SOBRE LAS NOVELAS DE GERMÁN SANTAMARIA

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Con No morirás, (1993) la única novela publicada hasta el momento por Germán Santamaría, Líbano, 1950, alcanza el autor, de una vez, marcada resonancia internacional. Un jurado que integraran Nélida Piñón, del Brasil; Antonio Skármeta, de Chile y Eduardo Gudiño Keefer, de Argentina; le otorgó el galardón como ganador entre setenta obras participantes.

El acta del jurado del Premio Iberoamericano de “primeras novelas” de Santiago de Chile, dice en un fragmento que “el premio se otorga por la intensa narración de las consecuencias que tiene en la vida de los habitantes de un pueblo colombiano una catástrofe natural, el aluvión de Armero que dejó más de veinte mil muertos. Sobre el trasfondo de esta tragedia, Germán Santamaría, en No morirás, construye una ficción autónoma que constituye una fascinante elaboración poética de los acontecimientos, donde la travesía que hace su protagonista entre la mortandad y la reconstrucción, denota una enorme energía moral que revela las raíces de la violencia entre los hombres, los caminos de su redención, la desmitificación de una ética de confrontaciones. El jurado celebra su prosa ascética, su tono antipatético para dar cuenta del dolor individual y colectivo, la convincente alusión a mitos del occidente, la originalidad de su trama y el despliegue metafórico del desenlace donde las imágenes mismas se impregnan de la violencia de la avalancha. Expresando un acontecimiento local, Santamaría encuentra el camino para expresar los estoicos sentimientos ante la desgracia que tienen carácter universal”.

Antonio Skármeta complementa sus declaraciones señalando que “la historia está narrada sin ningún patetismo, sin sentimentalismos, pero sí con dolor, con una prosa muy precisa, unas imágenes tremendamente elocuentes y un tono narrativo muy contemporáneo. La obra es muy hábil, dice, de una verdadera investigación periodística traspasada a un alto nivel literario por un experto narrador que está lejos de las tendencias del realismo mágico y también de lo que se podría llamar una visión periodística de los hechos”.

Nélida Piñón, la consagrada escritora brasilera contemporánea, declaró que “se puede decir que hay a la vista un gran escritor. Estos son textos de una generación nueva, de escritores que han tenido la habilidad y la inteligencia de filtrar las grandes influencias de su tiempo, las influencias latinoamericanas”.

Eduardo Gudiño Kieffer, el también famoso novelista argentino, señala que “el libro es conmovedor. A mí me emocionó particularmente. Admite varias lecturas, la periodística y la literaria”.

La novela, igualmente, se llevó a la televisión bajo la dirección de Jorge Alí Triana en una producción que vieron más de 20 millones de colombianos a través de la televisión. A más de las diversas ediciones aparecidas en Colombia y en otros lugares de América Latina, la traducción del libro a varios idiomas, entre ellos el francés, el italiano y el alemán, ofrecen de por sí, en forma más que elocuente, el bien merecido impacto de su historia.

El cronista por excelencia que ha marcado una época en el periodismo colombiano, declara cómo ha escrito sobre la realidad que ha vivido, sufrido y sentido y que padeció como periodista del diario El Tiempo al haber sido el primer comunicador del país que llegó al lugar de la tragedia, fuera de haber conocido su entorno y sus calles, su gente y sus calores desde los tiempos de la infancia, circunstancias que lo conducen a un pleno dominio del tema.

La novela es una metáfora del dolor, como lo declarara el mismo Germán Santamaría en el marco de la Feria del Libro en Santiago, al recibir el premio de las manos del presidente de Chile, Patricio Aylwin, señalando, además, contundentemente, que No morirás es una novela tolimense y que la obra “es de alguna manera un acto de la vida sobre la muerte”. A la periodista Beatríz Berger en este mismo país, le dijo de la novela que “allí relato la historia de un hombre que había abandonado a su esposa e hijos, lo mismo que el padre de Omaira, y que regresa seis meses después de la catástrofe. Adopté el género novelesco porque era lo único que me permitía hacer una metáfora del dolor. Yo quería dar la dimensión física y espiritual de la tragedia. A la vez es un libro donde triunfa la vida, la esperanza, porque yo tampoco soy un apologista de la muerte”.

