CON LA SOGA ALCUELLO

 

Cuando subía por las pequeñas escaleras sintió por primera vez esa extraña sensación. Primero fue ese temblor en las corvas y luego ese cosquilleo en la lengua y ese sabor ácido en toda la saliva que le hizo doler los músculos maceteros. Cuando terminó de subir y caminó sobre el tablado del patíbulo dejó de sentir sus propias piernas y, más bien, tuvo la impresión de estar caminando sobre un colchón de nubes. Sintió que su cabeza se convertía en una gran burbuja de aire y que perdía el control sobre los movimientos del cuerpo. Por eso mismo tuvo la sensación de que estaba caminando con unos pies prestados. Todo en ese momento le era ajeno. Hasta su propia vida. Caminaba como un autómata manejado por fuerzas extrañas, sobre unas paralelas que conducían al infinito. Al frente estaba la horca, ese lazo sencillo, elemental, rígido, que pendía del palo horizontal y que apenas se movía ligeramente con el viento. La vio, de repente, como si nunca antes hubiera estado allí, como si hubiera brotado de la nada. Por primera vez tuvo conciencia de ella. Observó que era un lazo casi nuevo, casi blanco, y que tenía un nudo grande con el extraño poder de ir creciendo cada vez que lo miraba. Ahora estaba frente a él. Pero también pudo darse cuenta de que estaba mucho más alto que su cabeza, que su nivel no correspondía a su estatura.

De repente vio a su lado al sacerdote con su túnica morada y su cofia amarilla, haciéndole señales y diciéndole algo que él ya no podía entender. Recordó que era el mismo sujeto que venía con él, entre el cortejo de los guardias y los curiosos, desde cuando lo sacaron de su celda. Pero ya no tenía el crucifijo negro entre sus manos y ahora se limitaba a mandarle bendiciones con sus manos blancas y a darle consejos que el viento se llevaba. Todo aparecía y desaparecía y volvía a aparecer ante sus ojos, en medio de aquel escenario de terror. Se preguntó entonces cuántos minutos le quedaban de vida. Pero concluyó de inmediato que aquello ya no era de su propia incumbencia. En realidad no le importaba. Cuando miró su reloj de pulsera no pudo entenderlo. El tiempo ya no tenía significado. De nada serviría calcular lo que faltaba para que aquella cuerda tensa bajara hasta su cuello y pusiera término a su propia existencia. Entonces prefirió mirarlo todo con extraña curiosidad, como si fuera por última vez, como si el mundo fuera a desaparecer, de un momento a otro, abriendo los ojos al máximo para que no fuera a escapársele ningún detalle, por insignificante que fuera. La vista, al igual que todos sus sentidos, había adquirido el poder de captar todas las cosas en todas la dimensiones posibles. Oyó correr el tiempo y sintió sus pasos por el aire. Era un zumbido que venía de todas partes y que erizaba su piel. Al frente estaba esa multitud de curiosos y la vio primero como una mancha desdibujada, sucia y obscura, pero después pudo ver todos sus rostros, uno a uno, con todos sus detalles, en una sucesión tan rápida y completa como una película pasada a gran velocidad. Sus ojos, que ahora estaban frente a las fronteras del tiempo, tenían la rapidez y la velocidad de las mejores filmadoras del mundo. Uno a uno podía recordarlos a todos.

Eran los mil rostros de la multitud. Los había visto muchas veces en su vida. Como aquellas tardes en la plaza de toros, en los partidos de fútbol o en las manifestaciones de protesta. Ahora estaban allí, tan puntuales y exactos, como siempre, unidos por la misma curiosidad, con la misma emoción, frente a él, frente a su patíbulo, mirándole su miedo y contemplando a la vez el lazo que pendía sobre su cabeza y que apenas se movía levemente con el viento.

