SOBRE LAS NOVELAS DE BORIS SALAZAR
Por: Carlos Orlando Pardo
El viaje de José Eustasio Rivera a Nueva York con el sueño de hacer de su novela La vorágine una película y buscar la traducción al inglés, como en efecto ocurrió, es el motivo que toma el novelista para desarrollar su historia. A lo largo de 199 páginas divididas en treinta fragmentos, Boris Salazar, Ibagué, 1955, va dando a cada uno de ellos la pauta y el complemento de la fábula.
Así como existe una obra, Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, Salazar parece realizar lo propio con el trabajo que inmortalizara a José Eustasio Rivera, al tiempo que lo hace también con la incompleta segunda novela del huilense titulada La mancha negra. La imagen recurrente del comienzo es la de un sacerdote que expulsa al autor de el paraíso, de alguna manera la selva. Ese monólogo narra cómo sus padres lo protegieron para darle lo necesario, hasta llegar a recordar la primera vez que recita un verso. El protagonista, es decir Rivera, reflexiona sobre la relación del escritor frente a la religión que incluye fantasmas, moral y el señalamiento o el peso mismo del cura aludido. Tras referir estos hechos en tercera persona, vendrá el segundo fragmento en primera con la voz de Rivera parado frente al espejo en una habitación del hotel Lemarquíz que lo hace enfrentarse a sí mismo para sentir el deseo de huir del otro que es él mismo. Narra la escena del puerto, bien ambientada con el arribo de los inmigrantes y de pronto, entre ellos, la figura de Greta Garbo que viene desde Suiza. El protagonista se manifiesta atemorizado con el complejo de que no puede mirarla a los ojos porque podría signar su destino. Más adelante se verá al poeta caminando por las calles de la ciudad con sus luces de neón y al regreso a su hotel, pensando en su novela La mancha negra, se equivoca de puerta y termina en una fiesta invitado por una de las mujeres participantes. Todos fijan su mirada en él y se burlan, él no cabe en ese lugar y decide huir sin ser visto. En su cuarto vuelve al espejo y surge la imagen de Greta Garbo, pero luego la del hombre de bigote negro, él mismo.
En el tercer fragmento, en primera persona, Rivera reflexiona como escritor y se plantea cómo va a recoger toda su experiencia para la nueva obra. Aquí aparece Manuel Lesmes, el detective, contratado al parecer por hombres de Estado desde Colombia para seguirlo y saber de qué se trata la nueva novela porque tienen intereses en el asunto del petróleo. La persecusión se inicia por toda la ciudad, desde el hotel, los cafés que frecuenta. Intercala la primera voz de Rivera y la primera de Lesmes. Este cree que su vida como espía puede ser una novela. Concluye que en efecto la novela que escribe Rivera compromete a gente del país y en especial a los gringos y hace su trabajo pero siente que admira al autor. Entonces miente a sus superiores para salvar el deseo que tiene de acercarse al poeta y hablar con él. Su inclinación va hacia el oficio de escribir.
En el cuarto fragmento Rivera pone un anuncio en un periódico para que alguien le haga la traducción de su novela y así el interesado pueda aprender español y Rivera inglés. El anuncio lo lee Klaire Weingst, a quien muestra el autor en su apartamento sentada en un sofá rojo recordando a su abuela y en el sueño, despierta o dormida, atravesando corredores blancos donde se siente insegura. Viene su monólogo: ¿Por qué llamó al tipo del aviso? Ella especula sobre cómo se portará en la entrevista. ¿Podría enamorarse?
En el capítulo cinco va el detective disfrazado para seguir a Rivera sin ser visto, y ya está por cumplirse la cita con la traductora. La imagen de una atractiva mujer de mechón rojo que estuvo en la fiesta de las estrellas, es evocada por Rivera al instante de ir a buscar a la traductora. La sorpresa de Klaire al ver a Rivera es tan grande como para quedarse de una vez prendada y él le advierte que desea aprender inglés a medida que traducen el libro.
