SOBRE LAS NOVELAS DE MARIA LIGIA SANDOVAL ARANDA

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

La autora, nacida en Ortega, Tolima, en 1945, a más de periodista y autora de versos, nos sorprende con una novela donde es fácil palpar su talento narrativo, pero donde también es fácil adivinar que en medio de esta abundante riqueza se pierde tristemente entre el caos.

Los vendedores de sortilegios, (1989), es una novela experimental en cuanto a su compleja estructura y en relación al lenguaje que utiliza. En 120 páginas arma el ambiente del mundo campesino y su relación con el poder sin caer en lo costumbrista, pero jugando permanentemente a lo esperpéntico que en ocasiones ensaya el realismo mágico.

Gran parte de los hechos ocurren en San Quintín, población donde nacen todos los Ricaurte y la dinastía que forma el viejo Pantaleón, El Buda de Maná, terrateniente lleno de mujeres, hijas de sus cuidanderos y arrendatarios. Con cuarenta hijos sin contar datos de otros municipios, con el poder del dinero que compra hasta al cura por aumentar sus diezmos y primicias, con parentela en la misma presidencia, la obra refleja la gran paradoja del país entre quienes la soportan como testigos mudos y quienes la explotan como audaces vendedores de sortilegios.

No se trata por ello de la típica obra de cartel que juega al testimonio político y a la denuncia de situaciones sociales puesto que lejos está de la pancarta, sino de la que se burla de la situación ornamentándola a cada paso con una tempestad de actos que dan la imagen de un mundo caótico donde el orden, ni siquiera de los temas que busca abordar, existe para la misma voz narradora.

Con una prosa vertiginosa que sabe combinar los términos de los campesinos con la ironía de los grandes salones y los adagios light, la autora nos presenta un mundo anarquizado, como el nuestro, gracias al lenguaje que utiliza y a las comparaciones de que se vale.

Como bien lo advierte Jorge Enrique Molina en su prólogo, Los vendedores de sortilegios “o mejor los hijos de ellos, otros tantos promeseros que vendrán de las galaxias o de las estepas blancas o de la isla de la Buena Esperanza, donde su dueño, un mesiánico de luengas barbas será quien redima a los nuevos hijos de Estafalandia arrancándoles los ojos y custodiando, para que no se pierda esta patria de bobos, como lo afirma la autora con gracia literaria y crítica social explícita, nos hace vivir recuerdos lugareños que se esparcen por toda la novela creando mágicas páginas de leyenda, enseñanzas de contenido social que apasionan dentro de una prosa con ribetes poéticos de indudable valor literario”.

Su virtud, al no intentar discursos sino manejar la burla que hace su aparición en forma permanente, como si nos hablara un culebrero, da categoría al lenguaje hablado pero sin perder su sentido literario. Desafortunadamente, faltó sabiduría para su estructura y si esta no fuera tan caótica como el universo que describe, no caería en su propia trampa.

Los vendedores de sortilegios es, entonces, una gran metáfora sobre Colombia, en la cual, sin señalar protagonistas, éstos pueden, sin embargo, identificarse con la clase dirigente.

El desfile de situaciones narrado en cuanto al inventario de nuestras pequeñeces pero sin sentido grandilocuente sino irónico y en tono juguetón, hacen de la novela un experimento verbal en donde todo sucede y nada pasa y en donde todo pasa y nada sucede.

En su segunda novela, Los amores de Rajaila, publicada en el año 2000, María Ligia Sandoval abandona las conquistas alcanzadas en su obra anterior y se va expresamente a encerrarse en un trabajo de tipo costumbrista como ella misma lo define en su carátula. Es más, en su prólogo advierte que “escribir sobre nuestras aldeas, nuestros campos, las pequeñas fincas de antaño o los grandes latifundios, es hacer una comunión perfecta con la naturaleza. Es hundirse en la somnolencia, bucólica y triste a la vez, de esos caminos de herradura que tanto trajinaron nuestros abuelos, soñando, únicamente, con ser mejores cada día”.

