UNA MUJER VIENETODAS LAS NOCHES

 

Tampoco hoy se ha olvidado de sacar los dos viejos asientos. Viene haciendo sin falta lo mismo desde esa lluviosa tarde de mi muerte, cuando diciembre dejó por un momento de brillar y una lluvia menuda cayó sobre el levantadizo polvo de las calles. Desde entonces, saca todas las noches a la calle los desvencijados asientos y permanece horas enteras absorto en el triste croar de las ranas en la charca. Pero la lluvia de esa húmeda tarde no ha cesado un instante de remojar la tierra de mi tumba, ni los marchitos manojos de nomeolvides que cada viernes deposita frente a la lápida.

Lo que no sabe aún es que esta noche su larga espera de nueve años ha terminado. Que mañana no volverá a sacar los asientos para recostarlos contra la pared y sentarse bajo el alero a esperarme.

En su cuarto, el tiempo lleva nueve años sin moverse, detenido en las cuatro y cuarto exactas de esa última tarde decembrina; insinuada la hora en el tosco reloj de péndulo con forma de casa en la que quince veces al día oíamos el familiar cucú del jilguero de palo. El gigantesco baúl reposa todavía en el mismo sitio donde lo abandoné la tarde de mi muerte: a media distancia entre la cama y el armario. Pero ni la serena inmovilidad de los años ha logrado preservar el lugar del tenaz deterioro de la polilla y las telarañas; el sigiloso adormecerse del polvo sobre los antiguos objetos queridos.

A un lado del lecho, en la pequeña repisa, descansa aún el oxidado daguerrotipo que nos tomaron el día de la boda: adustamente vestido él con su traje oscuro y su camisa de cuello de pajarita; envuelta y en mi largo traje blanco, tocado el cabello con pequeña mantilla de encaje y sosteniendo en las manos el ramo de azucenas. El viejo daguerrotipo, con las extrañas palabras escritas en la madera del marco, que él compró a un forastero un día de mercado en la plaza y que ninguno de los dos pudimos descifrar nunca.

Esa tarde, cuando me acostaron en el ataúd con el mismo estrafalario traje que saqué del baúl momentos antes de la lluvia, y colocaron cuatro cirios en cada esquina para empezar los rezos, mientras la casa se iba llenando de gente, él permaneció silencioso en medio del tenue bullicio de las jaculatorias que ahogaban el monótono caer de la lluvia sobre el pueblo. Y al día siguiente, cuando él y tres amigos cargaron el cajón hasta el cementerio, me parecía asistir por segunda vez al entierro del niño que había nacido muerto, cuarenta años antes. Y era como si desde entonces, adquiriera la certidumbre de que su vida sería en los sucesivo como una esperada carta de la que alguien ha arrancado una hoja.

Por eso su vejez ha encanecido en estos nueve años tan presurosamente. Desde que se quedó solo en la casa y empezó a sacar los asientos, cuando el pueblo decidió que había perdido el juicio, fatiga sus días dando vueltas por los cuartos atiborrados de muebles carcomidos, o dormita sentado en la mariapalito, en el patio, cerca de la mata de raspilla de donde arranca los nomeolvides, que invariablemente lleva a mi tumba los viernes. Espera así a que anochezca para poder sacar a la calle los viejos asientos de cuero y empezar a espiar el rumor invisible de mis pasos, ese volar de un ángel, cuando camine hacia el asiento para sentarme y volverlo a acompañar como entonces.

