SOBRE LAS NOVELAS DE EDUARDO SANTA

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Eduardo Santa, Líbano, 1927, se ha constituido, además de novelista, en un intelectual de gran valía con libros de importancia en historia y sociología. Ha publicado, aunque tiene no menos de tres inéditas, cinco novelas: Sin tierra para morir,1954, El Girasol, 1956, Cuarto menguante, 1988, Adiós Omayra en el mismo año y Señales de Anteo en el 2000.

Sin tierra para morir es el segundo de los libros de Santa y su primera novela. Apareció inicialmente en la Editorial Iqueima de Bogotá en 1954 y aquí describe lo dramático de la situación social que vivía Colombia por los llamados tiempos de violencia hacia los años cincuenta en el siglo XX. Fue traducida al servocróata y publicada en Yugoeslavia por la Editorial del Pueblo con cincuenta mil ejemplares en idioma esloveno. Frente a las estampas de La provincia perdida que muestran una paz virgiliana, está el mundo turbulento donde la protesta ante las injusticias se proyecta con eficacia. Encarna el libro el enfrentamiento del gobierno que representan los conservadores y los liberales que son perseguidos, pero sin tomar partido por ellos como era usual en los escritores de la época. Golpea a los gamonales y dueños del poder, muestra la represión contra los humildes y refleja la atmósfera de inequidad a lo largo de las acciones que describe.

Aquí, como dice Ayala Poveda, los gamonales «ejercen su labor de tinieblas entre los campesinos que, finalmente, más allá de la hora señalada, no tienen ni una décima de tierra para morir ni para vivir. Es una novela intensa, dialéctica, arraigada en el mundo interior del campesino. A pesar del encuadre clásico del bien y el mal, Eduardo Santa consigue ofrecernos una visión viva y no sencillamente cadavérica de este medio siglo».1 Sobre esta obra, tanto Jaime Mejía Duque, Próspero Morales Pradilla, Francisco Posada Díaz, Néstor Botero López o Sulejman Redzepagic, su traductor, han escrito notas destacables.

Su versión al servocróata y al esloveno, su aceptación entre los lectores y los críticos de la época, dejan un esclarecedor documento, cuando el autor contaba apenas veinticinco años, en un libro que respecto al agro y sus condiciones, sus costumbres y sus interioridades, testimonia cabalmente el país de entonces.

Sin tierra para morir, a diferencia de otras novelas sobre este período de nuestra historia y escritas por aquellos años, no sólo plantea el problema de la violencia desde el punto de vista de sus motivaciones políticas sino también desde el plano de la economía. Ahí está descrito cómo los gamonales de los dos partidos estimulan la violencia porque de allí obtienen pingües beneficios.

Próspero Morales Pradilla afirmó en el diario El Tiempo en noviembre de 1952, que la novela registra cuatro cualidades fundamentales: sobriedad en el estilo, fidelidad al tema, hondo contenido social y desdén por las frases artificiales en beneficio de la acción. Agrega, así mismo, que en este relato vivo, sin especulaciones imaginativas, el autor cumple prioritariamente el papel de periodista, vale decir de informador.

Jaime Mejía Duque, por su parte, muestra su regocijo ante el libro, tras examinar los defectos de tanta novela sobre el tema aparecida entonces. En Lecturas Dominicales del diario El Tiempo, correspondiente a julio once de 1954, dice que “hace largo tiempo se viene especulando en el relato y la novela con increíble bastardía el tema de la barbarie política. Se ha tomado el tizón por la brasa del crimen en sí mismo, han faltado óptica y penetración, y es así como se han publicado retratos a la brocha gorda, sin que nadie después de Osorio Lizarazo en El día del odio haya vuelto a novelar. Viento seco, por dar un ejemplo, es una cronica de estilo inconfundiblemente judicial, calcomanía a la que se llamó novela sin fundamentos críticos, figuró como nuestro libro más vendido durante meses, señalando el escaso nivel de nuestras preferencias literarias. Y tanto su autor como los de las demás “novelas” basadas en los quebrantos partidistas y gestadas bajo el acicate del oportunismo, entraron a componer sus episodios con el prejuicio artístico de que al principio de todo fue la violencia y mucho después fueron los personajes violentos, siendo dicho supuesto apenas un mínimo destello de la verdad novelesca. Ante el sociólogo, quien palpa el asunto en grande, eso podría ser el acierto pero no ante el novelista, porque él no debe abocar la historia por la política sino a través de la psicología.”2

Por todo lo anterior, sigue Mejía, “experimentamos una grata sensación de descanso y regocijo al leer a Eduardo Santa en la novela Sin tierra para morir. Esta ya es una novela con un enfoque agudo del problema, una serie de capítulos literariamente escritos, algo con lo que se siente fruición estética. Es natural que siendo su primera salida al palenque de la creación, Santa no haya alcanzado una obra sin la menor tacha, pero en el marco de la actual novelística hispanoamericana sí merece el nombre de un buen iniciado en el cultivo del género”.3

El fenomeno de la violencia posterior al nueve de abril, que en lo sociológico es causa directa de la inmoralidad de los individuos en ella comprometidos, aparece en Sin tierra para morir como algo que llega de modo inesperado a inmiscuirse en la vida de una región pacífica, a manos de un grupo de personajes ya desmoralizados de antemano. Santa nos presenta en primer plano al gamonalismo, mostrando en acción la violencia sólo hacia los capítulos finales de la obra. Ya la corrupción se daba en el lugar con el cachazudo gamonal Tomás Peñalosa, su hijo el pseudo abogado Cornelio, con miras acabildantes, Alfredo Candelo, el corregidor, y el Tuerto Arbeláez, tipos muy bien trazados por la pluma del joven escritor. Estos hombres de suyo ígnaros y malévolos eran los que con antelación al desatado salvajismo embaucaban y hacían su real voluntad en el pueblo, vivían conchabados en picardías e intereses nada inocentes aprovechándose más tarde del atropello banderizo para obtener riquezas y poderío en el despojo de las víctimas. En ningún párrafo Eduardo Santa echa sermones personales o se apunta a un color determinado. Esta es otra de sus ventajas técnicas sobre sus antecesores en el tema, incluyendo a Osorio Lizarazo de cuya novela recordamos algún encendido discurso. Sagazmente conserva la serenidad como autor, dejando siempre a los personajes que sigan sus destinos propios; que los perversos cometan fechorías contra los buenos y que éstos sufran y afrenten la mala estrella. Y es porque el novelista de garra, demiurgo de mundos imaginarios, tiene que ser el apolíneo en sus discripciones particulares, que vienen a ser el tejido conjuntivo cuyo fin es realzar el carácter y la vida de la criatura en movimiento. A menos que la novela se escriba en primera persona, cuando el autor es el protagonista que va creándose ante nuestra mirada.