No morirás es entonces la historia de un hombre que regresa a buscar la muerte y es un sentimiento de venganza la que determina el presente y el pasado de las vidas allí reunidas en sus páginas. En torno a la narración de lo personal de los protagonistas sucede la avalancha de Armero como otro signo de la violencia que rodea y cerca a los actores del conflicto. La violencia de la naturaleza y la relación de los hombres con ella, genera no una dualidad, como lo advierte algún crítico, sino parte del irrevocable destino en que se consumen sus personajes.

Bien puntualiza Luz Angela Castaño sobre el libro cuando señala que en No morirás se refleja la tragedia en la naturaleza gris, amenazante, polvorienta y seca; en el cañón del río y el nevado vigilante, en el ambiente de irrealidad y de silencio; en la maleza y en los crisantemos, flores que, a la vez, son símbolo de vida y muerte; en los atardeceres de “sangrientos arreboles” y en el contraste entre la belleza y la tragedia del campo de la avalancha que el autor presenta como “una planicie plateada”. Las imágenes oscuras, tristes, iluminadas por la luna, contrastan con la actividad de construcción del pueblo.

“El tiempo en que transcurre la novela es un constante ir y venir entre el pasado que se presenta como un sueño perdido y feliz y el presente difícil e incierto. Hay algunas pistas que guían al lector acerca del tiempo. Una de ellas es el jardín de la casa de José Durango, ahora desaparecido, con sus crisantemos, la palma de calacán, los colores de los vestidos de Diana Valesca, su hija, y el sonido del pito del tren a las cinco de la tarde. Es el jardín perdido o la hija perdida o la ciudad perdida o las raíces perdidas. Es el pasado lleno de colores, de vida, de mariposas, en contraste con el mundo actual, gris, entre carpas de damnificados, de múltiples violencias, de muerte, de incierta reconstrucción”1

“Los límites entre la vida y la muerte también se disuelven y, a la manera de otros escritores latinoamericanos que trabajan la literatura fantástica, hay una comunicación directa con los muertos, con los muertos-vivos, en una especie de “mundos comunicantes” donde la conversación y la transmisión de objetos entre el más allá y la realidad son un hecho natural. Son imágenes constantes de vida y de muerte, como la del río donde lavan las mujeres de luto, que es, a la vez, símbolo de vida y causa de muerte, o los crisantemos que hoy adornan las tumbas de los muertos pero que, antes, abundaban en el jardín de vida de José Durango”.2

“En los varios niveles de lectura, el autor nos presenta un texto en el que, en primer lugar, revive la tragedia de Armero con datos precisos y vívidos. En una dinámica mayor, con los recuerdos de la niñez de José Durango y, valiéndose de retazos de historia escrita en bastardilla, muestra apartes de la eterna violencia y múltiples tragedias del Tolima. En otro nivel, vemos la realidad de la naturaleza humana con sus contrastes de amores, celos y odios; dolor por la separación, rencores, sentimientos de venganza, verdades y mentiras, vida y muerte y desolación”3

La tensión es la clave de la novela como advierte con certeza Alonso Aristizábal, pero para que ella se provoque en el ánimo del lector se requiere una sabia distribución del material narrativo, una inteligente dosificación de la anécdota y el uso equilibrado de un lenguaje eficaz que ilumine las escenas como para llevarnos las manos a la silla en señal de que estamos frente a una película. Pero no una película cualquiera sino frente a un western, porque aquí la atmósfera que envuelve cada acto tiende a prepararnos para el duelo, que en efecto sucede. Uno sale dolorido de la experiencia, pero sobre todo provocado para la reflexión porque no existe lugar para la indiferencia ni fácilmente se ingresa luego al terreno de olvidar las escenas o la historia toda, puesto que se instala en lo más profundo de los sentimientos.

Con razón Matilde Libreros encuentra que en la novela se testifica el valor de un narrador bastante aplicado en la composición de su relato y advierte que Santamaría “conoce los mecanismos de la técnica pero los asume desde la profundidad y con un marcado sentido poético. La novela cifra su importancia no sólo en la temática, sino también en la penetración de una épica que emerge de la catástrofe para volverse vida, sangre y olvido”.4

