa familiar con sus muebles viejos, sus cachivaches inútiles y sus recuerdos dolorosos que la poblaban silenciosamente como fantasmas. En los primeros meses de la huida se enroló en un vagabundo ejército de salteadores de caminos con el que aprendió a desafiar a la muerte que parecía burlarse imperturbable ante su coraje; se volvió pendenciero y temerario en cuanta riña y duelo se topaba en su andar de maleante, y hasta durmió tranquilamente en los húmedos calabozos de la fría sabana y en las insoportables prisiones de tierra caliente, sin que los climas enfermizos hicieran mella alguna en su organismo. En el transcurso del 60 se arrojó cinco veces cada mes bajo las ruedas de los camiones que devoraban carreteras, contra los autos veloces que recorrían las amplias avenidas, y embistiendo las motocicletas anónimas a la vuelta sorpresiva de las esquinas.

A mediados del 61 se inventó la costumbre de pasar días enteros sumergido en la alberca de un abandonado parque como si tratara de ablandar su cuerpo mientras tragaba a sorbos largos el agua sucia de la pileta. Fechado en noviembre del 62, se unió a la comitiva nómada y desarrapada de un circo de italianos tristes, en el que hacía el número central del espectáculo caminando en torpe equilibrio la cuerda floja con los ojos vendados y sin malla protectora; y otras veces haciendo de blanco frente a los cuchillos que lanzaba un indio de plumas abundantes. Pero ni los acelerados automóviles que siempre lo evitaron, ni el abandono malsano en la pileta sucia de algún parque, ni la amenazadora cuerda floja de un circo errante, ni los cuchillos a la suerte de algún piel roja obeso, alcanzaron nunca a vulnerar la vida inquebrantable de aquel hombre.

Con intensidad y desespero fueron llenadas las páginas de los siguientes quince años cuando José de Jesús Canizales Olmos se dejó sacudir impunemente por los golpes sucesivos de los amores contrariados: Primero fue el romance imposible con alguna adolescente que le dejó el corazón adolorido; luego las clandestinas y arriesgadas aventuras de infidelidad con las mujeres ajenas; el amor incierto y la larga espera de sus amantes lejanas, la dicha efímera y nostálgica de las relaciones repetidas con las muchachas de las esquinas; y el dolor agigantado que casi lo derrota cuando murió de risa la única mujer que hizo que él volviera a querer la vida por algunos instantes alucinados de entrega, la única que lo hizo llorar sin descanso durante el año con sus noches interminables, mirando su retrato desde todas las paredes de su existencia hasta dejarlo medio muerto y con la mirada extraviada para siempre.

Y huyendo esta vez de sus amores fracasados, y otra vez de esa vida que despreciaba más y más cada minuto, el hombre echó a sus espaldas su fardo remendado de recuerdos tristes, su libreta de teléfonos descuadernada esperando desde sus páginas fechas indecisas, y las fotografías siempre sonrientes de la mujer que lo perseguía desde las sombras regalándole pedazos de agonía hasta los días lejanos e inciertos en que se cerraran sus ojos extraviados.

El hombre tomó entonces el camino sin destino de los gitanos y los vagabundos en su desordenado viaje para tragarse la geografía inacabable del planeta. Recorrió los caminos de herradura entre montañas y poblados campesinos, carreteras y autopistas asfaltadas en autobuses de rutas incansables y camiones pesados y perezosos que lo recogieron en cualquier recodo del camino; carrileras lejanas, puertos bulliciosos y mares infinitos; aeropuertos congestionados y terminales de buses; barrios, aldeas, ciudades gigantes, continentes.

En el África negra sobrevivió sin guías en safaris agotadores y desiertos ardientes, soportando las hambres repetidas y la sed acosadora de todos los momentos. Escaló entre inviernos inclementes el Everest, Los Alpes, La montaña de los espíritus, los Pirineos y la Sierra Nevada, coronando los picos más altos y escabrosos, y pernoctando meses enteros en medio del frío glacial de sus alturas.

Fue jefe de pandillas, ladrón de autos, traficante de alucinógenos e informante de la policía en el barrio Chino, y el Bronx de Nueva York. Purgó condena por espionaje haciendo trabajos forzados en Siberia. Asesinó a sueldo en Montevideo, Roma, Hong Kong; y hasta fue sicario en motocicleta más de un par de veces en algunas capitales de inacabables primaveras. Fue terrorista en Francia, España, Portugal y Londres, donde jugó con explosivos y atentados. En un pequeño caserío de la India se dejó atravesar por los filudos puntillones de la cama de un fakir. Burló fronteras de Rusia, retenes en Alemania, y hasta los límites infames del muro de Berlín. Vendió putas del Caribe y negras Brasileras en Europa, caballos árabes y dromedarios tristes en famosos circos de americanos andariegos, café colombiano y cocaína de Bolivia en Miami, Barcelona y París.

