CARAVANA

 

Lo primero que debieron ver los botones fue el Ford viejo, destartalado, cubierto de polvo, del que se bajarían los rostros indistinguibles, la mano derecha ostentando sendos maletines negros, las guayaberas ridículas (aún en el invierno, cuando las cubrían con gruesos suéteres traídos del Sur), el cigarrillo colgando de unas bocas delimitadas por unos cuantos pelos que parecían estarse envejeciendo a un ritmo más rápido del que lo estaban haciendo sus dueños – los dos enanos que anunciaban la llegada de algo que no cabía en las cabezas ordenadas de los hombres con rostro de pájaro y uniformes morados (o verdes o naranjas o amarillos o negros o rojos) que debían sufrir la afrenta de inclinar sus cabezas ante el circo que unos segundos más tarde se alargaba, se multiplicaba, se volvía más rico en veleidades y contradicciones al tomar la forma de un inmenso trailer de color rojo y verde (con un diablo claramente dibujado en unos de sus costados) que, al detenerse, un poco más atrás del lugar en que estaba el Ford de los enanos, despedía un sonido metálico (como si miles de ollas, de cucharas, de tenedores, de pinzas, de trinquetes hubiera entrechocado en un solo movimiento de confusión y desorden) que anunciaba la llegada de la silenciosa limosina Mercedes Benz, de cuyas puertas los mismos hombres con cara de pájaro debían verlo descender a él con su rostro de cansancio, con su cojera que yo no trataba de disimular, con la camisa abierta en el pecho (para mostrar las dos cadenas de oro y el pequeño escapulario que conservaba desde los tiempos en que era pobre y cojo y silencioso y nadie todavía lo llamaba don Jairo), con el Samsonite encadenado a su muñeca, con las dos mujeres rodeándolo, haciéndolo ver más pequeño e indefenso en medio de sus abrigos de visón, de sus zapatos rojos, de sus bocas violetas, de sus cabellos rubios y plateados, de sus voces silbantes, de su deseo de entrar muy rápido al hotel y hacerles saber a todos que él, don Jairo, el hombre que más millas había viajado, sin parar, en los Estados Unidos de América en los últimos cinco años, estaba ahora aquí en este insignificante hotel con nombre de casucha de invasión y que ellos, los criados de uniformes que los miraban con rostro de sorpresa debían prepararse para comenzar a llevar hasta las suites que él ya estaba solicitando las 150 maletas, las ollas en las que se preparaban su sancocho de pescado, los platos de plata en los que se servían sus tres comidas, la abuela tullida que seguía cantando un tango de Gardel y maldiciendo la suerte que la había traído hasta este país en el que nunca se puede estar tranquila, con esta movedera, con este zangoloteo, que ya me tiene sin riñones, sin nalgas, sin espaldas, los dos escoltas enanos, el chofer gigantesco, el doctorcito –vestido de blanco, con sus lentes de marco dorado, con su bigotico finito, con sus ojos de inocencia, con su pelo pegado a duras penas sobre un cráneo que se había estado desnudando durante largo tiempo, que se encargaría de hablar inglés, con su perfecta dicción, con su minucioso conocimiento de todos los reglamentos, de todas las normas, de todos los rituales que componían este mundo en el que don Jairo y su comitiva habían terminado viviendo porque sólo sobrevive el que se mantiene en movimiento; el mismo doctorcito que le había confirmado que con su dinero era posible vivir, sin ningún problema, sin negarse ninguna de las comodidades que había llegado a disfrutar, sin dejar desamparados a su familia y allegados, sin tener que mezclarse de nuevo en los negocios que lo habían llevado a este predicamento, por el no despreciable período de 123 años, 11 meses y 15 días (y todo el cálculo lo había hecho en menos de dos horas, en su computador de bolsillo, ante la mirada atenta de don Jairo que ya en ese entonces había comenzado a consultar una hechicera que le asegurara que su única salvación estaba en nunca estar en el mismo sitio, en perder a sus perseguidores, en alejarse, sin descanso, de los malos espíritus, de la envidia y la maldad que no dejarían de acecharlo porque la fortuna es una señora dos cabezas: una gozosa y feliz y, otra sufriente y terrible, y don Jairo, que era un hombre silencioso y espiritual, pensó largamente lo dicho por la bruja, se metió en sí mismo, dejó a sus mujeres en el aburrimiento más atroz y un día le dijo al doctor que ya todo estaba decidido y que no quedaba más camino que el del movimiento permanente a lo largo y ancho de este país en el que hay más hoteles que putas, y el doctorcito, entonces, propuso un plan inicial de viaje, tratando de cubrir el país de acuerdo a los cambios de estación y al principio de evitar las fiestas regionales, las celebraciones religiosas y la presencia ruidosa y provocadora de ciertas tribus nostálgicas que quieren meternos a todos en sus problemas, pero a don Jairo no le gustó la idea y todo quedó sometido al más riguroso azar y, por eso, ahora, en este día del invierno de 1991, un tembloroso gerente de hotel debía entregarles a don Jairo y a su caravana de enanos, ollas, mujeres, abuelas tullidas y doctores sin destino, sus tres mejores suites, con chimenea, vista hacia las montañas imponentes y baños con tinas inmensas, a pesar de no tener reservaciones, de no ser anglosajones y de no haber podido demostrar la existencia de una dirección válida y confiable para su imperio ambulante y ruidoso. Pero no todo acababa allí para los botones con cara de pájaro: cuando ya el ruido de las maletas y de los cachivaches de don Jairo y su comitiva se habían alejado del vestíbulo del hotel y todo parecía haber regresado a la normalidad, otro Ford, tan destartalado como el que abriera la tenebrosa caravana que ellos habían debido soportar un poco antes, se apareció ante sus ojos, y de su interior descendieron tres muchachos atléticos, provistos de chaquetas negras y gafas oscuras, con el cabello rigurosamente peinado hacia atrás y las manos empuñando los mismos maletines que los enanos habían exhibido al llegar al hotel. Los recién llegados no hablaron, no preguntaron nada, no trataron, siquiera, de acercarse a la recepción. Sin preámbulos, se dirigieron hacia el ascensor, no sin antes haber escupido, al unísono, sobre las palmeras que adornaban el hall en el que se encontraban los ascensores: en mi reloj, eran las 3:45 p.m., tiempo de dar comienzo al ritual de preparar la comida principal del día.