Siempre igual desde la lluvia de mi muerte. Los meses anteriores, postrada en mi lecho de enferma, él cerró el almacén de baratijas que tenía aquí mismo en la casa y no escatimó esfuerzos para curarme. Pero la muerte es incurable, y yo lo sabía. Cada nueva mañana era sólo el milagro supérstite de mi muerte aplazada. Por eso una tarde desempolvé de debajo de la cama el enorme baúl con la ropa de mis abuelos y mis padres, protegida por innumerables bolitas de naftalina, y me atavié con las pesadas y oscuras prendas del siglo pasado: altos coturnos, el sombrero negro con flores amarillas de terciopelo y el velo calado sobre el rostro macilento. Fue apenas un capricho de moribunda, pero él llegó en ese momento y se quedó mirándome desde el vano de la puerta, como si estuviera viendo una remota y desconocida antepasada, hasta que por fin, con un temblor reprimido en la voz, como si advirtiera ocultas intenciones en mi acto, dijo malhumorado: “Quítate ese traje ridículo, Visitación, el doctor te tiene prohibido levantarte”, y entonces supe descifrar los presagios de la lluvia que empezaba a caer sobre el pueblo, a refrescar ese caluroso e inolvidable diciembre de hierro más transparente el aire por la noticia cierta de mi muerte inmediata. “Me estoy preparando para un largo viaje, Anselmo –dije- y debo hacerlo bien arreglada”, y así vestida, sin llorar, observando su duro rostro compasivo, me acosté para seguir escuchando el eterno golpear de la lluvia en el techo de paja, indiferente a la huída precipitada de los pájaros. Desde entonces no ha dejado un minuto de llover.

Hubo antes años de sol. La tarde en que fuimos con Carlota y Lucrecia al bazar de la iglesia. Recorríamos todos los toldos, vestidas con el uniforme blanco del colegio de monjas, colocando a los hombres diminutas estampas de la virgen. Octubre florecía en promesas cuando noté que él estaba mirando desde lo alto del caballo negro que montaba ese día. Se apeó y vino hacia nosotros, y en la sofocante confusión del momento en que yo intentaba ajustar el alfiler con la estampa en el bolsillo de su camisa, cuando creía derretirme en el calor angustioso del sol que ardía sobre el pueblo, sin poder acabar de asegurar la imagen, él dijo “regálame un ojo”, y yo traté entonces inútilmente de ver la pestaña caída. El esperaba mi respuesta. Cuando señalé la mejilla izquierda sonrió: Ahora ya no podrá olvidarme nunca –dijo- porque es el lado de la pestaña”, y sacó del bolsillo un espejo.

Desde esa tarde fue por mí al colegio. Acompañados por Chabela y Lucrecia paseábamos al atardecer por el parque, a la sombra de los matarratones. Dos años después, la noche del velorio del niño que había nacido muerto, él encendió un fósforo para prender cirios y cuando lo dejó caer sobre el candelabro vi que no se había apagado. “Lo están pensando, y no soy yo. ¿Quién otra puede ser?, y él se quedó mirándome como oculto en el rumor monocorde de los rezos. Entonces apagó el fósforo de un soplo, y cuando, en las primeras horas de la madrugada salimos a sentarnos en la barbacoa del patio a recibir la fresca brisa de esa hora, se inclinó velozmente sobre mí y me besó en la boca. Luego fuimos a ver otra vez al niño muerto, diminuto en su pequeño ataúd blanco adornado con flores, las manos cruzadas en el pecho y los ojos abiertos por los palillos. Y en el mortal silencio de esa noche su voz continuaba llegándome como llevada por el viento: “Ahora ya no podrá olvidarme nunca, porque es el lado de la pestaña”.

De esto hace casi cincuenta años. Y hace nueve que espera todas las noches mi visita, sacando los dos asientos, como en vida. Sumido en el silencio nocturno, los árboles mecidos por la brisa, olvidado por todos en el pueblo, espera. Pero no sabe que dentro de unas horas, cuando entre los asientos, se quede mirando las chucherías del almacén arruinadas por el polvo y la humedad, salga al patio y aspire la fragancia huidiza de los nomeolvides, todo el inmodificable ritual que cumple desde entonces antes de acostarse, pensando: “Ella vendrá alguna noche por mí”, llegaré hasta su cuarto, descorreré las rasgadas cortinas, cruzaré con cuidado al lado del baúl que guarda ropa de mis antepasados, y lo veré intentando una vez más comprender el significado de la leyenda en el marco del herrumbrado daguerrotipo: Pour alors, comment souffrinrons nous. Entonces mirará hacia el lugar que ocupo en el cuarto, sin verme; destenderá con cansancio las amarillas sábanas y se acostará para una nueva noche de espera. Pero no llegará, porque tan pronto lo sepa dormido me acostaré en silencio, despacito, a su lado, y sólo entonces dejará de esperar, cuando despierte y conozca la materia inasible conque están tejidos los sueños.


 

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