EN LA PLAYA

 

Para Winston Caballero


Se conocieron un domingo en la mañana, en la playa de Bocagrande repleta de turistas porque era enero y había brisa y no lluvia ni mosquitos. Un grupo de negros con pañuelos encarnados al cuello tocaba tambores y tocaba gaitas y una pareja antioqueña, rodeada por amigos y parientes, bailaba en el centro del próspero corro que bebía aguardiente y coco de agua. Ella era menuda, las piernas un poco delgadas pero largas y armoniosas, y lucía un bikini que dejaba ver al pez alado de la marca del traje. El era joven, unos veinticinco años, llevaba el cabello amielado abundante pero bien cortado y se acercó a ella en el agua y nadó morosamente muy cerca de su cuerpo sin tocarla.

Cuando ella por fin, cansada de saltar sobre las olas, se tendió en la playa en una toalla grande y se puso su cigarrillo entre los labios, él se acercó cortés con su encendedor de gas y le brindó la llama. “Gracias”, dijo ella encendiendo y él se atrevió a sentarse a su lado, las piernas recogidas y las gafas para el sol cubriendo ahora su mirada. “¿Usted es del interior?”, adelantó ella. “Sí”, respondió él, “vine hace dos meses”. Siguió un largo silencio durante el cual ella parecía solazarse con el sol y se untaba displicente su crema bronceadora por los brazos y muslos. “¿Quiere ponerme un poco en la espalda?”, le pidió alcanzándole el tubito plástico y él vio entonces el discreto anillo con la esmeraldita en su anular izquierdo. “Tono cobrizo”, tradujo mentalmente del inglés del tubito y se sintió halagado recorriendo con sus dedos la piel suave y bien cuidada. Luego, al terminar, se alejó un momento y volvió con una cámara preguntando si podía fotografiarla. Ella sonrió entonces, alzó hacia él sus ojos vivaces y le indicó con un gesto que podía hacerlo si tanto le importaba. El la encuadró a través del visor e hizo clic cinco veces desde distintos ángulos. “¿Le provoca tomar algo?”, ofreció luego como agradeciéndole. “Una cocacola”, repuso ella y él fue y trajo dos, las botellas goteando del frío y un pitillo saliendo del líquido oscuro.

Bebieron sorbo a sorbo, mirándose, y él preguntó si ella vivía allí y qué hacía. “Vivo cerca de aquí”, y con la mano señaló hacia atrás, “a tres cuadras, y trabajo de modelo en una agencia de publicidad”. El pensó que sus fotos iban a ser hermosas, las fotos en color de la Instamatic, y que ordenaría dos copias de cada una en el laboratorio, una para ella y otra para él, para su billetera la mejor de las cinco. “Mis amigos rabiarán de envidia”, pensaba, cuando la voz de la mujer lo sacó de sus proyectos. “Y usted... ¿qué hace? “soy arquitecto” dijo él sin afectación, “estoy en una firma constructora”. Y recordó el edificio de ventanas vidriadas y persianas, las oficinas alfombradas de pared a pared, la mujer del aseo pasando la aspiradora por los pasillos y la recepcionista respondiendo al conmutador. “¿Dónde vive?”, dijo ella y apretó los labios para fijar el colorete que había dejado su huella en el pitillo. “También aquí, en Bocagrande”, respondió él. “Vivo con mi mamá porque ella es viuda y yo soy su único hijo”, añadió confidente, “lo siento”, quiso decir ella, pero no abrió la boca porque le pareció que la frase era cursi, de cajón, sensiblera, y no quería arriesgarse a que la tomara por una seguidora de telenovelas. “¿Cómo es su nombre?”, pregunto él y ella se oyó decir desconcertada, mecánicamente, “Mapi, María del Pilar”. “Es un bonito nombre”, dijo él sin apremio quitándose las gafas; “Yo me llamo Robbie, Robbie Barrero”. “Es sonoro”, pensó ella, pero otra vez se guardó su apreciación. “¿Le gustaría que fuéramos esta noche a bailar?” invitó él súbitamente, “Al Dorado Inn, por ejemplo”. “Por qué nó”, aceptó ella y quedaron de encontrarse en la bulliciosa heladería cercana, porque cuando él propuso buscarla en su casa la joven respondió que era preferible que no lo hiciera, que su padre era hostil y agresivo, un poco a la antigua. Y esa noche, a las nueve y doce exactamente en el reloj de Barrero, ella apareció deslumbrante, con la cara brillando de maquillaje, las uñas bien pintadas, una blusa ligera que dejaba los brazos y la cintura al desnudo y una falda con flores que llegaba hasta el suelo. El llevaba un vestido de dacrón azul claro, una corbata ancha con figuras rosadas y un pañuelo naranja en el bolsillo superior del saco. Le tendió la mano respetuoso y amable, le retiró una silla para que se sentara y percibió entonces la fragancia “Chanel 5”, reconoció y “temí que no viniera”, dijo dándole vueltas al vaso de cerveza.