Hasta la mesa de caoba, en la que don Jairo y el doctorcito llenaban de chinches rojos, verdes y amarillos un mapa inmenso de los Estados Unidos, llegaba el olor del bagre que las mujeres – bajo la dirección implacable de la abuela del rostro de piedra – estaban cocinando en la suite que quedaba junto a la que don Jairo había escogido como su refugio provisional por las horas que lo separaban del día siguiente y de la repetición del mismo, infaltable, ritual: la limpieza de las ollas, la destrucción de todo aquello que pudiera servir como signo de su estadía y la de su comitiva en el lugar, el baño de la abuela a cargo de los enanos (y no de las mujeres, porque no quiero que me ensucien con sus manos de pescado, ni que me pasen sus enfermedades de mujeres baratas, oxigenadas, que ni siquiera saben hacer bien un sancocho), el cierre de cuentas entre don Jairo y el doctorcito (las cabezas muy juntas, las gotas de sudor deslizándose por la frente del doctorcito, mientras sus dedos recorrían el techado del computador de bolsillo que don Jairo nunca había aprendido a usar: oiga, doctor, si no fuera por esos afanes en que me mantengo, ya estaría ayudándole a manejar el aparatito ese, decía don Jairo y el doctorcito sólo le respondía cuando se decida a aprender ya verá como es de fácil), el orden riguroso de la salida con los enanos y el chofer traído de las Antillas adelante, seguidos por las mujeres cargando la silla de ruedas de la abuela, y por la figura silenciosa del doctor con sus dos maletines y sus pasos cuidadosos que parecían estar paneados para crear el suspenso necesario para la aparición repentina, inesperada, de don Jairo, sólo y sin guardaespaldas, pues el ritual había establecido que sólo deberían aparecer después con cara de susto, con los maletines entre abiertos, con el sudor asediando sus cabelleras peinadas hacía atrás, con una leve sonrisa en la que la preocupación, el alivio y la admiración por las habilidades de don Jairo se mezclaban en proporciones iguales, para que don Jairo dejara escapar una de sus sonrisas cortas, cicateras, que dejaban ver un solo diente de oro en el lado derecho de su boca, y todos pudieran dirigirse a sus carros para comenzar el viaje hacia otros hombres uniformados con cara de pájaro, hacía otro hotel, hacía otras alfombras, hacia otra aburrida revisión del mapa de los Estados Unidos, hacia otro movimiento de ollas e intestinos que terminaba en un rosario de eructos comenzados, en tono bajo, por don Jairo y continuados, en diversos tonos, por la abuela, las mujeres, los enanos, el chofer y el pobre doctor, que a pesar de querer seguir pretendiendo la decencia y las buenas maneras de sus inmaculados ancestros, había aprendido a disfrutar del placer rastrero, cuasianimal del aire sonoro saliendo de su garganta para irse a mezclar con la profusión general de sonido y olores que se esparcían por la habitación a esa hora de la tarde en que el bagre o el bocachico ya estaban en los estómagos de los miembros de la caravana y el sueño y la modorra se apoderaban de todos y no quedaba otro remedio que sumarse al coro de ronquidos que amenazaba con romper la tranquilidad del hotel, hasta que don Jairo decidiera ponerse en pie, llamar al doctor o a una de sus mujeres y encerrarse en la habitación privada de su suite a discutir la estrategia para el día siguiente (a plantear la posibilidad de irse a otro lugar del mundo, a alguna lejana isla, en algún remoto mar, en el que nadie pudiera importunarlos y en el que no tuvieran que andar huyendo todos los días como si debieran algo, como si lo que tenían no fuera el justo pago a sus esfuerzos y a su suerte) o ¿por qué no decirlo? a encontrar en los cada vez más apagados quejidos de las mujeres, el simulacro de la vitalidad que requería para continuar en su viaje sin fin.

