LOS INQUILINOS

 

Desde su cama hasta la tienda son exactamente noventa y seis pasos de ida, y noventa y siete de venida, contados varias veces, pero siempre encontrando ese otro paso más por razón no explicable, pues ir sobre unos pasos y volver, es lo mismo que volver sobre unos pasos idos, pero siempre sobra ese uno, y son noventa y siete, quiérase que no, situación que bien poco tiene que ver con ir o no ir, pues por cualquier camino, la tienda es el punto de apoyo, su punto de apoyo, allá donde la vida transcurre como en un oasis entre camellos y con un patrón que sabe del arroz y el precio del petróleo, mientras él piensa, a las once de la mañana en el archivo, el montón de papeles donde sus prestaciones reposan como rieles sembrados, después de cuarenta años de dirigir la cuadrilla del mantenimiento vial, clava clavos, saca clavos, cambia clavos, de los rieles de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, a mucho honor.

En ese momento removía sus huesos dando lento curso a lo que él llamaba sus penas de cuero, mientras Rufino, ducho en el manejo de la balanza sacudía la cebada sobre una palangana, mezclando luego los residuos en talegas semejantes, obteniendo así una suma de productos de buena calidad que luego publicaría en un pizarrón colgado a la entrada, a precios muy moderados.

Sus quejas, por separado, tocaban los mismos asuntos de familia. Para el amo de la balanza los problemas se acrecentaban, entre familia, parientes, oportunistas y esas interminables obligaciones con el comercio mayor, querellas que para Abigail eran infinitamente menores, al lado de la condición envidiable del tendero, porque aún permaneciendo todo el día tras el mostrador, gozaba de una independencia que bien hubiera él querido tener, y ésto lo afirmaba mientras extraía a una botella de Coca Cola, los regustos letales del disimulado aguardiente, agregando que, en cierta ocasión había querido tener su propia tienda, pero ya veía cómo había terminado de devoto de oráculos, buscando su consuelo por aparte.

¿Y doña Empera? Cambio de repertorio Rufino.

Mujer rencorosa. Lo último que hizo fue regarme agua bendita en la puerta del cuarto y rifarme la cartita de la cadena. Que escriba doscientas cartas como ésta y repártalas por todo el vecindario con lo cual tendrá asegurada la confesión al momento de morir, si no, de lo contrario se irá con toda seguridad a los infiernos, porque Dios nos castigaba sólo con el palo que todos le conocíamos.

A mí me han tocado como diez de esas cartas, comentó Rufino el severo, mientras se chupaba el índice expedito, agregando¬, aquí entre nos don Abiga volvió la cabeza para cerciorarse de su confidencia plena, no creo en brujerías.

Los dos hombres tenían cierto parecido, sólo que mientras Abigail había acabado su vida clavando rieles para un tren de carbón, hasta que se le acabó la tierra, Rufino había trocado las tijeras y la navaja de artesano, por el negocio actual. La silla de mimbre y madera labrada, permanecía como una pieza de guerra en el corredor interior de la casa. Todos los sábados por la tarde trepaba por turnos a sus cuatro endriagos en el pudoroso mueble para afeitarles la cabeza, a fin de que “les dentrara la inteligencia”. Su mujer le había fabricado unos delantales estóicos para la faena del negocio, los cuales fueron rechazados por Rufino, aduciendo que no le había aún llegado la hora de caer en debilidades femeninas, y a otro cuento.

A noventa y siete pasos de allí, doblando la esquina, vivía Abigail en el cuarto de la vieja casa de cinc que, también compartía su familia: un hijo, hasta el día que llevó la vaca que en el presente representaba esa misma familia. La casa tenía otras siete habitaciones, en una de las cuales residía su propietaria. En las otras, Azucena, tejedora de sombreros, viuda y con una criatura de ocho años. Doña Aurora, madre de tres pelotones algo grandes, separada de su marido y todavía considerable. También, el muchacho de la cámara fotográfica y la muchacha de la taquilla del cine, sin familia. La profesora Carmen Lulo, la más distinguida del reino, la más apetecida, la más formal, la más culta, ¡ah, Carmen Lulo, digna de toda veneración!, todo un primor de luz a la sombra. El policía pinturero, negro como el carbón, apreciado por su formalidad, ajeno a conflictos e intrigas, soltero de veinticinco años, pobre como todo prójimo, oriundo de la costa. Un policía costeño ¡qué relajo! Todo el día con el taco de billar a la mano y el fusil atrás, a la juéguela. Tiene una colección de tiza azul y nunca lee los periódicos. Lo que se llama un hombre inteligente. Artemio con su guitarra, más dejado de la mano de Dios que Saturno. Parece que no tiene familia y lo único que hace es cotejar la botella y cantar hasta que se van las estrellas. Durante el día, duerme.