El detective se disfraza de vendedor de libros siguiendo al poeta hasta la casa de Klaire para identificar qué papel verdadero juega en cuanto a la obra del petróleo. Manuel Lesmes recuerda a su maestro de lengua castellana que tuvo deferencia con él en virtud de su gusto por la literatura, pero le señala el destino de ir a cumplir apenas el papel de escribiente. Ya no son esos días y asume en serio su postura de escritor elucubrando a su antojo imaginativo de cómo podría ser la futura novela donde por supuesto se siente incluido.
Con Klaire discuten asuntos sobre su hipotética futura película basada en La vorágine y viene a cuento la nostalgia por su amigo Franco Zapata que hubiese querido compartir esos días de sueños y proyectos. Intercalar los diálogos de Alicia en La vorágine para ver quién pudiera representarla en la película, dan lugar a que ella misma termine reflexionando en la novela.
El narrador, instalado en un futuro, juega a ver su relación con Klaire tal como fuera la de Arturo y Alicia, refiriendo naturalmente sus primeros amores y poemas o divagando a partir de los textos de la novela con dos voces como en un radioteatro personal. Lesmes refiere en su monólogo sus relaciones con María del Rosario y sus conversaciones acerca del poeta. Finalmente la convence de que se haga pasar por una supuesta actriz llamada Lupe Vélez, en búsqueda de que le asignen el papel de Alicia. El juego ofrece una sorpresa en la salida porque ella se toma en serio su supuesto papel y hasta admira de verdad al escritor. El poeta, al ver la huida sorpresiva de la actriz disfrazada, no hace más que preguntarla, pero sólo obtiene las respuestas que la disculpan, mencionando otros trabajos en la baja California.
Lesmes, con el acceso que tiene a Rivera, termina hurtando las páginas que él escribe de la novela La mancha negra copiándolas y suplantando los nombres como para protegerlo. Sin embargo, le da una nueva voz a Alicia y a Arturo. Más adelante, Klaire evoca con nostalgia las clases, las reuniones preparatorias de la traducción, el vino blanco, los poemas que recita, los paseos por Manhattan y el señalamiento que se hace por haber dejado marchar al escritor. De un día para otro, Rivera decide no tomar más las clases, lo que rompe su contacto e instala el vacío por la antigua costumbre. Las circunstancias impulsan a Klaire para que lo busque en los sitios usuales sin encontrarlo al comienzo, pero al fin, cuando lo consigue, es rechazada por Rivera que no quiere depender como Arturo de Alicia. Irrumpe aquí el hombre del paraguas negro. ¿Un alter ego del poeta? ¿El asistente innombrado de Lesmes?
Lesmes arranca la sorpresa grata al escritor por dominar las situaciones y las escenas de La vorágine, lo que sirve al autor de la novela para reflexionar sobre la obra y realizar añadidos a la novela. ¿Cómo hará para enviar su nuevo libro a Colombia? Lo hace en el primer vuelo que cruza el mar caribe hacia su patria desde Estados Unidos, donde viajan diplomáticos y hombres de Estado, inclusive amigos, pero la nave nunca aterriza y se pierde con ellos la obra.
Klaire fabula la muerte de Lesmes a manos de Rivera porque ha descubierto sus verdaderas y antiguas intenciones. ¿Cómo contar la historia? Aquí participa el autor y la voz de Rivera analizando lo escrito sobre la marcha. Cuando Klaire no da con el paradero del poeta, termina estacionada en una clínica donde el autor, al parecer envenenado, se encuentra en estado de coma después de haber sido torturado para averiguar la verdad de lo que estaba escribiendo.
La historia confunde al final las voces de los personajes de La vorágine, Arturo y Alicia, permitiendo la libertad de Klaire y Rivera. Lesmes es el que escribe la novela y quiere mostrarle las páginas amarillas a la mujer del mechón rojo.