Pero esa tarde del invierno de 1991 don Jairo, después de pasar solo el momento de la siesta (en un silencio absoluto que ni siquiera permitió las acostumbradas rancheras estilizadas que por tanto habían acabado gustándole) debió ver con creciente terror la interminable caída de la nieve, el unánime color blanco de las montañas, de los balcones del hotel, de los automóviles que esperaban abajo. Fue el mismo terror que leyó el doctorcito en los ojos pequeños y saltones de su patrón, después de que acudiera a su llamado urgente y escuchara aquí, más sus palabras preocupadas:

Vea eso, doctor, ¿No tiene cara de terminar hoy, cierto? Si nos quedamos aquí, más tarde no vamos a poder salir de este hueco.

Ponga la radio a ver qué dicen los gringos, póngala, hombre, que si la cosa sigue así, nos estamos yendo es ya.

Y el doctor quiso contestar algo, quiso hacer algún chisme estúpido acerca de la belleza de la nieve y lo interesante que sería quedarse allí por unos cuantos días, pero se contuvo y prendió el aparato de radio que estaba sobre la mesa de noche y comenzó a buscar alguna emisora en la que se hablara de la tormenta de nieve que está cayendo, hasta que después de los últimos acordes de una canción de Dolly Parton puedo escuchar la voz del locutor confirmando los temores de don Jairo (pronosticando 16 pulgadas de nieve y dos días más de tormenta interrumpida y, advirtiendo a los habitantes de esta zona del país de los peligros de tratar de salir a la carretera). El doctor le dio su versión del informe a don Jairo: le repitió las cifras, y le agregó unas advertencias acerca de las dificultades existentes en la predicción del clima:

Dos días de tormenta pueden reducirse a uno solo o crecer hasta tres. Ya nadie puede creer en los pronósticos. Esperamos hasta que haya nuevos informes y llegue el día de mañana.