Y finalmente, finalmente la gran sorpresa, el personaje inolvidable, la celebridad personificada, la mujer a quien llamaban “la Mariposa”, debido probablemente a los vistosos y cambiantes colores de sus mejillas flácidas, humanidad litocalámica, fosilífera, dentritálica, naftadílica, coprolitólica, heratulática, numulitática, aplesiosaurada, filolitada, mamut de los mastodontes en la civilizada casa, esa mujer que repartía las cartas de la cadena y quemaba incienso desde los cinco de la mañana hasta las seis de la tarde.

Ahí aparece con el cabello anegado de agua, abierto el caminito en mitad de su cabeza, las azucenas en la mano derecha, azucenas blancas perfumadas, azucenas para fray Escoba, ¡adelante!, continúa saliendo con su manto lleno de carruajes y caballos rosados, donde sobresalen diversos hombrecitos de sombreros copudos, agitando látigos sobre las orejas de los animales, todo lo cual, parece más una tarjeta de navidad, y algo que nunca olvidaba, su devocionario firmemente oprimido por sus manos. Ahora cruza la puerta, tatatatá, ya está, agua va, se santigua, mira en dos direcciones por si los moros, y parte. “A sus años ha rezado por toda la vida”, dice por ahí una lengua indefinible.

Camina, aguarda con los ojos cerrados. Conoce el camino como los lugares de su cuerpo, y es como si del otro lado la fuera conduciendo suavemente, como si se aprestara a partir en cuerpo y alma hacia los cielos en un día de julio a través de globos multicolores, mostrando airosa sus propias policromías, brizna esplendente, lengua de fuego, paloma de la Santísima Trinidad, querubín arrancado a la maloliente tierra donde vivía el endemoniado Abigail.

Después de observar cada uno de los objetos se sintió muy triste. Sesenta y tres años era mucho tiempo.

¡Qué va!, toda la vida. El no había pedido ninguna jubilación, lo habían sacado limpiamente como un perno inservible, para ser reemplazado por otro. Y las opiniones no cambiaron pese a sus reiterados alegatos.

“Había llegado la hora de que descansara”, pero cómo iba a descansar, si el descansar era precisamente lo que más le cansaba, y a su edad, empezar era como regar agua sobre mojado. No lo podía creer, pero el presentimiento de su inutilidad lo arrastraba entre sombras hasta depositarlo en el tajo luminoso de un relámpago que abría mortales heridas en su lóbrega cabeza. Era entonces cuando corría hasta la palangana llena de agua, sumergiendo la cabeza todo lo que podía, hasta sentir llamaradas de plata en los pulmones. Su mayor aproximación a la última desgracia de su vida.

La pensión mensual llegaba tarde, pero llegaba, sólo que cuando esto ocurría, ya estaba esperando la siguiente que llegaba igualmente con retraso, cuando aguardaba como siempre la de rigor, y la otra siguiente que llegaba también tarde, cuando esperaba la menos tarde que llegaba igual que las otras, en el momento que aguardaba… Esa era más o menos la música que le tocaban.

Hasta que llegó la vaca, su hijo Misael estuvo comiendo de lo del viejo, y el viejo comiendo de lo de Misael, su vaca la llegó que hasta. Un mutuo acuerdo había surgido entrambos, por lo que Misael hijo que estuvo comiendo de lo del viejo, y el viejo que estuvo comiendo de lo de Misael, su vaca… nunca llegaron a hacerse ninguna observación, ni ningún reclamo.

Papá, acabo de salir del ejército. A ver si me le acomodo un tiempito.

Gruñido: “Métase por ahí donde pueda.”