Eduardo Pachón Padilla define que el libro “está escrito con gran austeridad, en un estilo preciso y penetrante cuya técnica narrativa ha sido aprendida del constante estudio de ciertos novelistas anglosajones, pertenecientes a la primera mitad del presente siglo. El omnisciente narrador de la obra, auxiliado de los verbos en tercera persona del singular, no pretende saber demasiado, sino lo estrictamente necesario, quizá un poco más que el lector común. Su material narrativo se debate mediante la conflictiva confusión de los acontecimientos, envueltos en la atmósfera oscilante entre la realidad y la irrealidad, entre la claridad, la penumbra y la oscuridad, entre la urgente rivalidad del Sol y de la Luna, percibidos a través del rastro de los despojos sobre la tierra sepultada por la feroz avalancha producida por el despertar del maligno volcán, aunque ya se adivina el retorno del esplendor de su floreciente paisaje y del surgimiento de la añorada antigua prosperidad del pueblo abatido”.5

“Toda su acción, sigue Pachón Padilla, es ascendentemente dinámica, se desenvuelve en diferentes panoramas. Uno es su escenario en su generalidad exterior, compuesto en su mayoría de un conjunto de sucesos desarrollados a la interperie, en un completo descampado, en medio de un permanente peregrinaje por los diversos parajes del contorno; y el otro interior, integrado de muy pocas escenas, circundado por un escueto recinto, similar a un modesto albergue, un simple resguardo para preservarse de la lluvia y servir de mero descanso a las pocas horas de sueño”.6

Dentro de la galería de los personajes, puntualiza Pachón Padilla, “deben mencionarse: el viejo Floro Pulido, de características simbólicas, un alter ego, una especie de segundo yo de la vida y de la muerte, un filósofo popular, a veces más…

Ramiro de la Espriella, en El Espectador, escribe que “de cuanto entre nosotros ha sido escrito sobre la violencia sicológica, nada que haya penetrado más hondamente el fenómeno que esta novela de Germán Santamaría. La suya es una prosa fluyente que no se queda en la superficie de la forma… la muerte está presente a lo largo de sus páginas y no como un fantasma, sino en el rigor de los hechos a lo largo de una tenebrosa historia. Viene del pasado político, desde la guerra de los mil días con Tulio Varón y el negro Marín, se recrudece en la violencia a partir de los años cincuenta y se extiende como una gran mancha de lodo con la explosión del volcán del Ruiz. El testimonio permanece vivo a lo largo del relato. Como cuando José Durango dice:“El volcán siempre ahí. Y no nos fijábamos en él”. O el testimonio de la desolación: “Aquí nadie es el mismo después del pasado trece de noviembre”. O la sensación inequívoca del vacío: “Aquí no se sienten los pasos de nadie”. O por fin: “No somos más que muertos, hijos de muertos”. La sencillez de las expresiones no vela, sino que resalta la hondura de la pena y no clausura la majestad del diálogo, la extiende a la intimidad del dolor humano y el corazón”.7

Sigue De la Espriella advirtiendo que “enlaza Germán Santamaría el fenómeno político con la explosión de la naturaleza cautiva, y en sus divagaciones, cuando Amparito ni siquiera oye a José Durango, éste dice: “No me pregunte por qué siempre se ha matado la gente en el Tolima durante tantos años, por qué fueron tantos los muertos durante la violencia. Tal vez no hay razones. Ni de los muertos de antes ni de los de ahora, El odio ha estado ahí, en la sangre, y no le busque más”. No obstante José Durango ha regresado para que lo mate Vicente Ávila y lo cierto es que no morirá jamás porque “llegó ya muerto por dentro”, puesto que también “se le habían muerto los sueños”. Y circulará eternamente con la cruz que le había dejado en sus manos portadoras del odio el viejo Floro Pulido”.8

“Una ligazón interna integra el relato y le coloca sobre los hombros el peso irredimidible de la fatalidad. Es el aporte surrealista, así lo imagino, sigue De La Espriella, estremecido por la antorchas al viento, que hace de la obra una trasmutación de los hechos por medio de los aletazos de la imaginación hasta convertirla en una depurada expresión poética. No ya el realismo mágico sino la viveza interna de la creación cuando los fantasmas de la obra circulan iluminados por una sola luz que se enciende hacia adentro, allá en la hondura de las almas. La escena del duelo inconcluso entre José Durango con el hacha en las manos y Vicente Ávila que apenas alcanza a desenfundar el revólver estremecido por la ofensa recibida, en tanto Diana Valesca recobra con una repetida interjección el valor de la vida, tiene todas las características del alto y gran teatro griego y revela por su estremecimiento la inviolabilidad de la vida frente a los requerimientos sucesivos de la muerte. Pero lo cierto es que de allí en adelante se sigue comprobando por la fuerza de la soledad interior que José Durango es un muerto en vida, y lo es por el simple hecho de que se mantiene eternamente con su cruz a cuestas. Planeados en su profundidad, si así puede decirse, circulan por las páginas de la novela, que tiene la gran ventaja de ser una novela corta, el viejo Floro Pulido que es la voz de la sabiduría, de la verdadera sabiduría, o sea la sabiduría elemental, y el Payaso desprendido de su sonrisa mortal en medio de la desolación del ambiente y los vientos contradictorios que han hecho de Armero, después del trece de noviembre, un gran cementerio. Todo ello como si para que hubiera paz se requiriera imprescindiblemente de la muerte”.9