Doscientas cuarenta y siete páginas de sólida imaginación, escritas en estilo llano, claro y lleno de sugestiones, caracteres vigorosos en su virtud o en su maldad, son todos los seres que pueblan el libro, dándonos la impresión de espontaneidad y vitalismo en sus acciones y palabras. Aquí no hay figuras de cartulina ni muñecos que hablen o actúen sin ser ellos mismos. Cada uno es independiente de su creador, vive como quiere y como es lógico que lo haga. Casi que hasta querrían salirse por sí solos a dialogar con el que les infundiera el alma, según ocurre en la famosa Niebla, de Unamuno.

Para resaltar el caso del hombre justo a quien la crueldad inútil de los otros convierte en asesino implacable, Santa narra en el segundo capítulo la historia del joven Cantalicio Reyes: “Cantalicio Reyes era ante todo una raíz y amaba la tierra porque de ella se nutría. No tenía el más remoto compromiso con ningún partido político porque su ignorancia salvaje no le permitía pensar en cosas distintas a sembrar yuca y cortar plátano para sustentarse él y sustentar a su anciana madre y a sus dos hermanas inválidas…” Pero un día, mientras labraba las sementeras, los criminales asolaron su hogar quemando el rancho y sacrificando sin piedad ni respeto a su madre y a sus hermanas. “Cantalicio, entonces, dejó su raíz buena y fecunda. Abandonó su parcela y aquella misma tarde fue a buscar los ejércitos de Marín y se enroló en ellos movido por poderosos instintos de venganza. Había jurado cobrar el atropello que para él había sido definitivo en la vida y que había tronchado por completo su juventud y su alma campesina”. Así destaca nuestro escritor el aspecto en el cual la violencia sólo basta para crear el héroe de uno de sus nuevos eslabones. Pero no es ese el eje de su novela. Si lo fuera, no habría sobrepasado la medianía de las crónicas a lo Viento seco. Eduardo Santa profundiza más, se adentra hasta el gran motor de la violencia que es el gamonalismo. Esa plaga moral que bajo todos los gobiernos y antes de todas las violencias constituye el parásito que succiona y descompone los poblados del país, esgrimiendo la política, la religión, el capital y el apellido.

En opción al consejo de rábulas y mercenarios sin escrúpulos, Santa crea al campesino hidalgo don Antonio Quiroga, padre de Concepción, quien es la prometida del pulpero Gabriel Dueñas, al que también se persigue hasta el fin por los procedimientos al orden. Sobre el recto y cristiano don Antonio vence a la postre don Tomás Peñaloza con su fuerza incontrastable. Es grandioso el drama que resulta de la pugna entre estos dos carácteres en la obra.

De otra parte, Francisco Posada Díaz, en junio veintidos de 1954, dice en su ensayo publicado en el diario El Tiempo que “Con el último libro de Santa hice un experimento. Leí fragmentos o capítulos en público y produjeron el mismo efecto que en mí produjo todo el conjunto. Los mismos sentimientos de sublevación ante la injusticia, no se desvirtúan. Me podrían argüir que ésto comprueba una gran unidad. Pero detengámonos un poco ya que se me ocurren varias cosas. O el libro es una superposición de cuentos, de episodios que únicamente guardan comunicación por el hecho de trabajar con los mismos nombres y lugares y por lo tanto no es novela. O los capítulos poseen un alto grado de interpretación, que aún fuera del todo despierta un sentimiento uniforme. Si lo segundo -el que un trozo desvinculado de la armonía total produzca la misma sensación de ésta - es así, tampoco creo que sea novela porque su esencia misma es el mantener en tensión, el que los ojos del lector, casi sin parar en las letras, recorran ávidamente las páginas buscando el rincón más palpitante. O sea que para tomar sentido de una escena aislada, es necesario haber recorrido lo anterior. Que la obra misma por su argumento, por la presencia de un espíritu obligue a la mente a estar fija y atenta.

Pero tampoco creer en el defecto que disuelve y anula el interés en el conjunto, como el capitán de Sin tierra para morir. Cuando se compara -con las debidas proporciones de geografía e historia- lo que inspira el libro que comento, con las novelas modernas de categoría, se perciben, saltan otros errores. Errores que le dan un carácter distinto al que desea tener.

La violencia, motivo determinante de mucha de la producción literaria colombiana actual, ocupa el plano principal, quizás el único principal. Es un fenómeno de tanta envergadura que decide las actuaciones de los personajes. Es decir: no son éstos a quienes les suceden las peripecias y tragedias, quienes “hacen violencia o quienes la determinan, quienes en fin son los autores de su destino, sino todo lo contrario. La violencia da su mandato de tragedia al hombre y al paisaje. Las circunstancias tienen que constreñirse a los dictámenes de ésta, que a modo de un “cuasi-ser” soberanamente impera en el funcionamiento de todas las cosas. Un día cualquiera brota la violencia en Pueblo Nuevo. Desde ese instante todos los ingredientes de la obra se polarizan en violentos y no violentos, y cumplen una tarea de ayuda para lograr hacer más notorio el inesperado fenómeno.

De allí que los personajes sean perfectamente irreales. Actúan con una simplicidad desconcertante, por lo mecánica. Los buenos son buenos sin falta y sin remedio. Y así los malos. Esto bien visto, es moral y materialmente imposible. En lo real y cotidiano nunca un extremo tan rotundo se presenta. El hombre está forzado en todas sus actuaciones por las circunstancias. Le toca como necesidad elegir entre la baraja de posibilidades que aquellas le muestran. Un acto por ejemplo, puede ser ejecutado moral e inmoralmente. El acto de todos modos, mal que bien tiene que ejecutarse. Este hacer no es elegible. Lo que sí tiene característícas de elegibilidad en su proyección ética, es su aspecto de bondad o de maldad. Y es ciertamente complicado que un individuo, mejor, un campesino nuestro, se decida siempre a lo éticamente bueno, a pesar del inexorable influjo del contorno. (Tan es una situación insólita que la Iglesia católica reserva un título especial -el de santo- para esos congéneres ejemplares).

Por lo anterior, es que la vida, como básica noción para obtener auténtica novela, aparece sin ninguna energía. O porque la violencia que succiona el paisaje cósmico y humano, no lo permite; o porque la conducta extrema de virtud o de vicio de los muñecos lo impide; o porque los episodios, aunque con iguales protagonistas y ambientes, no obtienen la necesaria conexión y dependencia que exigen las novelas.

Se ha insistido sobre las narraciones aparecidas en la actualidad -Téllez y Zalamea Borda- más que ninguno - para clasificarlas dentro del género -¿Literario?- del testimonio. Mas me parece que Sin tierra para morir no es novela, tampoco es puro documento ya que se encarama sobre algunos problemas sociales, y, al sesgo, ensaya interpretaciones sociológicas.

La violencia como mal gravísimo de nuestra raza está al descubierto. En su elaboración, según Santa, intervienen muchos factores: el cacicazgo y las ambiciones políticas en primeros lugares. Pero también, con casi idéntica importancia, las rencillas y pasiones que originan los favores de la suerte, la ignorancia, el abandono de los dirigentes para con su pueblo. Santa no sindica propiamente a las instituciones como culpables de las anomalías, sino a la sociedad misma - a la “alta”, aún sin que lo diga-. No es la judicatura lo perverso; es el juez prevaricador.