Y como pudo se metió donde pueda le había dicho el viejo. Ahí comenzó el reencuentro de padre e hijo, y también se inició la colectivización de bienes, la interindependencia, la libertad de cultos, el silencio que respetuosamente se guardaban, ante todo, hasta el día que de tanto no decirse nada, terminaron por olvidarse, convirtiendo así sus relaciones, en pura imagen.

Las camas se encontraban situadas en lados opuestos, pegadas a las paredes. Tapaban sus oídos con hojas de naranjo tierno, así mismo, guardaban sus cabezas en bolsa de cáñamo y el dinero anudado a la pierna, anulando rotundamente cualquier tentación de decir buenas noches, o buenos días, hijo.

El médico no le quiso decir mayor cosa, pero le aconsejó prescindir de las harinas y las grasas.

El viejo sonrió. Había mentido cuando le preguntó si frecuentaba la bebida.

“No doctor, cómo se le ocurre a mis años, tan sólo agua de acequia, como los bueyes”.

Pues ya que no era adicto, debía advertirle, y le dijo lo de la harina y las grasas.

Conociendo en partes sus dolencias, el médico podía haberle recomendado tragar semillas de ajonjolí, y daba igual, ya que por una parte, Abigail no consumía grasas ni harinas, y por la otra, su secreto, ya se sabía, radicaba en la botella de Coca Cola, mitad agua, mitad de lo otro que, aducía como una recomendación directa del médico. Nada, pues.

Sí doctor, mi papá le pega seguido al asunto. Dice que no tiene nada que hacer.

Ya lo ve, y él me dijo que solamente un vasito con agua de la acequia, y comida ordinaria como todo el mundo.

Este niño, el reservista, escuchaba el discurso del médico, mientras masticaba un horrible tabaco de diez centavos, tan despreciable que, cada momento tenía que arrimarle un fósforo. Cuando este niño dejó la casa para enrolarse en las gloriosas filas del ejército de la República, vencedor en mil gestas de poderosos enemigos, etc., acababa de cumplir la mayor edad y se peinaba con jugo de naranja, con el fin de favorecer el copete castiga-mujeres y rompeduelos, en punto de muy altas conquistas. Tenía tres novias de arranque, y una mujer más adentrada todavía. Entonces trabajaba limpiando balineras en un taller de mecánica, medio vestido, guardando la ropa de novio para las seis de la tarde cuando salía a buscar balas perdidas. Este era su legítimo orgullo, hasta el día que el rostro se le fue llenando de granos purulentos, desgracia que lo colmó de santa indignación, optando entonces por la milicia en el último arranque de su desasosiego. Cuando le decretaron la baja, se encontró con que el viejo había vendido la casa, porque para qué quedarse a vivir en un convento sin habitantes, donde habría cabido hasta medio centenar de personas con todos sus avíos, y él viéndoselas, entre tanto, como cuidandero, barrendero, dueño, invasor, ánima sola, porque éso era lo que parecía en medio de aquella insólita construcción de cuartos repetidos que, recorría todas las mañanas, desmontando telarañas, taponando los vivideros de las ratas, restañando los pisos que agrietaba el calor, limpiando el polvo de las vigas más altas, certificando la seguridad de las puertas, y pensando en la mujer que había perdido después de concebir cinco hijos. Larga o corta historia vivificada en el mismo lecho de cuero de res que había seguido ocupando, para constatar con evidente alegría, cómo un hombre podía arrastrar a una mujer hasta la conciliante cama, hacerla suya, ser amo y señor transitoriamente después de dejar otro mundo en la condición de poseído, empezando a acumular la vida para un propósito futuro. Sus cuatro restantes hijos habían muerto, muerto de muerte, para despejar todo interrogante, y con su mujer había ocurrido lo de siempre: incompatibilidad.

Este niño no encontraba un camino, ni siquiera imaginario, para hablar con su padre. Tanto tiempo hacía que las palabras seguían sobrando en aquella delictiva rutina de ver y no estar, donde la imagen seguía imponiendo el reflejo de una precaria realidad. Eso fue mucho después de un tiempo primero al que siguió la época de la vaca, situación que obligó a este niño, el patrullero, a mudarse de casa.