María Teresa Herrán escribe que en No morirás “están todos los ingredientes: amor, misterio, pasión, suspenso, tatuajes en los sitios inesperados, sadomasoquismo, magia negra y ese lento descubrimiento de una trama compleja que atrapa al espectador. Así se lo propone Germán Santamaría al sacar de la avalancha un episodio de su tremenda realidad factual y darle la perdurable trascendencia de la tragedia de los seres humanos, en este caso, el del último damnificado de Armero, el que llegó tarde a la cita del lodo. Se le podría reprochar a la novela ser del mismo corte de Tiempo de morir y remontándonos a los orígenes, de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, que le dio a la literatura latinoamericana un sello inconfundible. Es ese esquema del hombre que regresa para su cita con la muerte, en esa gente que espera los finales anunciados de la venganza… pero aquí se advierte su capacidad para ahondar en las relaciones entre el amor y el odio y el amor y la muerte: aquí siente uno que está la verdadera originalidad. Esa descripción de cómo vivir a veces es peor castigo que morir y de cómo el amor logra a veces podrir tanto como el odio”.10

Gustavo Álvarez Gardeazábal escribe que “es una novela tan bien escrita como sus mejores notas sobre la vida colombiana. Su lectura se hace fácil porque Santamaría tiene la garra narrativa que se le perdió hace mucho rato a la literatura nacional. Probablemente se hace lenta, parsimoniosa, porque la llegada de José Durango a Guayabal-Lérida, seis meses después de la hecatombe de Armero es tan meticulosamente registrada alrededor de una sola acción que sólo la lentitud permite el deleite. Pero José Durango vuelve a esa tierra después de diez años de haberse volado con la mujer de su vecino Vicente Ávila quien dijo, repitió y juró borracho todos los sábados hasta el 13 de noviembre de la tragedia, que si José Durango volvía, lo iba a matar. Durango vuelve sin mucho dinero, desdentado y barbado, jugueteando a los vivos y a los muertos en un escenario rulfiano. Habla con los que quiere volver a ver. Con Payaso, con Bertilda, con Vicente Ávila y con su hija Diana Valesca. De la gente de Ávila, sólo él. Pero Diana, dos meses antes de la avalancha se casó con el hijo de Ávila y cuando Durango llega de vuelta espera un hijo póstumo que obviamente será nieto de los dos archienemigos. Sobre esta trama, yendo y viniendo, a veces innecesariamente, otras con vertiginosidad ajena al ritmo narrativo, Santamaría prolonga, sin muchos datos del pasado de sus personajes, apenas con lo estrictamente necesario de saber, el momento del enfrentamiento entre los dos antiguos rivales. Vicente Ávila no quiere matar a Durango. Durango quiere que Ávila lo mate. La historia se crece, Durango le regala un revólver a Ávila y por supuesto, la novela se acaba y Durango no muere en manos de Ávila, sucumbe en la sin razón, vagando por el playón de Armero, repitiendo su diálogo de vivos con los muertos que él solo ve”.11

“Leer esta novela, sigue Álvarez Gardeazábal, puede resultar valioso para quienes todavía pertenecemos a esa especie en vías de extinción de los lectores. No creo que salgan muy satisfechos como salí yo de su lectura. Es previsible, no todas las historias pueden ser contadas sobre un mínimo tema para que sea el espacio descrito y la minuciosidad super-realista la que prolongue el número de sus páginas. Lo único que sí se aprende es que en el Tolima, en Colombia, la gente se mata de amarulencia: resentimiento, amargura y violencia juntos”.12