Tambien Santa hostiliza el orden tradicional, vale decir la perpetuación de un conjunto de ideas de atrás en la estructura social de hoy, por considerarlas de una profunda extemporaneidad. No propugna una reforma parcial en la organización del Estado; un cambio total, lento y fatigoso si se quiere, en los hábitos, usos y costumbres de nuestras gentes, es lo que exige.

Su visión política del fenómeno es, consecuencialmente, distinta a la corriente. Aquello de la violencia o sólo liberal o sólo conservadoramente interpretada no le satisface. Es, parece afirmar Santa, indistinta y periódicamente, por obra y acción de intereses gubernamentales, o de grupo, o económicos, de ambos colores. Una actitud valerosa en nuestro medio sin la que nunca podrá verse con objetividad el problema a que aludo, y mucho menos sus verdaderas soluciones. Mi generación que está y se siente totalmente desligada de ese pasado ominoso, mediata o inmediatamente anterior, y contempla con serenidad la urgencia de algo nuevo, apunta su táctica aceptación a ese imparcial y fecundo punto de vista político sobre la violencia.

El estilo de Santa es uno de los bien logrados que conozco dentro de los menores de treinta años. Conciso, de gran sencillez y elegancia, sobrio en la metáfora. Cuando la usa es limpia y no estridente. Quiero citar unas que me han atraído: “Y su machete resplandecía con el sol como una lámina vengativa, en las tardes de contienda”; “Con la llegada de los gendarmes el miedo entró a Pueblo Nuevo. Entró y se hizo tan grande que en cada metro cuadrado formó un hogar”.4

“Solamente me resta decir que veo claro el porvenir de Santa, no estrictamente por su temprana iniciación -que viene de la magnífica La provincia pérdida -, sino -lo más contundente- por sus capacidades, unas adquiridas y las más innatas.”5

Finalmente, con nota fechada en Belgrado en 1959, Sulejman Redepagic, en su condición de traductor y como prólogo a la edición yugoeslava de Sin tierra para morir, dice en algunos de sus apartes, como visión de la novela y el país, lo siguiente, publicado en Lecturas Dominicales de El Tiempo el 7 de Junio de 1959:

“Para quien tenga interés en conocer las circunstancias sociales del campo colombiano presentadas en forma literaria, la novela Sin tierra para morir adquiere gran importancia. La tradición literaria de Colombia es muy rica. Se trata de un país que ha gozado de gran reputación en todos los países de la América del Sur como centro de una fecunda vida intelectual y Bogotá, su capital, ha sido tradicionalmente denominada “Atenas Suramericana”.6 Sus habitantes se distinguen, en todo el continente, por hablar y escribir correctamente el idioma castellano.

Esta tradición literaria de Colombia es rica en gran parte porque sus escritores han estado vivamente vinculados a su pueblo. Este contacto ha hecho posible que las obras de autores colombianos sean leídas y discutidas ampliamente por los habitantes de ese país, lo que no sucede frecuentemente en otros países suramericanos. Desde la época de la independencia los hombres de letras de Colombia han estado orientando al pueblo y fueron ellos, precisamente, los que integraron la vanguardia del movimiento democrático libertador.

La afición y vocación del colombiano por la literatura ha sido un especie de culto transmitido de generación en generación. Quizás a ello se deba que el colombiano posea un buen sentido crítico en lo que a este arte se refiere y señale con sus simpatías y preferencias a determinadas obras nacionales.

Previas a estas consideraciones generales, podemos afirmar que la novela Sin tierra para morir, de Eduardo Santa, está acorde con esta tradición literaria de los colombianos. Eduarda Santa, a pesar de su juventud, se ha colocado con esta novela y con sus obras anteriores a la vanguardia de los escritores colombianos en la que brillan con luz propia poetas de alto vuelo como José Asunción Silva y Germán Pardo García y novelistas como Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla y José Eustasio Rivera.

La novela Sin tierra para morir es de gran importancia porque además de sus cualidades literarias, sus descripciones del agro colombiano, su radiografía del pueblo, es una respuesta a muchas preguntas que ordinariamente nos hacemos los hombres de otras latitudes en relación con el desarrollo socio-económico de Colombia.

Frecuentemente hemos oído decir que el campesino de ese país, con su ancho y típico sombrero de paja, es por naturaleza impulsivo y que siempre está dispuesto a jugarse la vida por cosas de poca monta. Esa impresión se tiene, principalmente, por la lectura de las noticias de prensa. A cada momento nos informamos sobre disturbios y rebeliones en casi todos los países de la América Latina, como si éstas fueran una epidemia permanente. Pero de la lectura de Sin tierra para morir, de la usurpación de la tierra, asistimos a la más brutal y bárbara aniquilación física del campesino. Y sobre este cuadro conmovedor de la obra, flota la sombra de las dictaduras que patrocinaron y estimularon esa situación de odio, de rencor y de despojo.”7

 

EL GIRASOL

Publicada por la editorial Iqueima, de Bogotá, en 1956 y con una hermosa carátula de Jorge Elías Triana, la segunda novela de Eduardo Santa, con ciento cuarenta páginas, titulada El Girasol, conceptúa con justicia en las solapas que “la novela psicológica en América tiene en Eduardo Santa, indudablemente, uno de sus más afortunados cultivadores. Pertenece este joven escritor a ese grupo de novelistas contemporáneos que pugna por abrirle nuevos horizontes a la novela hispanoamericana, dejando de un lado los trillados caminos del costumbrismo. Santa posee el misterioso secreto de adentrarse en el alma de los personajes que maneja, hasta el punto de que el lector llega casi a identificar al autor por sus propias creaciones. Posee una sorprendente capacidad de bucear el alma humana y de crear ambientes y situaciones reales. Con El Girasol se inicia una nueva etapa en la novela colombiana. Se trata de una obra esencialmente subjetivista, entrocada quizás con la moderna literatura de psicoanálisis. Toma como único objetivo el alma de un personaje agónico, contradictorio y conflictivo. Esta es una obra audaz, escrita en un estilo ágil, profundo y evocador y en donde los temas aldeanos en su pluma cobran una gran fuerza.