Fue un día de mercado mayor. Jueves y las calles se encontraban abarrotadas de gente y animales, y el sol, como siempre, haciéndose el demonio. Venía el murmullo de la gente que regateaba y compraba, de los vendedores de telas que tiroteaban a los cuatro vientos las magnitudes del producto, de los helados y cremas de leche, de piña y limón, de las flautas de bambú y campañas exóticas que, vagabundos anónimos hacían sonar en los bebederos públicos del agua, el mugido de los toros hambrientos en los corrales, el plas, plas, plas de las botas calientes y los martillos ultimando una transacción, señor no acose, por esta fila, quien dijo yo la vi, los altavoces que proclamaban la majestad del ungüento extraído de la iguana, y un disperso olor de fruta podrida que encandilaba la pupila centelleante de los pájaros, y el sol de todos los demonios cayendo como una cascada de melaza sobre el trasto humano de los traficantes.

Guardó los cien pesos, colocó los zapatos de ceremonia y vestido de blanco, tomó el rumbo que conducía al mercado. Inicialmente pensó en comprar unos pollos, pero cuando vio el cordero cambió de opinión, y luego que vio y escuchó el quejido de los cerditos, pensó otra cosa, y ante la desgraciada ternerita hija de vaca, quedó completamente turbado. Se entregó a calcular y encontró que los pollos eran un excelente negocio y a corto plazo, pero también la cría de cerdos dejaba su doscientos por ciento de ganancia, aunque demoraba un poco más, como también era ventajoso el negocio de los corderos, teniendo en cuenta que se alimentaban de piedras y desechos, y por lo demás, su carne tenía mucha demanda, y también.

Cuando se dio cuenta le estaba tocando las ancas a una ternerita

¿Cuánto?

El dueño, que ciento veinte y ni un real menos.

Siguió examinando el animal con la paciencia del niño que se siente atraído por un juguete que sabe lejos de sus posibilidades. Y lo que deseaba, en realidad, era alzar en brazos el animal para conocer su peso.

No tiene más de ciento treinta libras.

Yo no vendo la carne, vendo el animal, y para mí lo que vale es lo que yo quiero, y ni uno menos.

Ciento treinta libras no pueden valer más de ochenta pesos, debatió Abigail sin tener en cuenta la opinión del dueño que se limitó a subir la punta de su sarape al hombro.

¿Cuánto mínimo? – insistió Abigail.

Mire don, ochenta vale un burro.

Es que no tengo más allá de los ochenta pesos.

Cómprese un chivo, repostó el vendedor mostrándole uno que estaba echado con los ojos cerrados.

No, no, prefiero la vaquita.

Entonces ¿qué tal unos pollos?

Esos cagan mucho.

Se había enamorado perdidamente de la vaquita.

La vaca también caga.

Caga pero da leche.

Cien, ni uno menos.

Noventa.

Noventa y cinco y no perdamos tiempo.

Está siempre un poco flaca

Noventa y cinco, flaca.

Y a los pocos minutos, esa perpetua Empera del arco iris: que llamaré a la policía para que desaloje a ese nuche, que nuche no sino piojo, como si las flores las hubiera sembrado para que una porquería de animal viniera a tragárselas, y lo peor era que lo hacía intencionalmente, pero le pesará porque le pesará, ya verá, ya verá.

Lo que había hecho Abigail era dejar el animal en el patio, amarrado a un árbol tan débil, que momento después, movido por el hambre, cargó con el árbol, empezando a devorar las flores que doña Empera cultivaba esmeradamente para sus devociones cimarronas con fray Escoba. Como el viejo no lo había comunicado a la casera, el escándalo fue mayor, y de un momento a otro, la casa volvió su techo hacia abajo para ponerse a tono con sus moradores, excepción hecha del músico que seguía durmiendo su tercer sueño, y el policía veraniego que jugaba al billar con el fusil terciado en la espalda. Nadie se atrevía a tocar al animal, pero ya “la Mariposa” afilaba su hoja toledana, decisión que por fin no aplicó, sólo porque no resistía el color de la sangre más que en sus venas, total que antes de descubrir una formula nueva, montó un caldero con agua en las brasas, ¿para que?, nada más que para arrojársela minutos después al animal en el rabo, lo que provocó ese bee,bee, lastimero que devolvió a cada quien a sus chiribitiles de cobardía.