No, mañana va a haber tanta nieve como hoy. Usted lo sabe tan bien como yo, así que no trate de endulzarme la situación con esos cuentos sobre las predicciones y demás enredos. Lo único que sé es que mañana no vamos a poder salir de aquí y que es mejor prevenir que curar. Así que a movilizarnos se dijo – remató don Jairo, sin dejar de mirar por la ventana inmensa que daba hacia las montañas cubiertas de nieve.

El doctor ensayó algunas razones, le propuso quedarse hasta el día siguiente, o buscar otro medio de transporte si lo que temía era el quedarse en el mismo sitio más de una noche:

Nos conseguimos un helicóptero, don Jairo. Eso no es muy difícil de hacer y usted y los muchachos y yo esperamos al resto de la gente en otra parte. Pero hoy es una locura salir por carretera de aquí. No me crea a mí, si quiere, créale a los gringos que deben saber algo sobre la nieve.

Vea: si usted y los demás quieren quedarse en este hueco, allá ustedes. Pero lo que es yo, me estoy yendo ya mismo.

Don Jairo, yo no quiero discutir su decisión, pero antes de irse vaya a hablar con los expertos del hotel. Pregúnteles y verá que nadie estará de acuerdo con la locura que piensa hacer.

Estamos hablando mucho, mijo. Ya no hay tiempo para hablar.

Las mujeres –que estaban sentadas en la sala de la suite, arreglándose las uñas de los pies y de las manos- vieron salir a don Jairo, seguido por el doctorcito, y no pensaron que pudiera haber algo extraordinario en esa formación que tantas veces habían visto desde que el destino las uniera a esta caravana que las había separado de sus familias y de sus sueños de tener unas vidas normales. Pero un poco más tarde habrían de saber cómo don Jairo, a pesar de su cojera, de su total confianza en el doctorcito y de su falta de conocimiento de los recovecos de los hoteles modernos, se le había escabullido a su protector, colocando su humanidad en medio de dos inmensas matronas que taponaban la puerta del ascensor que marchaba hacia el vestíbulo del hotel, dejándole al único hombre en quien confiaba sus finanzas esa última y burlona imagen: don Jairo –pequeño y esmirriado, con sus zapatos blancos de charol – desapareciendo detrás de la portentosa humanidad, cubierta de visión, de las dos matronas de Utah –rubias, rollizas, idénticas–que cubrían con sus figuras generosas la entrada al ascensor. En ese instante, el doctor no pudo contener la risa que lo atacó desde el estómago al ver la imagen de don Jairo perdiéndose en medio de tanta carne. Hasta lo dejarán meterse debajo de esos abrigos tan caros: ¡Eh! Don Jairo, ¿cuándo había visto tanta carne junta y tan cerca? –se preguntó el doctor, mientras comenzaba su inútil búsqueda por los pasillos y salones del hotel Ramada Inn sin saber, todavía, que muchas cosas no volverían a ser las mismas para la caravana.