El domingo veinte de julio de 1958 en la Crónica literaria del periódico Ultima Hora, Ricardo A. Latcham escribía que Eduardo Santa “se ha revelado como un novelista original con El Girasol. Su dominio de lo psicológico, dice, parangonándolo con López Michelsen en lo jurídico y sociológico, delata algo distinto en la novelística colombiana que a lo mejor da muestras de cansancio frente al excesivo costumbrismo que prevaleció en nuestra novela a la sombra de Carrasquilla y Efe Gómez, maestros del regionalismo descriptivo. En la primera parte de El Girasol, Eduardo Santa no sabe liberarse de la tentación retórica tan peligrosa y que brota a menudo del manantial clásico de la prosa colombiana, pero pronto vence ese obstáculo y se zafa de la afición de hacer frases más o menos redondeadas. Es una novela que señala un camino desconocido y reafirma los logros estilísticos y formales de La hojarasca de Gabriel García Márquez. Plantea el problema de un paranóico que comete un asesinato influído por el suicidio de Jacobo Ibáñez que lo sigue por todas partes. La acumulación de detalles significativos, de fustraciones psíquicas y reacciones extrañas que operan en el carácter de Florencio Dávalos, son parte principal del interés de tan valiosa obra. Santa es un fino analista y penetra con acierto en el mecanismo psicológico de su héroe y de las dos mujeres que actúan en su mundo interior: Magnolia y Etna, la primera colombiana y extranjera la segunda. El fondo del escenario de la acción lo constituye un pueblo colombiano denominado El Girasol, pequeño sitio dominado por la superstición y el fanatismo, por el atraso y el convencionalismo. La novela está narrada en primera persona con la fuerza de un testimonio individual basado en el minucioso examen de los actos de un pintor desarraigado y la misantropía de Florencio Dávalos apenas es sacudida por el influjo de sus complicaciones ante sus contactos eróticos con Magnolia. En cambio con Etna sostiene una amistad de índole intelectual que concluye bruscamente por una absurda actitud de Florencio frente al interés de ella por unos cuadros del artista. El pintor reside en la casa de un tío barbero que es uno de los personajes más sugestivos del conjunto humano enfocado por Eduardo Santa. El tío Felio se entrega al espiritismo y la teosofía, vive en éxtasis y consultando libros raros hasta llegar en su chifladura a desenterrar del cementerio local el cadáver de una mujer que fue su amante, Margarita, cuya desaparición le hizo perder el seso. Las reacciones operadas en el carácter de Florencio Dávalos lo conducen a asesinar a su amante. Lo que mató en realidad fue su propia alma, a través del influjo del suicida que lo condujo a la autodestrucción tanto artística como amorosa. El maestro Santa, en el estudio de la locura moral que influye en Florencio y por medio de pinceladas de gran verismo, reconstruye el elemento subconciente de la vida de su héroe. A medida que avanza la lectura de El Girasol, mayor es el interés con que se sigue la actividad generadora de imágenes del yo en el extraordinario y alucinado protagonista. También es sorprendente este tipo de análisis que recuerda a veces al que exhibe Faulkner con métodos técnicos, eficaces e innovadores. Santa maneja con habilidad el punto de vista individual expresado en primera persona, mediante el cual se refieren las distintas partes del drama mental y físico de Florencio Dávalos. En El Girasol se respira una atmósfera opresiva tanto en la acción como en las reacciones del protagonista. El ambiente pesa sobre los personajes y, a veces, Santa consigue dar al lector la sensación de que por un momento él mismo es una persona del conjunto social donde los sucesos narrados provocan una considerable agitación. Sobre todo en el episodio que moviliza el fanatismo de los habitantes después de conocerse el acto ejecutado por el barbero al desenterrar los restos de la mujer que fue su amante. Una nota de ternura poética revelada en el capítulo que se refiere al asno Lukas, demuestra también la calidad estilística de Santa cuando sabe desprenderse de los lazos retóricos. En su conjunto, el libro dignifica a la novelística colombiana y fortalece sus posibilidades a medida que se aleja de los moldes costumbristas y pintorescos de otra época”.8

Sobre El Girasol, Silvio Villegas escribe que “la novela pretende ser un trozo de la vida patológica de un psicopático que llega en su delirio hasta el asesinato y relata en páginas de inmenso dramatismo la génesis de una obsesión que precipita la tragedia. Florencio Dávalos, el protagonista, es un inconforme con la realidad circundante, vive su propia vida y se burla inmisericordemente de los cánones y tradiciones aceptados. En el prólogo, al hablar sobre los médicos, expone este tremendo y caótico concepto: se queman las pestañas toda una vida sobre libros que dicen verdades muertas y desconocen verdades vivas que salen del surtidor de la experiencia. Ignoran que la vida de cada hombre es un signo indescifrable, y que cada cual existe, vive y muere portando el enigma de sí mismo. El tono de este pasaje da la clave del total de la novela. Eduardo Santa, como la mayoría de los jóvenes escritores colombianos, incurre en el conceptualismo para perder la noción del relato novelesco y sumergirse en la intricadas y difíciles sendas del ensayo psicológico. El Girasol, por ello, más bien que una novela es un gran estudio sobre la personalidad humana en el que se diluyen los protagonistas en medio de un gran tráfago de digresiones y conceptos. El estilo, sin embargo, es brillante y característico del novelista tolimense. Párrafos enteros de enorme interés mantienen al lector pendiente de la obra y ese crescendo paulatino, desarrollo metódico y natural de una obsesión, la catalogan como un buen retrato del desarrollo psicológico de una pasión violenta. Todo esto, y mucho más, hacen de El Girasol una de las mejores obras de la reciente producción nacional y colocan en destacado sitio al que ya tenía derecho desde antes, a Eduardo Santa, como una de las más prometedoras unidades de la nueva generación literaria”.9

En julio nueve de 1956, en la página cuarenta de la revista Cromos, se comenta en forma destacada la novela El Girasol. Allí se dice: “Es una novela entre costumbrista y psicológica que, como otras obras suyas, tiene su génesis en la provincia, específicamente en una aldea llamada Girasol, que es su título. Eduardo Santa, coinciden en afirmar los comentaristas, ha probado con acierto los caminos de la novela sicológica abriendo pautas nuevas al género entre nosotros. El novelista ha tomado esta vez, como objeto de sus observaciones, a Florencio Dávalos, un pintor aldeano contradictorio y voluble que, al contacto con la ciudad, perdió el poco seso y cordura que de suyo poseyera. Son los pasos de este individuo descentrado, escéptico y caprichoso, los que va siguiendo con simpatía y comprension palpables al biógrafo curioso, sin perderle gesto, palabra o acción en la ciudad o en el campo, en el estudio o en el paseo, en compañía o en soledad. Las reconditeces abismales de la psicología y de la psicopatía ejerce por lo visto gran atracción en la sensibilidad del joven abogado, que parece haber tropezado ya en su corta carrera con caracteres tocados de locura y anomalía que en vez de desechar ausculta, observa y estudia con una cierta comprensión humana, casi diríamos bondadosa”.10