Al plantear dos novelas en el mismo libro, la de Lesmes y la de Rivera, Boris Salazar ofrece muestras de una literatura posmoderna así refiera hechos de comienzos de siglo con anacronismos, pero que en la forma de mostrarlos aventura una manera diferente de contar una historia. Mezclar los planos de la ficción con los de la historia verdadera, jugar a estrategias que nos mecen entre sueños, pesadillas, avances, comentarios, comunicar lo que Pineda Botero llama reflejos autoconcientes, es un acto lúdico para la obra como tal pero un acto impúdico por los finales que se sugieren donde existe un supuesto crimen. Aquellos avatares de Rivera en Nueva York y “en donde cada avance del argumento se regresa para comentar lo escrito y lo que se piensa para usar en el próximo episodio, al tiempo que se plantean tópicos de cómo comenzar, cómo terminar el relato”, generan una dinámica de aparente caos, de fragmentación, de acumulación de principios que se vuelven atractivos y provocadores.
Con El tiempo de las sombras, Boris Salazar alcanzó en 1996 el primer premio en la V Bienal de Novela José Eustasio Rivera, en virtud a un fallo del jurado que integraron Germán Santamaría, Alberto Duque López e Ignacio Ramírez. Advierten en el acta del concurso que destacan el manejo acertado de la estructura, lo que permite al lector participar en la trama, familiarizarse con los personajes, acceder a una historia actual y universal que dentro de lo escabroso y sórdido del tema, (mafias hispanas y orientales en Estados Unidos) logra a través del lenguaje un buen manejo de los espacios y una constante de buen humor que oxigena la atmósfera narrativa.
El tiempo de las sombras narra la vida de un periodista escritor en Jackson Heights, distrito de Queens en la ciudad de Nueva York, envuelto por su propia voluntad en la investigación que pretende encontrar la verdad sobre un crimen. Al tiempo que este proceso se desarrolla se escribe una novela que es la misma que se lee. El proceso genera, en su evolución, personajes como Armando Che Guevara, exfutbolista argentino, informante de los bajos mundos de Jackson; Banana, amigo del periodista escritor y miembro del cuerpo de policía de ese distrito; el detective Dick Seals, un alter ego del periodista escritor o de Penélope, astróloga puertoriqueña, quien lo impulsa a escribir la historia ofreciéndole los contactos de los informantes y la de una editorial donde se publicará la novela. No dejan de tener importancia otros personajes como Joan Sun Lee, bailarina coreana; el abogado defensor del hispano que asesina al director de cine porno o el cura proxeneta John Trinity Williams, los que ofrecen el rostro y la atmósfera de aquel suburbio.
La novela tiene cincuenta y tres breves fragmentos que no conservan linealidad ni en el tiempo ni en la estructura general y revelan varios subtemas como la marginalidad de los seres humanos en un medio fundamentalmente consumista, la morbosidad en la muerte, la mano pesada del periodismo determinante para todos, la ciudad no como fondo sino ejerciendo de protagonista principal que sueña y mata, la rivalidad de culturas, hispanos versus orientales y en menor grado los negros. No faltan las mafias del contrabando, los proxenetas, el magnate del cine porno, los apostadores de la vida y de la muerte. Todo conlleva a retratar la decadencia desde los altos niveles a los bajos fondos, sin que deje de aparecer el cuestionamiento del mismo oficio de escribir como una muestra de metaficción.
Los fragmentos no se relacionan aparentemente entre sí, excepto por mínimos detalles, trátese de un espejo, de una voz ronca que diferencia la voz narradora o la del detective. Lo que se advierte desde el primer fragmento es el hombre y la ciudad, el valor de poder sobrevivir y el paneo de la cultura gringa, la literatura como expresión de la memoria y medio para descrifrar el mundo y ser una parte de él, al tiempo que la música, por ejemplo el tango, determina el símbolo de status.
La novela también se detiene en la grandeza y la animalidad de un magnate, en los símiles entre el cine gringo y el oriental, desprendiéndose de allí una crítica a la cultura del consumo y a la doble moral que prima, esencialmente, en la conducta de la sociedad que se describe. Esa dualidad se significa en el símbolo del muro que se construye para encerrar a Jackson Heights, pretendiendo el no paso a las drogas cuando ellos mismos son expendedores.
El detective, por ejemplo, que tiene una postura honesta y crítica frente a los altos poderes del distrito, frente a los medios de comunicación, termina, como el mismo autor de la novela, sintiendo una poderosa atracción por la bailarina sordomuda de clubes nocturnos y escribiendo a su vez otra novela. Este contrapunteo, ese juego de dos puntos de vista, se suman a los de otros personajes como el Ché Guevara, Víctor Karpovich, otro magnate del porno y un gerente de hospital, los que ofrecen su personal visión del asesinato. Abrir nuevas puertas, abrir cada vez mayores ventanas, le permiten la participación al lector en el clásico enfoque de la novela negra.