Cuando el doctor reaparició en la suite de don Jairo, seguido por el jefe de seguridad del hotel – un hombre alto y gordo, con un mostacho de pelos rojos y entrecanos, y unas quijadas cuadradas que parecían haber estado comprometidas en el mismo movimiento durante los últimos 20 años-, y vio a las mujeres en la misma posición en que las había dejado y escuchó el ruido que la abuela y los enanos hacían en el baño, y soportó en sus oídos –acostumbrados a Chopin y a Mozart - el ruido desafiante y aparatoso de los ronquidos de Jerry, el negro antillano que oficiaba como chofer de don Jairo, y confirmó que ninguno tenía la menor idea de lo que estaba pasando, una rabia sorda se le subió a la cabeza y quiso levantar a patadas al negro que resoplaba en el sofá y sacar del baño, a empellones, a gritos, a la abuela y a los enanos y lanzar a la cara de las mujeres sus menjurjes baratos, sus esmaltes, sus tintes, su parafernalia de engaño y estupidez, pero su olfato de estratega lo disuadió de semejante brutalidad y les hizo ver que don Jairo lo hubiera preferido así, sin mucho alboroto, sin caer en la histeria o en el terror colectivo, sin darle rienda suelta al desorden o a inútiles manifestaciones de preocupación. Sin embargo, la presencia del hombre de las quijadas cuadradas y móviles y el obvio hueco que la falta de don Jairo al lado del doctor producía en sus mentes, acostumbradas a la más terrible rutina, llevaron la sospecha hasta los miembros menos adormecidos de la caravana que comenzaron a lanzar preguntas en las que se podía leer el temor y la certeza de que algo fuera de lo común estaba pasando.

¿Y el patrón dónde anda, doctorcito? preguntó uno de los enanos, cubierto todavía de pompas de jabón, el pelo húmedo, los ojos enrojecidos.

La respuesta se le encasquilló al doctor en la garganta y no alcanzó a ser percibida por nadie: quizás hubo un no dicho en medio de otras tres palabras; quizás el doctor, siempre tan culto y tan recursivo, se dio el lujo de responder en inglés la pregunta del enano; quizás ni siquiera el mismo doctor recuerde ahora lo que balbuceó en aquella ocasión. Lo cierto es que de esa primera respuesta inaudible e indescifrable, el doctor debió avanzar hacia un español más claro y directo, ante la presión creciente de la abuela (ahora recién salida del baño, el cabello cubierto por una toalla que terminaba en un nudo que se elevaba hacia el techo, la voz ronca y agresiva, los ojos penetrando la pobre humanidad del doctor) y de una de las mujeres que le lanzaban preguntas contínuas acerca de la presencia del gringo ese con cara de Popeye, del paradero de don Jairo (no me diga que se metió con una gringa puta de esas que andan por ahí y ahora tiene que responder por ella ante el marido), de lo que él, el doctor, que no podía resistir el asedio contínuo de las mujeres cedió, finalmente, y les dijo algo que se parecía, en cierta forma, a la verdad:

Don Jairo es un hombre que ama profundamente la naturaleza. Por eso, decidió marchar al encuentro de la nieve. Una tormenta como esta no se vuelva a ver en muchos años, y don Jairo –aunque ustedes no lo crean - siempre había deseado estar presente en una de ellas. El caballero aquí, es el jefe de seguridad del hotel que andaba un poco preocupado por la excursión de don Jairo. Pero ya se le está pasando y hasta ha comenzado a entender el magnífico espíritu deportivo de don Jairo, su pasión por la naturaleza, su ...

No hable más mierda, entelerido, que usted no convence ni siquiera a este gringo con esa retahíla de amor por la naturaleza y por el deporte. Si Jairo no jugó ni siquiera bolas cuando estaba joven, si a él lo único que le importa es que no lo encuentren en el mismo sitio. El no le tiene ningún amor a la nieve ni a nada, porque sólo se quiere él mismo.