Santa ha querido ubicar su personaje en la aldea recóndita e ingenua, no solamente porque se proponía demostrar que también en un fondo de casta simplicidad puede medrar el tallo de la esquizofrenia con sus desórdenes morales y espirituales, sino porque lleva la aldea dentro de sí mismo con sus personajes típicos, con sus rebaños y paisajes, con sus ríos y praderas. El barbero chalao y teósofo, el cura y el boticario, el tío Felio y la tía Isabel transcurren por el libro de Eduardo con el aire familiar de gente que pisa terreno conocido, de gentes que hablan con el escritor como si continuara siendo su vecino. La historia clínica, la historia psíquica de Florencio Dávalos, el protagonista de la novela, tiene unidad y tiene lógica si es que puede haber una lógica del desequilibrio y de la discordancia. La vena de la incertidumbre de este artista desadaptado que no encuentra acomodo ni en el arte, ni en la familia, ni en el amor, ni en la amistad y cuya única realidad se finca en una sombra, va corriendo por toda la narración desolada y uniforme, hasta rodar finalmente con el cuerpo de Magnolia en el abismo. Sólo que Magnolia seguirá viviendo fatalmente para el obsesivo enamorado, quien al despeñar el cuerpo del delito agarró para sí la sombra de su remordimiento, la sombra de lo que hubiera podido ser su amor y redención. Desde la líneas trazadas por Eduardo Santa, el lector puede observar cómodamente la vida simple de un pueblito de provincia, la vida pequeña de sus calles y sus gentes, las pasiones pequeñas de los parroquianos, la locura pequeña de Florencio Dávalos, cuya culpa peor no fue haber matado a la que no supo amar, sino haber continuado viviendo en el vacío de una existencia carente de ideal, de una fe cualquiera y aún de una pasión realmente fuerte y vigorosa; una de las pasiones que si no logran hacer de la carne y el espíritu un héroe o un santo, pueden al menos hacer un hombre. Si a pesar del tema la novela se lee con agrado, sintiendo que sea breve, quiere decir que Eduardo Santa tiene capacidad para elegir sus argumentos, y buena mano para guiarlos por los caminos de la imaginación”.11

Finalmente, entre las tantas notas escritas sobre la novela El Girasol, entresacamos algunos párrafos escritos por Luis Eduardo Nieto Caballero que aparecieron en la página cinco de Intermedio, de Bogotá, el seis de junio de 1956, buscando redondearle al lector el criterio que señaló a este cuarto libro de Santa, publicado cuando apenas el autor contaba veintinueve años.

Nieto Caballero dice que “vale la pena ser leída”. No es novela de acción, de hechos, de movimiento, sino psicológica, de pensamiento, de aberraciones, de pasiones, de locura. Es la presentación del caso, sobremanera interesante, de un mozo creciendo en un medio extraño, muertos los padres, al lado de un tío espiritual y teósofo, chiflado, con ideas de las reeencarnaciones, practicante de ritos esotéricos, y al lado de una tía solterona, católica y sentimental, que riñe ruidosa y frecuentemente con su hermano que es teósofo. El protagonista es un pintor cuyo arte le sirve a Eduardo Santa para hacer exquisitas divagaciones sobre el color, y es un impulsivo que tiene cambios, demoras, arrepentimientos y abusos en materias sexuales, que a la noviecita del colegio la convierte en su amante cuando, después de varios años de no verla, la encuentra convertida en una mujer de indiscutibles atractivos, y con quien, en uno de esos arranques de sátiro o de loco, habrá de profanar la amistad, la sociedad, el decoro, la muerte, al poseerla en las vecindades de la cámara mortuoria donde se está velando el cadáver de su más íntimo amigo. Reacciones de la conciencia, del pudor, de la dignidad pero atropelladas que lo llevan al acto primo, de loco también, de abofetear a la muchacha, de llamarla perra, de alejarla de su vida para que vaya siendo la vendedora de caricias en el hogar sin madre donde le es fácil abusar de la invalidez de un padre ciego. Y luego, cuando ella abandona la aldea para establecerse en la capital, no se sabe si al lado de su hermano o en brazos de un estudiante de medicina o en las de cualquier otro comprador de besos, la obsesión, la obsesión de sus ojos, de su risa, de su cuerpo, de su amor, de ella toda, embellecida en el recuerdo y en él, atosigante, al extremo de que otra mujer acaso superior, de mejor raza y de mayor cultura que pasa por su vida, no despierte en su psíquis el deseo. A través de ésta sigue viendo a la otra, anhelando a la otra, suspirando por ella, enloqueciéndose, adquiriendo manías, como la de ir todas las tardes a la estación del ferrocarril a ver si desciende de un vagón con la esperanza de pedirle perdón, de obtenerlo y de volverla a hacer su amor. Perdido su íntimo amigo, sin tener a nadie de cultura parecida para conversar, obligado a pensar en los hechos extraños y en las palabras caóticas de un pariente alocado, con reacciones contra la pintura, un día rompe todos los cuadros con que hubiera podido hacerse célebre en un concurso o en una exposición, entregado a los paseos solitarios, lúgubres y a veces en los bosques tupidos, en el cementerio, en los barrios miserables, en los desfiladeros dialogando consigo mismo, pensando en ella, acaricia de pronto la idea del suicidio, para alejar los murciélagos y las ratas, las serpientes y los gallinazos del pensamiento. Y cuando al fin la muchacha llega, porque tenía que llegar, ya no encuentra sino a un hombre deshecho, miedoso, cobarde ante la vida, con alucinaciones que la hacen verla envuelta en un manto de niebla, niebla él mismo, física y mental, que no responde a lo que él creía tener derecho de exigir o por lo menos de preguntar y a quien con ademán de maniático, obnubilada la conciencia, arroja en el abismo, sin violencia, sin afán, como se arroja una piedra para escuchar cómo resuena en las oquedades, o cómo despierta a los pájaros que hicieron su nido en las cosas. La cárcel después, cuatro años de pena, aunque él tiene la seguridad de que no mató a una mujer sino a su sombra. Es el protagonista Florencio Dávalos quien cuenta su historia, la de su infancia triste, su adolescencia aburrida, su madurez bostezadora, introvertida, con amores lúbricos, sin ideal, sin ambiente, en una aldea llamada El Girasol, para desembocar en la obsesión, en la perversión y en el delito.12

“Obra bien escrita y con magníficos atisbos sobre el mundo de la subconciencia y sobre el de la anormalidad, le sirve a Eduardo Santa para expresar conceptos valiosos sobre la soledad, una felicidad tan completa como la de los asnos, la vida de los gitanos, la iriología, la ceguera, o teorías muy del gusto de los Rosacruces y de los evocadores de espíritus, como todos aquellos en que aparece de pronto la poesía del karma, del aura, del plano austral, del doble etéreo o algo menos difundido pero más poético, como el fatalismo que habrá de provocar el encuentro de dos seres cuyas órbitas se cruzan y cuyas vidas parecen hechas para confundirse, para juntarse como dos esferas de mercurio. Eduardo Santa ha tomado un nuevo rumbo en el que me permito señalar a El Girasol como un jalón de victoria”.13

En su cuarto libro, Santa retorna al género novela cuando publica El Girasol. Y dentro de esa búsqueda incansable de caminos hay un cambio de nuevo en su conducta, digámosla temática, apoyado en el enfoque que hace de los personajes y en la historia de tipo existencial, subjetivista, sicoanalítica.