¿Por qué?”, le clavó su mirada ella, “nunca miento, ¿sabe?” “Es un encanto de niña, como salida de un sueño”, pensó él viéndole la acentuada sombra de los párpados y se congratuló por haber venido a Cartagena. “¿Quieres algo, Mapi?”, se atrevió a tutearla por primera vez y ella dijo un tom collins y cuando lo trajeron jugó con la cereza. Y entonces pagar la cuenta, ir hasta el Dorado caminando al borde de la playa porque es cerca y ver el tren de colorines en que pasean los niños y uno que otro crujiente coche de caballo viejo con una pareja de enamorados y muchachitas en shorts paseando en bicicletas alquiladas, y ahí sí la penumbra de la sala, otro tom collins ella y él un scotch doble para animarse y otro y otro y bailar con ella cumbia y mapalé, verla girar contenta, ver su talle cimbreando, sentir de pronto su pelo en la mejilla, palmotear al unísono con el compás del disco, tomar su mano en la mesa con cierta aprensión inicial, frotar una palma con la otra y luego el primer beso, muy largo por todos los que no se habían dado, su saliva confundida con la suya, su olor confundido con el suyo de lavanda y a las dos de la mañana salir, “tomemos algo de aire”, y sentarse cerca al mar en una piedra, interrumpiendo el mirar la noche y la luna y el agua sólo con los besos, recibir la brisa salobre y despeinante y luego erguirse, caminar hasta unos yerbajos cercanos y entonces él besarla apasionado, deslizarle una caricia en el seno, sentir cómo el deseo se le agiganta y tenderla con la respiración acosándole, alzarle paso a paso la maxi floreada e ir sabiendo en las yemas de los dedos cómo las piernas cada vez pueden abarcarse menos, antes de hacer el amor con muchas ganas, con ganas hirvientes, para que después ella lo besara tenue y él comenzara a sentirse culpable, a sentir sobre sí todo el peso de haberla engañado, de haberle dicho que vivía en Bocagrande con su madre y era arquitecto cuando apenas trabajaba en la firma haciendo planos que otros aprobaban y firmaban, grisáceo mundo de grafos y compases, de reglasté y escuadras, porque por falta de plata nunca pudo pasar de quinto semestre ni había podido salir en la ciudad del estrecho cuarto del hotelito del centro, y ella qué te pasa, te noto preocupado, no has estado bien conmigo, pregunta con la misma dulzura anterior, con el mismo aire tierno, y él entonces, avergonzado, sin atreverse a mirarla, mordiéndose los labios y atragantando la infelicidad, confesarle que no es arquitecto ni vive en Bocagrande, que ni siquiera se llama Robbie sino Rubén prosaicamente, pero había temido que si lo decía antes ella rechazara sus invitaciones y ahí la decepción inmediata cubriéndole a ella el rostro, ocupándolo todo, ese rostro ahora con la pintura ajada por las caricias de él, la decepción y el abatimiento mezclados con la furia contenida de haber sido engañada, pero eso sí, poder consolarse con que tampoco ella vivía en Bocagrande sino en el Pie de la Popa, donde no había ni mar ni playa ni hoteles ni casino ni derroche de dinero, y que no era modelo sino modesta mecanógrafa que gastaba su sueldo en comprar ropas y en comprar cosméticos, a cambio de comer cada día, cuando no era invitada, un pedacito de carne con un poco de yuca o de plátano y mucho arroz y muchísima agua helada, sólo que no se lo dijo ni le reveló tampoco que su nombre real era María Rosa; le puso una mano en la cabeza casi maternalmente, como queriendo decirle que lo sucedido no tenía importancia, que ella lo perdonaba en todo caso y nada había cambiado, y luego lo besó una vez más, rozándole apenas muy suave los labios, y con la voz baja y parsimoniosa le dijo que se iba sola en un taxi, que no la acompañara, que mejor la llamara al día siguiente al 44-243, un número que acababa de inventarse porque en su casa jamás había tenido teléfono.

 



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