El temblor que atacaba el cuerpo de la abuela (que lo convertía en un desordenado conjunto de miembros y músculos que luchaba por asumir una única dirección, por obedecer un solo impulso) se extendió a todos los miembros de la caravana cuando de la misma silla, en la que todos se habían acostumbrado a ver a la anciana maldiciente y feroz (pero inválida y tullida, pura voz y odio sin piernas, sin movimiento), vieron levantarse a una mujer que tenía la misma voz ronca y desafiante de la abuela y miraba con sus mismos ojos de odio, pero que al estar ahora de pie, como todos ellos, se convertía en una amenaza mayor, en un poder casi sobrenatural que los paralizaba y los hacía sentir indefensos y temerosos (y hasta agradecidos de haber podido ser testigos de semejante milagro, que sólo creían posible en las películas de Samana Santa o en los relatos de los cientos de santos que aparecían cada rato en los pueblos de su país).

Ya lo saben, hijueputas: ni inválida ni abuela. Ahí he estado amarrada a esa maldita silla para poder seguir al lado de Jairo, porque esa fue la condición que él me puso cuando le dije que yo le podía permitir todas las mozas que él quisiera, que podía hasta verlas sobándosele delante de mí, pero que nunca dejaría que se fuera y me dejara porque lo que habíamos empezado no podía terminar, porque todo lo que había perdido no podía ser en vano y porque lo que es él hoy me lo debe a mí, a esta vieja que no están tan vieja como ustedes creen, a esta vieja que si mucho le llevará dos años a su admirado don Jairo y que ha puesto todo sobre la mesa por él. Así que ahora ya lo saben: yo soy la mujer de él, la primera, la verdadera, y no voy a dejar que después de todos estos años, de tanto hotel de mierda, de tanto golpe en los riñones, de tanta putica barata queriendo quedarse con su dinero, él se desaparezca así no más, con el cuento chimbo de que se fue a ver la nieve, él, que está en este país de puro terror, por lo que le dijo la bruja esa que se ganó un dineral inventándole el cuento de que ya lo iban a matar. No sé que irá a hacer usted, doctor, pero yo me voy a buscarlo a él – y la abuela caminó hacia la puerta, los pasos inseguros, las manos tratando de encontrar apoyo en el aire, las piernas temblorosas, la levantadora de flores carnívoras haciéndola ver como un vasto muñeco que se aleja de una audiencia silenciosa y sorprendida.

El vieja hijueputa de una de las mujeres se oyó en el silencio de la sala, pero el muñeco que ya traspasaba el umbral de la puerta no intentó devolverse. Unos pasos detrás, el doctor y los enanos, seguidos del gringo con las quijadas que nunca dejaban de moverse, iniciaban un desfile que la caravana nunca antes había visto. Sobre el espejo que estaba empotrado en la pared podía verse la boca de labios gruesos, violetas, murmurando obscenidades, recreándose en su propia impotencia, reconociendo su temprana derrota ante la vieja que ahora caminaba por los corredores del hotel, a la cabeza y de la búsqueda de don Jairo.

Allí, en el vestíbulo del hotel, en medio de los hombres cubiertos con chaquetones inmensos, de dos o tres ejecutivos con elegantes vestidos de tres piezas y rostros preocupados, y de un pequeño ejército de botones con cara de pájaro y huéspedes aburridos, estaba ella, ahora más pequeña, tratando de entender lo que los otros le decían, en un idioma que ella captaba a pedazos, en trozos de palabras, en similitudes que ella se inventaba y que, en ocasiones, resultaban correctas. Y aunque el doctor trataba de servir de intérprete y de intervenir, con su inglés casi perfecto y con sus gestos estudiados, en la suerte de la expedición que debía de volver a don Jairo al seno de la caravana, los gringos reconocían en ella la voz de mando y seguían dirigiéndole la palabra, presentándole planes de emergencia, tratando de mostrarle cuán peligroso y difícil era la situación, cómo en otras ocasiones hombres mejor equipados se habían extraviado en la nieve traidora de los alrededores y nada los había podido salvar. Cuando después de más de tres cuartos de hora de discurso los hombres dejaron en claro que no se lanzarían a desafiar la tormenta, la abuela – los ojos llameantes y el cuerpo tembleque cubierto ahora por un abrigo de pieles que le había traído uno de los enanos – debió soportar el saludo formal, casi cómico, que le dirigiera un hombre ya viejo, de cabellos entrecanos y quijadas cuadradas que lanzaba ojeadas contínuas a su reloj de pulsera.