Cuando subía por las escalerillas estuvo a punto de perder el equilibrio. Por primera vez sintió angustia, al pensar que tenía las manos atadas, por la espalda, y que había perdido por completo su libertad. Miró, entonces, hacia el horizonte, por encima de la multitud, y le pareció que el tiempo, allá lejos, se le había convertido en un océano oscuro y turbulento, cuyas olas venían hasta él y se alejaban luego, dejando en el espacio ese vago e incierto rumor de lo que nunca pasa.

El hombre de la túnica morada que le mandaba bendiciones y que decía cosas que él ya no podía escuchar, le hizo señas de encaramarse en el banquillo. El le obedeció en ese aire resignado de todos los que van a morir, consciente de que todo esfuerzo era vano. El hombre de morado hizo bajar la soga hasta su cuerpo, le hizo meter la cabeza por entre el círculo y se aseguró de que el nudo hubiera quedado exactamente bajo su mandíbula, apretándole el cuello. Ahora bastaba solamente retirar el banquillo para que toda su existencia quedara convertida en un cuerpo inerte bamboleando en el espacio.

El tiempo iba y venía como las olas, pero él continuaba así, en aquella posición, rígido, con la soga al cuello, esperando el movimiento fatal. ¿Cuántos minutos se habían deslizado sigilosos? Quizás siglos. A juzgar por todo lo que había visto y oído, desde el instante en que subió por las escalerillas de madera, caminando con aquellos pies prestados sobre un vacío que no se desplomaba, como si sus peldaños fueran un colchón de nubes suaves y compactas. Desde allí, a una altura considerable, seguía contemplando esa multitud de rostros conocidos. Eran los mismos de siempre. El vendedor de helados era su vecino. La señora del pañolón rojo había sido la modista de su hermana. El viejo de la cara asombrada tocaba el tambor de la banda. El hombre alto de nariz aguileña era el matarife.

Los había visto a todos muchas veces, cuando apenas eran manchas oscuras en las partidas de fútbol. Manchas rojas, verdes, azules, grises, todos gritando como en las corridas de toros “¡mátenlo! ¡mátenlo! ¡mátenlo!”. Ahora eran rostros claros, nítidos, y quizás estuvieran gritando lo mismo frente a su miedo con la soga al cuello.

Sus voces le venían del pasado y las estaba escuchando con sus propios oídos. Fue entonces cuando vio, entre la multitud, al hombre de la corneta. Quizás era el encargado de dar la orden definitiva. Pero faltaba el verdugo. En cambio, el hombre de la túnica morada seguía mandándole bendiciones y diciéndole cosas al oído. Palabras que él ya había dejado de escuchar, borradas entre oleaje del tiempo, bajo el azote de sus aguas turbias. Se preguntó si acaso era el propio verdugo. Pero le pareció imposible que aquellas manos blancas que bendecían su miedo y que habían cargado un crucifijo, pudieran ser capaces de quitar el banquillo para que su cuerpo quedara bamboleando en el vacío.

Algo raro estaba ocurriendo, porque dos hombres se acercaron a él, discutiendo a gritos. Le pareció escuchar que uno se refería a una sentencia que el juez no había firmado todavía. El otro hablaba de un ataúd demasiado pequeño para el cadáver del que iba a morir. No habían podido conseguir uno que se acomodara a su estatura. Esto último lo confirmó cuando el hombre sacó del bolsillo aquel metro de tela para medirlo verticalmente, de la cabeza a los pies. Luego vio que sacaba una libreta sucia para anotar en ella sus propias dimensiones y que luego desaparecía velozmente como si fuera a llegar muy tarde a alguna cita secreta. Y él allí, todavía, encaramado en el banquillo.

Hasta que sintió de nuevo aquel zumbido del tiempo pasando por el aire, como un ruido de olas invisibles erizándole la piel. Fue en el instante mismo en que por entre la multitud apretujada se abría paso a empujones y codazos aquel hombre demasiado alto, completamente vestido de negro. Era el verdugo. Así lo gritaron emocionados los que estaban en la primera fila.