El nueve de enero de 1994, María Angélica Rivera en el diario Últimas noticias de Santiago de Chile, define que “en la novela de Santamaría los protagonistas son la soledad del ser humano y la naturaleza desgarrada, y cómo la historia de dos enemigos, José Durango y Vicente Ávila, es el punto de partida para un relato donde lo central es la reflexión sobre las consecuencias sicológicas y morales que dejó la tragedia en aquellos que no murieron y sobre la violencia en lo cotidiano de nuestros días. La anécdota es simple: Durango regresa a su ciudad después de la erupción del volcán Arenas del Nevado del Ruiz porque desea que se cumpla su destino. Diez años antes, cuando escapó del pueblo junto a Lucila, la mujer de su vecino, Vicente Ávila, éste juró que lo mataría. Ahora, las jugarretas de la vida han hecho que ambos hombres sean consuegros y vayan a ser abuelos de un mismo nieto. José Durango busca con ansias la muerte porque no puede vivir con la culpa de no haber estado en Armero la noche terrible en que el lodo sepultó a toda su familia. Y los lectores somos testigos de su incensante deambular por un territorio casi fantasmal en busca de ese objetivo. El narrador utiliza un lenguaje tan seco y áspero como el paisaje y el protagonista, pero tiene el suficiente talento para transformarlo en una prosa llena de sentido poético que expresa una de las paradojas de la condición humana: en medio de la vida, la muerte es una constante que el mismo hombre ha implantado. Emparentada por sutiles lazos con Pedro Páramo, la obra cumbre del mexicano Juan Rulfo, No morirás revela al colombiano Germán Santamaría como un sólido escritor que no necesita de intrincados aparatajes textuales o lingüísticos para armar una novela profunda y significativa”.13

“Ese paisaje agreste que se pierde entre nubes de polvo, ramas secas, calor y desolación en cuyo centro están dos hombres, es el mismo paisaje de las clásicas películas del oeste bajo diálogos mínimos que descubren la raíz del conflicto. Después todo se irá como un remolino poblado de energía incontrolable al dejarnos ingresar a un laberinto de pasiones donde la muerte tiene su guarida”.14

El protagonista se mueve bajo el peso de su tragedia pero va caminando a la cita con su destino sin que haya detalle que se escape al narrador omnisciente, es decir, cada escena da sensación de totalidad en todo el ambiente interior y exterior como si estuviéramos presenciando una película. De los labios de los personajes parecen brotar las verdades que los sumen en su infierno. José Durango, por ejemplo, afirma que “un hombre no puede vivir con un odio por dentro. Por eso es que nos hemos matado tanto por aquí”. Pero no es sólo lo que arde por dentro de ellos sino lo que arde por fuera. En la descripción del ambiente uno siente el calor. En este panorama de la naturaleza que ocupa con equilibrio su lugar, no se advierten adornos innecesarios a la prosa sino se dejan como necesidades del ambiente para permitirnos sentir el sofoco que cubre a los protagonistas sumidos en la desolación y los recuerdos.

La conformación de las escenas donde surgen personajes que rodean la atmósfera del conflicto aparentemente central, deja la huella profunda de un fantasma del que brotan sabias apreciaciones alrededor de la vida y de la muerte. Ese es Floro Pulido, un “viejo de cabello largo y blanco con la barba casi hasta el pecho y unos pantalones de dril muy anchos y asegurados a la cintura con una piola gruesa” que lleva una cruz y camina “como si no fuera a ninguna parte”. El recuerda cómo “los hombres mueren de infinitas maneras” o de qué modo en aquellos seres no se estaciona la indiferencia. “Y usted sabe que los hombres del llano del Tolima no olvidan nunca”. La coherencia de una filosofía, de una forma de ver la existencia tiene en Floro Pulido su símbolo de simpleza pero no por ello con falta de profundidad. “Todo goce se paga, la condena aquí es la vida”. El pesimismo parece ondear cuando sentencia que “Lo que buscamos todos los días es morir. O matar” y al afirmar que “No somos más que muertos, hijos de muertos”.

El payaso que es “alto y seco” y ya no ofrece nada a la entrada de los almacenes porque no los hay, representa el cambio de la risa a la desolación, los dos rostros dramáticos del teatro de la existencia. “Ni actúo en los cumpleaños porque parece que nadie cumpliera años”.