¿Y usted quién es? le preguntó la abuela al recién llegado, y el hombre, que parecía entender algo de español, le contestó, sin mover un solo músculo de la cara:

Dick Tracy, a su orden.

Y yo soy la Virgen María, hijueputa. Y la carcajada salió del cuerpo de la abuela, haciéndolo temblar aún más ante la mirada sorprendida del hombre que decía ser Dick Tracy.

Pero la sorpresa no le duró mucho: unos cuantos segundos más tarde, Dick Tracy continuaba hablando en su español quebrado e inseguro, tratando de convencer a la abuela de seguir sus instrucciones en la búsqueda de don Jairo. Buscar primero aquí, indoors, decía Dick Tracy, mientras ella lo desafiaba a salir al descampado, si es que vos de verdad sos Dick Tracy y no cualquier payaso que quiere dáselas de artista conmigo. Y Dick Tracy perseveraba en sus razones, hablando en una mezcla de idiomas que la abuela contestaba con rápidas retahílas y con monosílabos cortantes. Al final, Dick Tracy debió salir derrotado de su intercambio táctico con la abuela, porque todos los que estaban en el vestíbulo del hotel lo vieron partir junto a la mujer, a dos meseros hispanos del restaurante del hotel y a los enanos y convertirse, más tarde, en un puntico oscuro que se movía muy despacio sobre la nieve que desde el ventanal de hotel parecía tan blanca y tan impenetrable como la nieve que se puede ver en las tarjetas postales.

La ausencia de don Jairo y la partida de la abuela y los enanos pareció darle nueva vida a los miembros de la caravana: una vez pasados los primeros momentos de confusión y duda, lo seres que antes se refugiaban en la resignación, el aburrimiento y la obsequiosidad hacia su indiscutido jefe, se lanzaron a tomar sus propios caminos: El doctor – que fiel a su respeto por los personajes surgidos del papel impreso se había dedicado a buscar en cada rincón del hotel a don Jairo – debió ver, con creciente impotencia, con filosófica comprensión (fue en ese momento, quizás, que se le ocurrió la frase aquella que tanto le gustara a don Jairo: La ausencia del jefe lleva al reino del desorden, inevitablemente), cómo la mujer de los labios violetas, después de coquetear en forma abierta y descarada con un grupo de italianos gordos, con vestidos de tres piezas, tabacos húmedos y pesadas pulseras con sus iniciales, se sentó con ellos en su mesa y terminó aceptando una invitación a Las Vegas y diciendo el mío amore con su boca de labios gruesos que antes sólo era capaz de decir: lo que usted quiera Jairito; cómo el negro antillano había terminado tomando trago con dos gringos ancianos que lucían trajes apretados y se cubrían las arrugas de la cara con un rubor rosado que los hacía parecer personajes de alguna ópera decadente y cómo los muchachos de las chaquetas negras y el pelo brillante y echado hacia atrás, al darse cuenta de la ausencia de su jefe, se lanzaron a correr por los corredores del hotel, con sus armas montadas, con la mirada fiera y los dedos a punto de accionar el gatillo, y abrieron sin pedir permiso, a patadas, muchas puertas en las que el signo Do not distub estaba colgando de la empuñadura de la puerta y dispararon muy cerca de las humanidades de turistas que creyeron que estaban viviendo la pesadilla de su vida - un atraco en medio de una tormenta de nieve-, y se enfrentaron, más tarde, a los guardias del hotel y estuvieron a punto de controlar, con su estilo implacable de muchachos de barrio que han visto muchas películas en la televisión, el hotel entero, de no ser por la llegada, unas doce horas de agonía más tarde, de la Guardia Nacional que los redujo a la impotencia y se los llevó en sus helicópteros con cara de insectos hacia algún fuerte en el que ahora deben tener otros nombres y vestir el uniforme de uno de los muchachos comandados anti-terroristas a los que siempre habían soñado pertenecer. Pero como ocurre en todas las caídas de los imperios, desde el lugar más inesperado surgió un último, honroso e inútil gesto de fidelidad y sacrificio: la otra mujer de la caravana – la de los dientes separados y las manos muy largas - se había negado a seguir el camino de su compañera y había permanecido al lado del doctor tratando de ayudarle en su búsqueda minuciosa por los pasillos y recovecos del hotel. Por eso, cuando la noche ya había caído y el resplandor de la nieve se hacía más temible, el roce y luego la permanencia de los dedos largos de ella sobre su brazo delgado, sin pretensiones masculinas, le hicieron saber que no estaba solo, y que lo único que requería en ese instante, en que todo parecía disolverse, eran esos dedos largos y suaves y el aliento a frambuesa de la mujer que, a pesar de todo, no había dejado de llamarlo doctor.