Luego de dibujar aquellos pasajes rústicos en medio de ríos de aguas cristalinas y pájaros de variadas especies, creencias como las del pájaro Diostedé que anunciaban una muerte en la familia, evocar los baños en aquellas aguas puras y los manjares del “avío” que llevaban al paseo en unas tierras casi intactas en el aspecto ecológico, la autora advierte que aquellos habitantes, antes de la llegada de la violencia de mitad del siglo XX, gozaban el espectáculo de la visita de los sacerdotes en misión evangelizadora donde cumplían rituales de bautizos, acababan con concubinatos y daban la primera comunión.

Subraya cómo “aún el amor era sincero y no estaba condicionado por la posición social o el dinero y se amaba porque sí, por las virtudes de la niña o por la honradez del joven pretendiente como Expedito, el novio de Rafaela, para quien sólo interesaba su trabajo en las fincas de su padre y el amor, que bailaba como un gran lucero en los brillantes ojos de Rafaela. Los grandes pastizales, los bejucos, las flores de clavellinas, eran el gran entorno de aquellos purísimos amores. Era un mundo completamente primitivo y ecológico, donde la vida transcurría plácidamente y en donde el concierto, al atardecer, de sapos y ranas constituía la mágica expresión de lo que era la vida campesina”.

La intención expresada en el prólogo al decirnos que Los amores de Rajaila “nos llevan a recorrer trechos inolvidables de la otra Colombia, cuando aún las hordas insurgentes no habían mancillado la pureza de nuestras costumbres, la hermandad entre nuestros campesinos y que infortudanadamente Rafaelita, la hermosa y vírgen campesina no pudo escapar a ese estigma del hombre contra el hombre, y en su odio, en su ceguera de conseguir una patria mejor a base de asaltos y crímenes horrendos, se segó la vida, el futuro de quien sólo sabía amar y soñar, de una dulce y encantandora niña, la tierna Rafaelita”.

Si por lo menos la obra fuera escrita con la claridad de sus palabras iniciales, tendría la posibilidad de salvarse como expresión artística, pero la reproducción exacta del lenguaje campesino, en aras de la autenticidad, del costumbrismo, la sacan de toda comprensión, pues en ese discurso culebreril, con dificultad se sabe del comienzo de los amores, de la llegada del inspector de educación y apenas cuando se ve el testimonio en tercera persona, se evoca una época, no sin marcada nostalgia, para decirnos que todo tiempo pasado fue mejor.

El narrador omnisciente ofrece en sesenta y seis apretadas páginas un testimonio con rostro de editorial, discursos moralistas no exentos de razón al radiografiar la situación de violencia y va más a la crónica pero sin la eficacia de los buenos textos.

Existe una suma de pequeños cuadros de costumbres que reflejan música, preparación de platos típicos, origen de un caserío como Lozanía, en Ortega, itinerario del día desde el ruido de la naturaleza en la mañana, la hora de ordeñar y describe a los personajes con datos sobre su estatura, la mirada, el color de la piel y la virtudes que añade superpuestas para entregarnos la pretendida dimensión del alma de sus protagonistas.

Los lugares comunes y los nombres seleccionados como Rioque, Tiburcia, Expedito, Gerbacio, Enerinda, Eudoxita, Gertrudis, Emiliana, Higinio, Veneranda, Eduarda, por ejemplo, retratan en medio de escenarios del sur del Tolima los rituales religiosos pretendiendo ser graciosa con anécdotas pintorescas que mejor rayan en la ridiculez.

Un ejemplo seleccionado al azar nos refleja la parte legible de su prosa: “Con el tiempo todo esto pasaría y logró educar a sus hijos y hacerlos profesionales. Gentes valientes, decididas, que así el peso de la violencia les haya arrancado de sus haberes y los haya colocado en la mendicidad, conservan la fe, la esperanza, el coraje, el amor a un Dios Todopoderoso y logran salir, como buenos colombianos, adelante. Es que el colombiano trabajador, noble y generoso, ante el dolor y la tragedia se engrandece, se multipica, se enaltece. Es que el dolor, como en el famoso poema, a los verdaderos hijos de Dios los hace grandes”.

Todas aquellas virtudes que la escritora demuestra en Los vendedores de sortilegios, aún con las carencias marcadas en el comentario respectivo, parecieran olvidarse definitivamente, quizá por la búsqueda de no repetirse a sí misma, pero lo hace con una escuela literaria que de haber sido asumida con sus cualidades alcanzaría un logro decoroso, pero que aquí cristaliza en una desafortunada caricatura.