En octubre del 78, según quedó escrito en su libreta de teléfonos, se bebió doce frascos de veneno para insectos voladores que no alcanzaron ni siquiera a alterar su digestión. Durante todo el año siguiente se ocupó en estudiar con minucia el libro apocalíptico de la Biblia, las enseñanzas de la Atalaya y las profecías de Nostradamus; fue testigo de Jehová, practicante de Yoga, vagabundo caminante entre los pentecostales; penitente, abstemio y amante del ayuno entre los evangélicos, y seguidor infatigable de la Divina Gracia Bhaktivedanta que presagiaba el fin próximo de la humanidad que tanto anhelaba.

Lo dejó escrito en letras grades en la página central de su libreta de teléfonos: “José de Jesús Canizales Olmos. Cuarenta años. Soltero. Domicilio incierto. Intentos fallidos de suicidio: mil quinientos treinta y nueve. Enero 9 de 1980”.

El primer domingo de ramos de la década del 80, Canizales Olmos mandó a confeccionar su ataúd en madera de pino con ventanita de cristal, abollonado y forrado en satines y con agarraderas de cobre; de uno ochenta de largo por cincuenta y cinco de ancho. Para la fiesta de la independencia del año siguiente adquirió un pequeño lote de terreno en los jardines cementerios. En las navidades del 82 encargó a un talador de lápidas la confección de la losa que cubría su tumba, rectangular, con florero solitario, en mármol y sin epitafio. En la primera alborada del nuevo año ordenó dos misas cantadas por mes durante nueve aniversarios, y oraciones perpetuas a su nombre y a su alma encomendadas a un convento de monjas en encierro.

Sobrevivió en el 83 a las cornadas recibidas en las parrandas taurinas de unas corralejas y fiestas de San Pedro. Se salvó de milagro veinte veces jugando a la ruleta rusa, y en todos los pulsos a muerte, y en las luchas cuerpo a cuerpo con marineros gigantes de todos los puertos que topó en su vagabundeo desordenado. Salió ileso de entre los escombros en México sacudido y devastado por el terremoto. Se dejó sorprender en el palacio de las Leyes en Colombia, ofreciendo el pecho al fuego abierto y a las llamas que se paseaban de la mano de la muerte destruyéndolo todo; burló, sin ser su propósito, tres maremotos en el Pacífico que se tragaron las playas de medio continente; seis huracanes con nombre de mujer que vinieron del norte para desacomodar los techos y las palmeras de unos pueblos indefensos y asustados; un incendio en una fábrica de pinturas que duró ardiendo siete días con sus noches; un deslizamiento de tierra que sepultó los barrios humildes de una gran ciudad; para terminar llorando luego otra vez de amargura e impotencia cuando siguió descubriendo que aún vivía.

Y ofreciéndose a la muerte esquiva, José de Jesús Canizales Olmos la presintió más cerca que nunca cuando las fumarolas de algún volcán milenario empezaron a expulsar gases espesos y malolientes, y la lluvia de cenizas vestía los techos de un cálido poblado. Aprovechó entonces el innegable anuncio de la muerte para abandonarse en el camino desbocado de la avalancha aguardando su adiós definitivo aquella noche aciaga del 13 de noviembre de 1985. Los muertos se multiplicaron por miles pero él seguía vivo; y continuó con vida después, en compañía de aquel montón de desarrapados y dementes que empezaron a deambular por los caminos en busca de una limosna y un techo; siguió vivo muy a su pesar, pero con el corazón apretujado de dolor y con la certidumbre misteriosa de que ahora sí empezaba a acabársele de a poco la vida, cuando quisieron hacer resurgir de aquel mar de lodo y escombros un pueblo nuevo, unos hombres nuevos y una vida nueva.

La desesperación, el abandono y la duda que fueron como otra avalancha ensañándose en Canizales Olmos, y el desorden que reinó después de aquella, acaso su última tragedia, llevaron al hombre a improvisar su tumba entre cadáveres descompuestos, ofreciendo su cuerpo a los buitres y gusanos que parecían ocupados en banquetes más apetitosos; y dejándose vencer finalmente por la fatiga continua de la vida que seguía escapándosele, se sumió en un melancólico sueño inacabable del cual nunca más quiso despertar por el temor infinito a amanecer nuevamente vivo.