Aquí se lanza el autor a la novela de tinte modernista, al libro moderno, mejor. Influído por uno de los autores favoritos de toda su vida, Hermann Hesse, que se convierte en auténtico maestro para algunos escritores de su generación.

Es de suponerse que otros miraban a la literatura norteamericana, encabezada entonces por William Faulkner, John Steinbeck o Ernest Hemigway, pero Santa, de una formación típicamente europea, veía mayor seducción en Damián, El lobo estepario o El juego de abalorios de Hermann Hesse y con él una estrella de mucha luminosidad. Se tropieza el autor con un nuevo camino en sus lecturas: el de la introspección, el del sendero que lo lleva a la denominada novela sicológica.

El Girasol lo ve Santa como un camino que por fortuna no siguió, sin que llegue al arrepentimento de haberlo escrito. No considera que sea una de sus obras afortunadas pero el que contenga mucho de sí mismo, el que recoja la experiencia de haberlo utilizado para hacer ciertos pinitos en la filosofía existencial, así como para decir algunas de las cosas que pensaba sobre la vida, el amor y la muerte, le dejan satisfacción como un aprendizaje. Es quizás este el remoto origen de El pastor y las estrellas.

Que sea precisamente un pintor su protagonista tiene que ver con el hecho de existir una íntima conexión con los pintores de la época y el conocimiento que de ellos tiene. En las primeras páginas, señala, trae a colación un amigo suicida llamado Jacobo Ibáñez que era pintor.

Pero si Eduardo Santa refiere la influencia de Hesse, así como Garcia Márquez advierte la de Faulkner en su formación, no se trataba aquí del simple prurito de llegar a imitar a los grandes sino de la normal asimilación de los primeros años y en los primeros libros. Un escritor que niega sus influencias directas o indirectas comete una solemne tontería. Pero de lo que se trata, al final, no es de imitar y por el contrario, alcanzar unos niveles tales que terminen haciéndolo a partir de la obra que se cree.

La historia parece simple pero alcanza implicaciones atípicas para la literatura de su momento y va creando los elementos y la atmósfera que servirá, depurada, a la futura obra de Santa que se configura en Cuarto menguante. Si, como dice Ayala Poveda, “la obra corresponde a una fábula de horror y muerte, gracias a ella sobreviven como personajes en la mente del lector Florencio Dávalos, pintor nacido en Girasol, que vive en estrecha relación con sus tíos, con una campesina llamada Magnolia Vivas y el suicida Jacobo Ibáñez, que de acuerdo a lo descrito sufre una crisis demencial que lo hace moverse entre los brazos de Edna Woler y su novia, a la cual finalmente arroja a un río. El protagonista se entrega a la justicia, pero no es la anécdota, sino la forma de tratarla, lo que hace de la novela de Santa un libro que debe tenerse en cuenta y que desafortunadamente no llega a los nuevos críticos para ser valorada como se merece”.14

Con El Girasol, Santa realiza una novela existencial, de tipo sociológico, con escenarios aldeanos y de ciudad, con una historia, como dice Luis Eduardo Nieto Caballero, «donde hay magníficos atisbos sobre el mundo de la subconsciencia y no la tradicional de acción, hechos o movimiento».15

CUARTO MENGUANTE

Treinta años después, con auténtico profesionalismo y como la muestra de su etapa con plena madurez narrativa, publicó la que es hasta hoy su obra mayor: Cuarto menguante, una novela de prosa limpia y vigorosa, donde su autor nos presenta la vida turbulenta y apasionante de una pequeña población fundada en el siglo XIX por un grupo de espiritistas y teósofos, los cuales se convierten en los protagonistas de una dura y cruenta lucha religiosa. Aquí, en esta obra, todo es insólito y sorprendente, desde el mundo fantasmal y esotérico de una comunidad que convive con los espíritus, hasta el dramático final de las familias pioneras. Al decir del crítico Eduardo Pachón Padilla, “se trata de una de las mejores novelas de escritor colombiano publicadas en el presente siglo»16

Si ubicamos cada uno de los elementos de la novela, partamos del título. Vemos cómo, «desde las más antiguas culturas se ha tratado de relacionar la posición y el movimiento de los astros con el destino de los hombres y de los pueblos. La luna, quizás por ser el astro más cercano, siempre ha tenido que ver con el crecimiento de las plantas, con la tala de los bosques y con la prosperidad y decadencia de los seres humanos. Todas sus fases tienen en las ciencias ocultas un profundo significado, desde la luna llena hasta el cuarto menguante. Este último, tan delgado y tan bello como un cuchillo de luz o como el filo de una guadaña, muchas veces ha sido tomado como el símbolo de la decadencia o, por lo menos, de algo que está en vías de ocultarse, como aquello que ha dejado de brillar y de mostrarse en todo su esplendor». Cuarto menguante es, en fin, para decirlo con el título de un libro de Eutiquio Leal, un Cambio de luna.

Veintitres son los pequeños capítulos que marcan la novela. Con un lenguaje depurado que ofrece intensidad al espectáculo que presencia el lector, encontramos la eficacia del texto dónde, sin embargo, a pesar de incluir las novedades técnicas de la obra moderna, no puede desprenderse Santa de ciertos atisbos retóricos, lugares comunes, remolineantes situaciones que se repiten una y otra vez en forma innecesaria y, por fortuna, en breves y desafortunados momentos. Todo ello, -gracias al talento del escritor- no le quita el impecable sabor de páginas maestras, de capítulos maestros y de una obra que en términos genéricos es la muestra del bien escribir, tan olvidado en muchos de sus colegas de narrativa colombiana.

Cuarto menguante es, entonces, el nacimiento, esplendor y decadencia final de Artemisa, un pequeño poblado donde sus habitantes vivos parecen presencias fantasmales encerradas en el juguete de las evocaciones y del tiempo detenido y donde los muertos significan el hilo conductor y el aliento vibrante de todas las historias que se narran.

Lo descrito transcurre entre los finales del siglo XIX y el comienzo de las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XX cuando el país cambia y se moderniza y desde luego las maneras de ser, de comportarse, de pensar y de actuar, ofrecen un choque por demás violento en el interior de los espíritus, dejando a una generación como fuera del espacio real de la existencia en todos sus sentidos. Parece el retrato fabulado, congelado, testimonio en apariencia fantástico de una época que hizo época pero que desapareció y sólo queda aún en el evocador instante de la literatura. Si Macondo nace, crece, se reproduce y muere como espacio geográfico de la imaginación de un novelista del trópico en donde asombran los muertos, los recuerdos y la aparición de la tecnología, aquí, en Cuarto menguante, se ofrece el mismo entorno pero con la visión del interior del país y en donde ocurren similares acontecimientos que marcaron aquellos años.