Para dar un marco de los gustos de los protagonistas no se olvida ni el cine ni la música. Las referencias culturales aparecen cuando se afirma, por ejemplo, al ver un pueblo construido con carpas, que “recordó una película de indios con Audy Murphy que había visto en el teatro Colombia” y José Durango evoca la canción de Pedro Infante con “Los dos perdimos”. La poesía, por otra parte, está diseminada por todo el libro. Allí se muestra cómo “Era una de esas noches del llano del Tolima en que los pescadores miran en las aguas de los ríos la brillantez de las estrellas”. El humor negro, así mismo, hace su desfile en no pocas escenas para equilibrar el mundo que describe.

Vale la pena subrayar los apartados que están entre uno y otro capítulo que resumen poética y dolorosamente la violencia en el Tolima. Aquí refieren su historia con nombres que son por los contornos de este departamento de sobra conocidos en relación a sus matanzas, a sus víctimas y victimarios, pero que más allá son el testimonio de la violencia y de la muerte.

La novela está integrada por dieciseis breves capítulos sin numerar, intercalados los primeros trece con intertextos poéticos que van describiendo “la procesión de los desconocidos” o “esa corriente que no era de agua sino de gentes, idas ya, que formaban otro río que viajaba incesante hacia un desconocido mar”. Allí no sólo a través del payaso que se quita la máscara para entregar el rostro de la mentira que ahora él tiene entre las manos, se examinan “los muertos olvidados”, sino se asiste al desfile de las escenas terribles que por los años de mitad de siglo conmovieron. Inclusive aquí se conoce que la mujer de Vicente Ávila, no se sabe dónde ni cuándo, ingresó al territorio de la muerte. Poco han advertido los comentaristas de la novela de Santamaría estos sucesos que no son más ni menos que la historia puntual de la violencia en el norte del Tolima y que para el lector acostumbrado a nombres y sucesos los ve ahí de cuerpo entero, pero para el que no, es la visión dantesca de pasajes donde los muertos van camino hacia el “túnel oscuro de agua o de luz”.

En el París de 1995, Fernando Ainsa, en el amplio estudio introductorio que realiza a la novela para su versión al francés que titula Condenado a vivir, advierte que “gracias a la cuidadosa escenificación y al sobrio estilo en que se expresa, la novela se transforma en un relato tenso, digno de la mejor tradición novelesca latinoamericana de Juan Rulfo, con un sobrio fatalismo en el que se reconoce a Juan Carlos Onetti y los escritores donde drama y tragedia se subliman gracias a la dignidad con que se hace frente al infortunio. Lejos de lo que podría ser un fácil melodrama, una acumulación de estereotipos y un montaje digno de una buena película de Far-West americano, la novela se inscribe en la línea de la nueva narrativa latinoamericana que Germán Santamaría encarna a cabalidad.”15

Señala igualmente Ainsa que Santamaría es deudor de Rulfo porque allí se ve un “Comala del Tolima” donde Floro Pulido es el Juan Preciado de Armero, el memorable “guardián de los muertos” de la novela del mexicano. De otra parte subraya cómo, si la novela está “centrada en el tema de la muerte que la recorre y la marca, es también un himno a la vida que se debate entre las ruinas…y que se canta en el mismo tono sobrio en que se habla de la muerte”. Al final concluye que aquellos “muertos son el paradigma de una violencia histórica que Santamaría condena en una apenas disimulada moraleja de su obra” “Los hombres al fin siempre terminan matando a lo que aman. A los otros hombres o a la tierra. Da lo mismo.”16

Si se realizara un balance dentro de los novelistas estudiados aquí, Santamaría es el único de los contemporáneos que sin temor a parecer provincial y con una visión universal de los grandes conflictos humanos, ofrece un testimonio del Tolima a través de sus nombres propios, de sus sentimientos y de su tradición de violencia.

Notas

1.-Castaño, Luz Angela; El Nuevo Día.

2.-Op. cit.

3.-Op. cit.

4.-Libreros, Matilde; El Espectador.

5.-Pachón Padilla, Eduardo; Revista Diners.

6.-Op. cit.

7.-De la Espriella; El Espectador.

8.-Op. cit.

9.-Op. cit.

10.-Herrán, María Teresa; El Espectador.

11.-Álvarez Gardeazábal, Gustavo.

12.-Op. cit.

13.-Rivera, María Angélica; Ultimas Noticias, Santiago de Chile, 9 de enero de 1994.

14.-Op. cit.

15.-Ainsa, Fernando; Prólogo a la edición en francés.

16.-Op. cit.

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