Ni el doctor ni la mujer pudieron decir que habían oído ruidos en la habitación vecina o que, en sueños, alguna voz proveniente del más allá les había confiado el feliz secreto que irían a descubrir al otro día, cuando al entrar – sin ninguna particular razón en la suite de don Jairo vieron emerger, a través de la puerta del baño, al hombre que habían estado buscando con tanto afán y debieron resignarse a la idea de que nunca había lucido mejor (el rostro fresco, el cabello húmedo recién peinado en un copete que recordaba las cabezas de los estudiantes bien disciplinados de épocas remotas, el diente de oro menos agresivo en su sonrisa de bienvenida), y de que nunca había sido más él que cuando les dijo –aún bajo el dintel de la puerta y en el tono más natural del mundo : ¿entonces?

Y ellos se llenaron de preguntas, de informes deshilvanados sobre lo que había pasado en su ausencia, de palabras de admiración por su hazaña de haber regresado vivo luego de haber desafiado tan terrible tormenta. Pero don Jairo no quiso decir mucho y se limitó a contar que al regresar al hotel, luego de haberse convencido de la imposibilidad de marchar solo en medio de semejante tormenta, no había encontrado a nadie en su suite y había decidido meterse a la bañera (que todavía conservaba las fragancias naturales del baño de la abuela), en donde el silencio y la fatiga de tanta caminadera en medio de esas montañas de nieve me dejaron fundido, hasta no hace mucho, cuando me peiné y salía a ver qué era lo que había pasado con ustedes.

Cuando la tormenta terminó y don Jairo quedó libre de toda sospecha, luego de pagarle al hotel los daños y perjuicios causados por su caravana y de haber donado algún dinero para los boys scouts y para la Guardia Nacional por los magníficos esfuerzos desplegados en la búsqueda de la abuela, los enanos y el ciudadano norteamericano Dick Tracy, la caravana reemprendió su marcha, ahora reducida a una modesta familia que se turna al volante de la limosina Mercedes Benz, ha aprendido a comer hamburguesas, papas fritas, pescados cocidos y ensaladas sintéticas y se ha acostumbrado a dormir – los tres en una misma pieza- en moteles de mala muerte, en camas aún calientes de sus antiguos habitantes y no han querido reclutar ningún nuevo miembro, porque el secreto de todo está en el movimiento contínuo y tres gatos que se mueven mejor que una comparsa de negros, viejas, enanos y matones, como suele decir don Jairo cuando pasa de su quinto trago de Jack Daniels y yo debo acostarme al lado de la mujer – después de dejarlo a él en su descanso de ronquidos bestiales – y recibir la visita de sus dedos largos y suaves sobre mi carne temerosa y olvidarme de que pertenezco a este viaje sin sentido, a este movimiento contínuo que apenas si me deja tiempo para escribir las líneas que usted ahora está acabando de leer.