Qué mujer esta doña Empera, porque agua fue de la más caliente, y todavía le quedaba voz para afirmar que como no tenía más devoción que el trago, y ya con el trago no le bastaba, a poco, claro se las arreglaría con la vaca, sólo que detrás de la vaca nos traería a una mujer de la vida y la casa terminaría convertida en un muladar de malvividos y disimulados. Que la castigara Dios, o de perdidas fray Escoba, si permitía esa ofensa, porque lo que era, con el honor de nosotras no iban aventuras fáciles, así lloviera después fuego revuelto con azufre. Pero quedaba la sanidad para seguir el cuento, y de ahí, por decreto, derecho el perdulario con su ganadería a los potreros, como correspondía.

Fue cuando decidió guardar la ternera en su cuarto, hasta que creció y tuvo descendientes en un paseo que le diera, y vendió la cría y volvió a guardarla para siempre, esta vez. Con el tiempo el cuarto se convirtió en un establo, y el establo se volvió una pesebrera, y la pesebrera una estala, la estala una yuntería, la yuntería una acemilería, la acemilería una cija, la cija una boyera, la boyera un boil, el boil un cabañal, el cabañal una pocilga, la pocilga una teña, y luego una zahúrda, un cuchitril, una cazarra, un corral, un cubil, y el cubil se volvió un pesebre, y un presepio, y un esquilmo, y luego, una jaulita muy curiosa. Fue cuando este niño, su hijo, sacó la valija para otros pagados.

Cada amanecer colocaba bajo las ubres del animal una palangana familiar de peltre carcomido, antes de empezar el ordeño. Buu, y la candela empezaba a estallar bulliciosamente en un rincón del cuarto que se volvió establo y todo lo demás, cuando tan sólo eran las cinco de la madrugada, al tiempo que una lámpara de petróleo favorecía inútilmente con su lánguida luz el pequeño recuadro donde el viejo y la vaca, en impotente acto de religiosidad, refrenaban fraternalmente el equívoco inevitable de la existencia.

Como no resultaba fácil conseguir heno, ni pasto, ni matojos sustanciosos, y las rosas de “la Mariposa” estaban sembradas en sagrado, adoptó un procedimiento que la vaca aceptó al no quedarle otra alternativa.

Cuando terminaba el ordoñe, la vaca echaba a andar como si se encontrara a campo abierto, siguiendo las paredes del vividero que se había vuelto establo, y todo lo dicho atrás, mientras Abigail ponía la leche al fuego. La vaca seguía su monótona excursión, olvidada del hombre que, inmóvil y de rodillas observaba atentamente el crepitar del fuego, hasta que el animal se aproximaba lentamente, iniciando con su lengua el pegajoso rastreo de aquella cabeza evocadora de cesantías y mujeres jamás recuperadas, y otra vez el buu, y la leche en el caldero a punto de hervir.

Luego, desmenuzaba algunos panes con los que empezaba a masificar el alimento, dándole tiempo a que alcanzara una temperatura tolerable. A continuación, se sentaba sobre la cama, en toda la mitad, con la vasija entre las piernas, antes de comenzar a devorar pacientemente aquella absurda ración de la aurora, sintiendo en la boca el denso peso de una soledad como de harina sepultada por los desafueros del tiempo. Y la vaca tiraba con los dientes de la cobija, y él dejaba. Satisfecha su desesperanza, acercaba los restos al animal que, empezaba a devorar el sabor de sus propias entrañas, en la alborada gris de su infelicidad que la privaba hasta del placer de sentir pegado a su cola un enjambre de moscos, sin los cuales campanear como sus antepasados la cola, no significa mucho. Sonaba un buuu de aburrimiento, de cautiverio certificado, de destino irremediable en el pequeño cuarto que se había vuelto establo, y siempre era lo mismo en cada amanecer, siempre lo mismo a la hora de comer, en la perdida complicidad que parecía establecida por un pesadilla. Y la vaca siempre soltó su leche, y siempre ayudó a consumirla, sólo que después de los últimos tiempos, no escretaba como los otros animales de su género.

Después de tantos años para llegar a comprender, amarga y dolorosamente que, una vaca podía muy bien sustituir la benigna y pérfida presencia de una mujer. Y se hacía tarde. Rufino molía unos kilos de azúcar. Abigail pedía otra botellita de su jarabe preferido.