El territorio demarcado de Jackson Heights es un no lugar porque pareciera que no se tuviera memoria de nada y los actos pasajeros y vanales dieran la suma de un tipo particular de existencia. La recreación poética que por ejemplo describe el mundo de las pandillas, los delitos, el robo de autos, la misma construcción del muro que separa a Jackson del resto del mundo, ofrece un clima fluído, suelto, grato, que contribuye a aclararnos mejor la trama de la obra. Debe subrayarse la utilización del humor negro, casi doloroso que se extiende a lo largo de la novela. Pero igualmente sobresale el detalle al estilo de los objetalistas cuando las cosas, un espejo, el colorote, la piel, el ropaje, toman una dimensión en la estructura de las caretas del baile.
La novela sigue su marcha en la reconstrucción de las piezas que cada uno aporta en la investigación del crimen a lo largo de entrevistas y búsquedas diversas donde la imaginación vale demasiado para acercarse a las conclusiones. El disquet que entrega Banana, un miembro de menor importancia en el cuerpo de policía, contiene no sólo lo formal de la investigación del detective Dick Seals, sino su propia novela.
El autor, como lo advierte Ricardo Sánchez, “ha escrito una obra abierta, de estructuras narrativas distintas para dejar al lector en libertad de sacar sus propias y personales conclusiones sobre un crimen. La suya, dice, es muy sencilla y contundente. El criminal es el escritor. No el periodista del New York Post que escribe novelas negras policíacas y crónicas de crímenes. Y es que es un personaje central y narrador principal de esta novela. En absoluto. El criminal es Boris Salazar, el autor de esta atractiva, embaucadora y lograda novela. Todo lo demás es truculencia, sin número de caminos que transitados supuestamente permiten descifrar el acertijo de este crimen como divertimento”.1
Agrega Ricardo Sánchez que “en el módulo veintiuno hay una confesión del criminal, una narración en primera persona. Es una representación del teatro de los hechos, de lo prosaico del crimen que como cualquier bandido colombiano dispara a un manager degenerado sexual y coreano y lo deja bien muerto, con graffiti incluido. Él mismo es un personaje que es uno y muchos a la vez. Es el periodista pero es la personalidad múltiple que le permite a Boris Salazar narrar en primera persona, como si fuera Armando “El Che Guevara” o el capitán de la policía “Dick Seals… esta virtud narrativa es la que me permite acusar al responsable del crimen con nombre propio.”2
Señala Sánchez que “la ciudad literaria de esta novela es Nueva York, en Queens y especialmente en el distrito de Jackson Heights, epicentro vital de emigrantes de muchas culturas. De latinos hispanoparlantes hasta coreanos y chinos. Y de manera destacada colombianos. Es una abigarrada mezcla que en sus honduras socio-sicológicas nos presenta magistramente el autor para, a partir de allí, construir sus personajes, póniéndolos a narrar vivencias, trabajos, pasiones, mentiras y el carrusel de aspiraciones y frustraciones. Es un cuadro social-popular de una lograda intensidad en que uno se siente parte del mismo. Una narración moderna con temas y espacialidades modernas”.3
Cita Sánchez cómo ‘Nueva York es la ciudad moderna por excelencia, la capital del siglo XX para parodiar a Walter Benjamin, quien afirma en su libro sobre Baudelaire que París es la capital del siglo XIX. Multiculturalismo, libertades, individualismo a ultranza, consumismo, todos los oficios y profesiones, todos los negocios y negociados, todas las virtudes y creaciones artísticas, todos los vicios y crimenes, todas las religiones y todas las perversiones. Pero es Colombia prolongada en estos escenarios de la migración. Lo que allí sucede en lo social es lo mismo que en Cali, Medellín y Bogotá, sobre todo en materia del crímen y su sicología”.4