Se fue abriendo paso difícilmente por entre la multitud que seguía gritando igual que en las corridas de toros. Hasta que llegó al patíbulo y subió lentamente las mismas escalerillas que él había subido hacía mucho rato con las piernas ajenas. Sólo que el verdugo subía, como todos los verdugos, muy seguro de sí mismo, con la insolencia de los vencedores. Sus zapatos negros y brillantes sonaban sobre los peldaños, como si fueran los últimos golpes del destino. Se acercó hasta él, con la misma solemnidad de siempre, y constató que la cuerda estuviera bien tensa y que el nudo estuviera también debajo de su mandíbula ajustando su cuello. Cuando el hombre puso sus manos grandes y huesudas sobre el nudo y rozaron su piel, sintió que la muerte aleteaba por su rostro. Miró hacia el cielo despejado, sin una sola nube y sintió pesar de dejar este mundo en una tarde tan tranquila.

Pero ya estaba resignado y hasta llegó a pensar que ese era el final más lógico de todos. Siempre había tenido la impresión de que una saga lo perseguía por el mundo y que seguramente estaba destinado a morir en la horca. Tal vez por eso había sentido tanta aversión por las corbatas. Porque cada vez que había tenido que ponerse alguna, frente al espejo, con gran dificultad, había tenido la sensación de ser ajusticiado. Por eso no había aprendido a hacerse el nudo sobre el cuello, sino que lo confeccionaba antes, y luego metía resignadamente su cabeza por entre el círculo opresor. Luego, lentamente iba jalando para que el nudo fuera subiendo hasta ajustarse suavemente. También había soñado muchas veces haber estado en un patíbulo exactamente igual a ese. Trataba de explicarse esa especie de premonición, cuando sintió que otra persona subía lentamente las escalerillas y se acercaba hasta él con cierto aire de arrogancia. Era el escribano que iba a tomar nota de todo, a escribir el acta de su ejecución. Lo supo cuando se acercó sigiloso, como si le fuera a decir alguna obscenidad, pero en realidad le preguntó cuál era su última voluntad. Por eso lo supo. Los escribanos y los notarios siempre se ocupan de preguntar cosas inútiles. El lo miró desdeñoso y se limitó a decir: “ninguna”. Porque él ya no tenía voluntad. Entonces fue cuando el escribano se dirigió al verdugo para decirle que procediera. Pero este observó que el pregonero no había hecho sonar su corneta. Entonces el escribano miró su reloj con mucho enojo y dijo con voz fuerte: “¡Llevamos media hora de retraso!”. El verdugo replicó enfáticamente “Es verdad, pero sin el toque de corneta no podemos proceder”. De inmediato enviaron a un mensajero para que buscara al pregonero y le diera la orden de tocar su corneta. Sin este requisito legal no se podía hacer nada.

Mientras el mensajero se abría paso entre las multitud impaciente, el condenado permanecía sobre el banquillo, con la soga al cuello. Continuaba mirando el cielo azul, sin una nube, y pensando todavía que aquello iba a terminar tal como lo había soñado tantas veces. Hasta que llegó el mensajero diciendo que el músico que debía tocar la corneta había desaparecido. Nadie daba razón de su existencia. Fue en ese instante en que el verdugo, perdiendo la paciencia, gritó con desespero: “¡esto es inaudito! ¡Todo lo que está pasando es absurdo!”. Acto seguido le dio un puntapié al banquillo y el condenado sintió el cimbronazo de la cuerda. Había quedado suspendido en el vacío. Sintió el nudo de la soga presionando sobre el cuello y luego tuvo la sensación de que su cuerpo se bamboleaba en el aire. El verdugo seguía gritando, mirando el cuerpo del condenado que se retorcía en la horca: “¡Esto es inaudito! ¡Esto es absurdo!”. Como para confirmar las palabras del verdugo, todos oyeron el traqueteo de la soga, reventándose. El condenado sintió que su cuerpo descendía velozmente, que daba vueltas sobre sí mismo, en una especie de vértigo, y de repente sintió que caía sobre su propia cama. Despertando a la verdadera realidad de su vida, se dio cuenta de que toda la noche había estado suspendido en la cuerda tensa de sus sueños.



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