Desde el punto de vista de la estructura novelística, el asunto que narra tiene una sucesión rigurosamente cronológica pero que va a ser vista de diferente manera de acuerdo con las edades de los personajes, con sus circunstancias y sus esquemas mentales. El mismo mundo dentro de un escenario particular está examinado desde un niño de once años hasta un anciano de ochenta. Introduce el autor el elemento atemporal que rompe todas las barreras cronológicas mirado en otra dimensión cuando intervienen los espíritus. Entonces algunos personajes que no son de carne y hueso y que dejaron de existir en este sentido desde años atrás, se mueven en planos siderales pero permanecen allí junto a los otros. Los otros que se sienten familiarizados con ellos dentro de un espacio y una concepción esotérica.

Se supone que la obra empieza en 1895 y se supone que termina en 1938. No se trata, por supuesto, de una novela histórica ni atiborrada de fechas, pero si se hace un estudio de los acontecimientos narrados, surge a la vista del curioso, como ocurre con Cien años de soledad o con la Biblia, que aparecen sin fechas, una cronología aproximada o verdadera.

La tramoya montada por el autor está clarificada desde él mismo cuando tiene que saber cuál es la edad de cada personaje, cuándo llega la luz eléctrica a Artemisa y en qué momentos arribó la radio. El muestreo de los acontecimientos va ofreciendo la clave de las épocas. Ninguna incongruencia se le advierte en la conducta, el lenguaje, las ideas o la edad de los protagonistas que arranca de los padres a los hijos y va poco a poco hasta los nietos.

Son diez los narradores de la obra. Y cada cual va hablando a su nivel. El niño como niño, el amansador de bestias como amansador, el cura como cura, el teósofo como teósofo, la doméstica como doméstica, en fin, pintados y dialogantes de su época y su circunstancia. La intensa labor investigativa de Santa, desde antes de la escritura de la novela, el todos los días mayor conocimiento de la historia de su pueblo y el testimonio brindado a través de libros suyos como La provincia perdida y Arrieros y fundadores, le llevaron a escudriñar a fondo sobre una realidad que transportaría a su obra mayor, Cuarto menguante. De allí que cada uno de los personajes dibujados haya existido realmente aunque la fidelidad tenga otros rumbos en su obra novelística. Se encuentran recreados, trátese ya de exagerar sus rasgos y de colocar básicamente las yuxtaposiciones. De todos modos, puede observarse que no deja ninguno de los elementos en la vía del azar y que cada uno de ellos tiene su respectivo significado en el juego escogido para su simbología. Aristarco de la Rosa, por ejemplo, correspondería a Isidro de la Parra. Y uno u otro, fundador de Artemisa, nombre que le coloca a su poblado, recordará aquí a la famosa deidad griega identificada con la luna, con Diana Cazadora guardiana de los bosques. Así va desprendiéndose del contexto de la novela donde las correlaciones emiten diferentes mensajes. En el fondo se trata de uno subliminal si miramos alguno de todos sus niveles porque el libro se lee en diversos planos. No puede uno quedarse como lector en el papel de examinar apenas lo anecdótico ni asombrarse divertidamente con los que pudieron ser los exabruptos de una sociedad primitiva.

De otro lado aparecen las reacciones de la comunidad de este tipo frente al impacto de la tecnología. La llegada de la radio, la electricidad o el primer automóvil, surgen aquí captados con pasmoso y audaz trastoque de la realidad con la imaginación. Mucho más en el fondo, la novela posee un mensaje existencial. Varias son las maneras de interpretarla y comprenderla por la multiplicidad de elementos que la conforman. Algunos podrán verla como épica por sus batallas pero no en su lenguaje, ya que lejos se encuentra del tono grandilocuente. No está dedicada a exaltar las proezas de nadie. Epica pues, en cuanto se ve a una comunidad local construyendo su pueblo, colindando con ello acontecimientos que dentro de sus marcos tienen gran resonancia. Tampoco tiene como finalidad exaltar la colonización aunque ésta aparezca en la narración. De muchas maneras puede afirmarse que tiene el libro un contenido esotérico con un profundo sabor existencial y el protagonista destacado es la vida misma, el destino del hombre.

Los personajes y los narradores tienen su propia autonomía y pensamiento cuidándose el autor de no aparecer en parte alguna como lo recomendaba Torcuato Tasso en sus conversaciones. Como no ocurre con Abenámar en El pastor y las estrellas donde sí está el autor en cuerpo y alma.

De tal manera que los personajes en Cuarto menguante no están manejados como marionetas y no existe en ninguna parte un juicio de valor. Aparece por ejemplo un protagonista, Marcelo, que es una ausencia, que se le está nombrando y se le está recordando sin que vaya a aparecer de carne y hueso y sin que sea precisamente un espíritu. Se trata de la presencia interior y la encarna el padre de Eladio. Éste y Aristarco de la Rosa rompen la estructura del tiempo en la novela. Ha sido asesinado treinta años atrás y surge no porque se le recuerde sino porque se le ve. Lo ven pasar por las calles sobre su caballo o caminando y las gentes, sin que les parezca cosa de otro mundo, están familiarizados con él. En un pueblo tan pequeño como es Artemisa, don Aristarco de la Rosa es un personaje extratemporal, atemporal. Existe igualmente el que vive en el recuerdo de las gentes y se evoca en las conversaciones y el otro, Marcelo, vive en todo el poblado pero no aparece en parte alguna. Todos se están viendo a diario y nadie se pierde en los límites estrechos de la comarca donde sin excepción de verdad se conocen. Todos saben quién es Efigenia y saben que le da por desnudarse en las noches de luna. Seis veces por lo menos escribió Eduardo Santa la novela. La hizo y la rehizo, entendiendo claramente cómo el arte es una larga paciencia y cómo es más difícil cuando se trata de construir una obra de introspección.

Cuarto menguante, a la vez que cuenta la historia de una familia, narra la historia del pueblo y también la de un general a quien le da por construir un edificio gigantesco a pesar de los ataques del padre Filemón. Y éste, a su vez, considera que se trata de un desafío a Dios ya que hace gala de la ostentación y el despilfarro. Y despierta la capacidad de asombro porque se trata de la primera construcción de cemento en Artemisa. Es cuando empiezan a levantarse los que se conocen como los muros del general Clodomiro Quintero. Los que cubiertos por una especie de maldición se desploman poco a poco hasta terminar derruidos. Pero detrás de ellos ocurren muchas cosas. Como la muerte del niño Jorge, hermano de Eladio. Los muros, entonces, al estilo de Berlín; la torre, como la de Babel, cumplen aquí un papel muy importante. Vendrá la ruina del general Clodomiro Quintero paralela a la ruina de Artemisa. Y ocurren múltiples escenas porque el libro es una especie de caleidoscopio.

La novela no es ni de tipo histórico ni sociológico ni filosófico ni de ninguna tesis o arquetipo. Cada lector sabrá tener predilecciones por sus protagonistas. A unos podrá llamarles la atención Macario Cañas, amansador de bestias, el padre Filemón o el padre Pompilio o el padre Nemesio. A otros Eladio o Ifigenia de acuerdo a sus identificaciones. El personaje es la comunidad, toda se mueve, todos sus integrantes están involucrados. En Artemisa suceden momentos en que casual y estrañamente se dan cita personajes sencillamente extraordinarios.