Boris Salazar, señala de nuevo Ricardo Sánchez, “logra una desmitificación lúcida de tabúes permanentes, relacionando, descifrando la corrupción a todos los niveles: religión, policía y hasta el trato del amor y la amistad. Todo como un gran mercado en que lo fundamental es tener. La construcción de Jackson Heights como el primer territorio libre de drogas del hemisferio occidental, resulta de una ironía que abarca todo el clima del relato. Los escenarios de la pornografía, el cine, el tango como baile y música de los de abajo, el mundo de la calle y los prostíbulos, el rol de la brujería popular representada en Penélope. El cura traficante de sexo y el policía convertido en sonámbulo, en un delirante. Y el otro personaje central, la bella Miss Joan Sung-Lee, la testigo del crimen, la actriz del cine porno que tiene la particularidad de ser muda. Y aquí discurre una intensa y tierna especulación, un tejido sicológico de lazos afectivos”.5
Concluye Ricardo Sánchez que “El tiempo de las sombras es una novela sobre un crimen cometido por un joven colombiano, un escritor, contra un magnate de la pornografía, un mafioso coreano, a la manera de un vengador social contra la sociedad criminal representada en el manager. En la Sodoma del siglo XX, Boris Salazar no se ahorra para mostrar de manera implacable lo grostesco, estúpido, banal e irrisorio del mundo de los magnates del hampa. Ninguna simpatía ni debilidad. Sus apuestas están con el acto del criminal joven que mata para preservar su dignidad. Como el ajuste de cuentas necesario para existir y justificarse. Como una especie de crítica al crímen a través del crímen, inserto en su conflicto dramático más intenso e individual, al igual que más extenso y social”.6
Umberto Valverde, por otra parte, sentencia que “El tiempo de las sombras de Boris Salazar, es la mejor propuesta novelística publicada en los últimos cinco años y que el primer punto a su favor es que entre su producción anterior y este libro hay un salto cualitativo. Salazar alcanza un relato que tiene una voz propia, que expresa una atmósfera de Nueva York, en el sector donde viven los colombianos. Ya no es la novela de colombianos en París o en España queriendo repetir la experiencia europea que sólo Cortázar realizó en Rayuela. Es una novela colombiana situada en Jackson Heights, que no puede ser escrita por un chileno o un argentino. El relato tiene una estructura abierta, como bien nos enseñó Cortázar y Cabrera Infante hace años, pero mantiene un ritmo. (…) El problema es la literatura de los años noventa que no acierta a visualizar una sociedad colombiana, que como bien lo tipifica Ricardo Sánchez, es una sociedad criminal y por lo tanto requiere de un género como la novela negra para ser interpretada. El obstáculo es que la novela negra se cuenta a través de un detective, que además de un personaje de carne y hueso, es una entidad existente en la sociedad norteamericana. Boris Salazar plantea otro detective: es el narrador o la escritura. Sin duda Salazar ha escrito una propuesta seria, que desde esta columna aplaudimos”.7
Álvaro Pineda Botero resalta la existencia de una novela neo-colombiana, calificada así por el crítico Jonathan Titler, subrayando que “el corpus creciente de la novela colombiana cosmopolita está siendo abordado en lo que respecta a los Estados Unidos y Canadá como un género paralelo a la literatura chicana y puertoriqueña”.8 Llama la atención Pineda Botero en obras como Cantata para delinquir de Álvaro Gómez Monedero donde se cuenta el exilio forzoso de un colombiano en Miami; de El círculo del alacrán de Luis Zalamea cuyo escenario entre inmigrantes cubanos también es Miami y La otra selva de Boris Salazar, a la que se suma necesariamente El tiempo de las sombras”.9
Notas
1.-Sánchez, Ricardo; Nota publicada en Cali y suministrada el recorte por el autor sin fecha.
2.-Op. cit.
3.-Op. cit.
4.-Op. cit.
5.-Op. cit.
6.-Op. cit.
7.-Valverde, Umberto; Nota publicada en Cali y suministrada el recorte por el autor sin fecha.
8.-Pineda Botero, Álvaro; Del mito a la posmodernidad, la novela colombiana de finales del Siglo XX, tercer Mundo Editores, 1990.
9.-Op. cit.