Por lo menos usted logró hacer un buen descubrimiento, en cambio yo aquí, bla, bla, bla.

Y es que la vaca no me representa ningún problema, pues hasta en lo de cagar, ahora lo hace mucho menos. Yo creo que una noche me sacó la ropa de encima, porque con la fumita que llevaba…

Rufino sonríe burlón, pero no se atreve a chuparse el dedo.

Bueno, no tanto, pero no cabe duda que esta es una vaca distinta, se lo aseguro– remata Abigail intentando borrar la sonrisa de su amigo.

Acababa de entrar este niño, el soldado que, saludó sin un gruñido, yendo a sentarse frente a la mesa del señor padre. El viejo apenas empezaba la botella, lo que motivó, probablemente que, este niño se dispusiera a imitarlo. La dosis comunicante, como diciendo, bien papá, como usted lo hace por ahí, yo también le buscaré por el mismo lado. Pero el viejo no varió la relación sobre su prodigiosa vaca.

Rufino se burló de un casi-colega, peluquero notable a quien llamaban Manolete, y había que adivinar por qué. Pausa. El artesano tenía mucha experiencia, pero en cambio las pupilas le fallaban de manera que, de ser tan bueno para las tijeras, terminó siendo temible para sus clientes, ¿y adivinaban ahora si por qué? Por señas se llamaba Aurelio. ¿Ahora si? Pero si era tan sencillo: en cada peluqueada cobraba cuando menos una oreja. A reír.

Pero nadie más rió del cuento. Qué invención tan güevona, reflexionó el viejo, y ya se iba a tender a hablar otra vez de su vaca, cuando sintió la picosa mirada de este niño, por lo que prefirió arrimar la boca al puerto. Este niño lo imitó, sacudiendo simultáneamente sus cuerpos.

Otra coincidencia es que terminaron la consumición al mismo tiempo, entrecruzando sus miradas, cayendo fatalmente en el pedimento sincronizado de otra botella, como si todo hubiera estado dispuesto así, de antemano. Este niño alargó un cigarrillo que su padre rechazó, mientras pedía a Rufino un tabaco de echar anzuelos en el río.

De los mejores–, dijo este niño.

A mi nadie me enseña a mear. De los más baratos, replicó el viejo alzando un poco la voz.

Lo encendió echando chispas por todos lados, soltando luego una bocanada en dirección a su hijo, pero haciendo de cuenta que procedía así para no tragarse el humo. Entonces vio que este niño sacaba un papeleta misteriosa que procesó hasta convertirla en un delgado rollo que empezó a fumar sin dejar escapar un hilo de humo.

¡Abigail!

Respetando el viejo pacto de las no imputaciones, Abigail no dijo nada.

No se escandalicen que esto está de moda.

¿En dónde la consigue?, demandó Rufino.

Por ahí, en cualquier lugarejo. Se enderezó cuanto pudo, antes de agregar: ¿nunca la ha calado?

El viejo se levantó dispuesto a marcharse, justamente cuando este niño se proponía hacer algo parecido, consistente en deslizarle una nota escrita a mano. A continuación fue hasta el baño, dando tiempo al viejo para que la leyera.

Esto es lo que menos me importa arguyó cortante el viejo, antes de arrojar el mensaje por el suelo, convertido en basura. Luego volvió las espaldas, empezando a caminar rumbo al cuarto que se había vuelto establo.

Rufino preguntó con los ojos.

Natillas de nada, sombras nada más, mi vaquiano, respondió este niño recogiendo el papel que hizo trizas entre sus dedos.

Y sentado junto a la vaca que había despertado, mientras acariciaba su cabezota y sus pobres y huérfanas tetas, a esa hora de la noche:

Ya me quieren cortar la retirada, mi buena amiga. Que si me empecino en cortejar la botella, más pronto me iré de este mundo. No, no llores, no te voy a dejar abandonada mientras viva, porque después ya seremos pura historia contemporánea. Beberé un poco menos y con el tiempo, puede que cambie de repertorio… de todas maneras tienes escrituradas mis cesantías. Si, si, todo lo que ves es tuyo y no se lo debemos a ningún señor, compañerita, todo, todo... y a la vaca le brillaban los ojos.



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