En la narrativa colombiana contemporánea podría notarse la ausencia del problema religioso examinado en forma protagónica hasta antes de la aparición de Cuarto menguante. Si Gabriel García Márquez ofreció una visión universal de la provincia con una ambientación en la costa, Eduardo Santa lo hace con igual talento pintando los asuntos desde el interior del país para el mundo. Coinciden por supuesto muchas situaciones que tienen que ver con la época descrita, pero ahí están contadas estéticamente las memorias de los comienzos y el final del siglo XX y unos comportamientos que pueden parecer mágicos para el lector de hoy y hasta para los mismos personajes y que no trataron otro asunto que la formación del siglo XIX y su enfrentamiento a la tecnología, principio y fin de otra era que ahora, a comienzos del siglo XXI, si la contamos, puede parecer igualmente asombrosa o ingenua o divertida para la gente que habite y lea en otro momento nuestras historias del tiempo que ahora corre. De todos modos, es esta una obra madura, alejada del facilismo, de la improvisación y que consagra mucho más a este destacadísimo valor de nuestras letras.

 

ADIÓS OMAYRA

Por la editorial Alfaguara apareció en 1988 Adios Omayra, un relato novelado que muestra como protagonista a la niña Omayra, de doce años que Germán Santamaría convirtiera desde sus crónicas del diario El Tiempo en símbolo mundial de la tragedia que arrasó a la población de Armero. Por la erupción del volcán Arenas del nevado del Ruiz ocurrida el trece de noviembre de 1985, este municipio desapareció de la faz de la tierra dejando no menos de veinte mil muertos.

Santa, a lo largo de ciento sesenta y siete páginas que divide en nueve capítulos, muestra no sólo la catástrofe de Armero sino que la describe desde el recuerdo, de qué manera empezaron a aparecer las fumarolas, cómo se pasó del sueño a la realidad y hasta qué punto bajo la poética sombra de los almendros se ve al león que despierta, toma un camino que parece el tobogán de la muerte y arroja un siniestro amanecer. Ante lo que denomina el “asombro en una noche sin estrellas” concluye con el texto de “una flor en el pantano”.

La obra es más un relato testimonial que combina la prosa periodística con la poética y ofrece su trama de novela, a la que coloca, en ocasiones, por estar inmerso como tolimense y como doliente, demasiada emoción. Sin abandonar la conocida limpidez de su prosa, el libro no logra a nuestro juicio ninguna trascendencia más allá de lo que pueda significar el testimonio por todos conocido.

 

SEÑALES DE ANTEO

Señales de Anteo, su último relato hasta junio del 2000, es una novela escrita bajo los parámetros y el ambiente de un hermoso texto suyo, El pastor y las estrellas,una filosofía de la vida. El éxito éste se demuestra por su permanencia en el gusto del lector a lo largo de más de quince ediciones, buena parte de ellas realizadas en España donde ha obtenido una justificada consagración.

Nos cuenta Santa la historia del joven Anteo que abandona su hogar y se lanza a recorrer el mundo en busca de aventuras. Después de haber vivido muchas peripecias sin ninguna meta definida, por fin encuentra el camino de su felicidad gracias a un ser maravilloso, un maestro que le entrega las verdaderas claves de su destino. Tras atravesar el bosque de las dificultades llega al puerto de Alfa, va hasta la aldea de pescadores, presencia consejos y milagros, se fortalece en la fe de las cosas sencillas y las lecciones de amor que con palabras y actos extraordinarios como los de Jesús, le ofrece su maestro, el viajero, un aventajado discípulo construido ya interiormente. Regresa a su Itaca donde la peste ha arrasado los viñedos y el poblado. En busca de los gitanos que han comprado los bienes de la herrería de su padre, llega hasta Omega donde se encuentra, marcado por el destino, con su mujer, Griselda, y ve construir, en Omega, otra urbe, la seguridad de la constelación que lleva su nombre gracias a la herradura que coloca como su padre herrero a Aladino, un caballo blanco que se pierde en el azul profundo de la noche.

A lo Pablo Coelho pero con un lenguaje más literario, Eduardo Santa construye una parábola de Jesús en una obra de ciento cincuenta y tres páginas cuyos veinte capítulos están impecablemente bien escritos. No obstante, en sus primeros avances se queda dando demasiadas vueltas en torno al paisaje y en el arrobamiento ecológico por los detalles de la naturaleza, ofreciéndonos al comienzo la sensación de que la acción parece no transcurrir o se hace de manera en extremo lenta. Desde luego que su mirada atenta, curiosa y certera da visos de propiedad sobre el camino y la atmósfera que rodea los acontecimientos, y sólo después, hacia la mitad de la obra, toma una dinámica que nos lleva a lo fantasioso de una historia que tiene parentesco con Las mil y una noches o con ciertos pasajes de la Biblia.

No se oculta la intención del texto que pretende ayudar a construir en época de crisis espiritual una manera de inducirnos a la reflexión de los grandes problemas de la existencia. A partir de las preguntas sencillas de siempre en relación a la vida y su relación con la espiritualidad, la historia señala cómo el optimismo y la fe son capaces de transformar nuestro destino y empujan hacia un sendero que nos sugiere metas de superación.

A más de sumarse a una literatura tan en boga hoy en día sobre estos asuntos y mostrarnos una vez más que sabe escribir bien, Santa no aporta, así espacial, temporal y geográficamente sus personajes se muevan en Oriente, algo nuevo a su producción literaria.

De todos modos lo que sí cabe señalar es que Eduardo Santa ha logrado sostenerse a lo largo de más de medio siglo en el ejercicio de la literatura con una devoción que no declina y es realmente admirable. Y además advertir que fuera de las cuatro novelas comentadas, existen otros libros donde se supera con brillantez su propia obra literaria así no se trate de escribir novelas, pero que son objeto de otro capítulo en la historia de la cultura colombiana y la presencia de los tolimenses en ella, donde el autor del Líbano es figura imprescindible.

Notas

1.-Ayala Poveda, Fernando; Manual de literatura colombiana, Educar Editores, 1984.

2.-Mejía Duque, Jaime; El Tiempo, julio 11 de 1954.

3.-Op. cit.

4.-Posada Díaz, Francisco; El Tiempo, junio 22 de 1954.

5.-Op. cit.

6.-Redepagic, Sulejman;Lecturas Dominicales,El Tiempo, junio 7 de 1959.

7.-Op. cit.

8.-Latcham, Ricardo; Ultima hora, crónica literaria, julio 20 de 1958.

9.-Villegas, Silvio; La canción del caminante.

10.-Cromos, julio 9 de 1956.

11.-Op. cit.

12.-Nieto Caballero, Luis Eduardo; Intermedio, julio 6 de 1956.

13.-Op. cit.

14.-Op. cit.

15.-Op. cit.

16.-Pachón Padilla, Eduardo; Revista Diners, julio 1988.



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