JOSÉ MARÍA SAMPER

...Es un hombre perdido...!

Así decían en París por allá en el año de 1858 cuando se referían al doctor José María Samper. Y era, según la gente, un hombre perdido porque ese tolimense que había nacido en la calurosa Honda un 13 de marzo de 1828, vivía ahora, 30 años más tarde, en el número 50 oeste, primer piso, en el barrio de la vieja aristocracia entre la Sorbona y el Colegio de Francia, frente a la vasta y hermosísima extensión del Jardín de Luxemburgo; porque gastaba su tiempo visitando museos, librerías, templos y bibliotecas; porque prefería ir al teatro clásico del Odeón y no a las variedades o a los bufos; porque andaba desparejado por las calles de París sin usar guantes y no se dejaba vestir por las grandes sastrerías; porque él mismo cargaba debajo del brazo sus propios libros o sus cajas de bombones mientras montaba en ómnibus; porque era amigo de los sabios, de los hombres de letras y se pasaba tardes enteras mirando al cielo desde el observatorio. Definitivamente era un hombre perdido.

Cuando apenas tenía siete años, José María Samper se marchó de su natal Honda con destino a Bogotá y adelantó estudios de bachillerato y jurisprudencia en el Colegio de don José Manuel Groot, en el Mayor de San Bartolomé y en la Universidad Nacional; bordeando apenas su adolescencia ya escribía sus primeros artículos en las páginas de importantes periódicos capitalinos. Cumplidos los 20 años, se comprometió con los acontecimientos propios de la vida pública, infatigable y fecundo hasta el último de sus días. Producción intelectual que recorre las más variadas disciplinas del conocimiento entre la política, la economía, la geografía y la etnografía, la estadística, la crítica, la literatura, las crónicas de viaje, la oratoria, la diplomacia, la cátedra y el periodismo, en el que se desempeñó como corresponsal para El Comercio, de Lima, El Tiempo y El Comercio, de Bogotá y América y La discusión, de Madrid, entre otros. Publicó además, en colaboración con doña Soledad Acosta de Samper, su esposa novelista, la revista Americana.

Como uno de los más prolíficos autores del siglo pasado, Samper dedicó muchas páginas a la poesía. En París, en una de las tertulias de Jules Simón, dictó algunas conferencias sobre la naturaleza y las costumbres tropicales de América en las que hizo especial referencia al folclor y la música colombiana, jugando entre la memoria y la imaginación con los aires del bambuco tolimense, al que le dedicó uno de sus libros titulado El bambuco y Juan Flórez, y muchas otras páginas donde hace un recorrido evocador al hábil rasgueo de las manos del hombre sobre las cuerdas de un tiple, al nostálgico trinar de la bandola, al punteo delicioso en los bordones de la guitarra sonora y a la voz dulce y sencilla de los cantores de la música de nuestra tierra.

Es de grata recordación aquel 24 de febrero de 1857 cuando se representó por primera vez en el Teatro Bogotá su obra Los Aguinaldos, donde la música, que también llevaba José María Samper como otra arraigada sensibilidad del alma, se deja oír a lo largo de los actos. En el escenario, dentro de una iglesia a las tres de la mañana, al levantarse el telón, se escucha un nostálgico y madrugador canto de villancicos, repiques de campanas, zambombas y pitos que eran la puerta de entrada a la musicalidad de los versos que ocupan la obra toda, y entre otros aquellos que dicen: “Ya no halaga el aguinaldo/ mi alma dada a la oración;/ al que fue de amor heraldo,/ apenas le queda un saludo/ de pecados a montón...”/. En la obra, la gente del pueblo interpreta instrumentos musicales con don Fruto, uno de los personajes centrales, que a la cabeza del grupo toca el violín entre las coplas, acompañando sonoros pasodobles o tonadillas cantadas a media voz y con adrede desentono.

En otra de su obras, Percances de un empleo, los actores imitan la voz y las canciones típicas de las regiones colombianas, haciendo énfasis en la exageración, el canto y la poesía del personaje del Llano de nuestra patria. Durante los versos, gran cantidad de valses invaden el escenario, mientras don Mariano, personaje cantor, deja escuchar: “Explote yo la República/ con una i otra opinión ,/ i no importa que la música / se oiga, triste, del fagot”.

Fue también José María Samper diplomático ante los gobiernos de Argentina y Chile; brillante parlamentario, catedrático y filósofo; miembro de varias sociedades sabias de París y de la Academia Colombiana; autor de importantes novelas como Historia de un Alma o la autobiografía juiciosa y evocadora de su vida; la novela de costumbres Martín Flórez; los dramas Un alcalde a la Antigua, dos primos a la moderna, Un drama íntimo, dirigido el primero para la televisión colombiana por el también tolimense Jorge Alí Triana; sus libros de poesía Flores marchitas, editado por la imprenta Cuala de Ibagué, Amargura en 1870 y Los últimos cantantes de 1874; libros en los que se destacan inspiraciones poéticas tan bellas como El hogar, El espíritu y la materia y El Tequendama, escrito al salto que lleva su nombre como una contemplación lejana y evocadora desde París.

Sesenta años, cuatro meses, nueve días duró el tránsito por la vida de don José María Samper, ese “Hombre perdido” según alguna gente de París; el “optimista bobalicón”, como lo llamó Antonio Curcio Altamar en el libro Evolución de la novela en Colombia; pero en definitiva, el tolimense grande más brillante y fecundo del siglo XIX que tuvo todo el tiempo del mundo para llenar muchas veces de música, de versos y de bailes el teatro más importante del país, el mismo tiempo que se tomó para morirse un día en su casa de Anapoima, Cundinamarca, el 22 de julio de 1888.