SOBRE LAS NOVELAS DE HUGO RUIZ ROJAS
Por: Carlos Orlando Pardo
El escritor nace en Ibagué en 1941 y su única novela, aún inédita, Los días en blanco, primera extensa parte de una trilogía que conforma el proyecto del destacado intelectual, se denomina Balada muerta de los soldados de antaño.
Los días en blanco es el resultado de un trabajo minucioso y paciente a lo largo de veinte años, en los que, naturalmente, el autor tuvo pausas como para escribir ensayos, cuentos, hacer investigaciones, cumplir con viajes al exterior, vivir allí o dirigir revistas. Sin embargo, aquí está su obra mayor no sólo por la búsqueda de totalización de un mundo, sino por la cuidadosa estructura y el perfil perfectamente delineado de su historia.
La novela tiene tres planos cuyos bloques intercalados van desde el correspondiente al espacio rural -sólo este fragmento alcanzó el Premio Nacional de Novela Ciudad de Pereira-, y la que nos remite a los acontecimientos de lo urbano, entre cuyas dos voces narrativas surge una tercera irregular que complementa el universo de lo que no puede ser contado o sabido en las que se mencionan.
Se trata de los aconteceres de una saga familiar y el medio que le rodea, donde todo irá entretejiéndose para dar una visión del mundo entre las costumbres, pensamientos, medio histórico y manera de actuar de personajes que cubren más o menos el siglo.
En la subrayada aquí como parte rural, arrancan los sucesos apenas concluida la guerra de los mil días en Colombia y terminan en la madrugada siguiente al nueve de abril de 1948, cuando es asesinado el dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán.
La parte urbana, donde el protagonista es un periodista y escritor, es la historia de un día de embriaguez entre el treinta y el treinta y uno de diciembre de 1999 con las naturales referencias a su pasado y a su presente, donde queda el interrogante final de si tiene o no una enfermedad, el cáncer, que podría llevarlo a la muerte.
El espacio en el que se mueven los protagonistas está entre Ibagué, Bogotá y Cartagena. La primera sólo se nombra una vez en la novela y la historia ha de mostrarnos el periplo de Clodomiro, con toda la carga de sus defectos bajo presupuestos patriarcales de lo cual es un resultado y con las naturales virtudes de un ser que se mueve entre contradicciones.
Desde el punto de vista familiar, a su lado estarán María, su esposa, y sus hijos Antonio, Julia y Soledad. Pero también surgirá la unión de Clodomiro con Rosa, hermana de María, cuyos hijos son Blanca y Lía. En la evolución de la familia, del amor de Soledad con Ildebrando, que es malogrado por su asesinato, quedará como fruto de su pasión Dairo y, al correr de los años, Soledad tendrá con Segundo otro hijo, Gustavo. No debe faltar aquí, en este inventario, la presencia del indio Teodoro y Visitación, su mujer, quienes, junto a su hijo, también llamado Teodoro, cumplirán un papel luminoso y relevante. Es este el panorama de los personajes centrales de la parte rural; así como de la urbana desde el punto de vista familiar lo serán Carlos e Ivonne, su esposa, de la cual hay dos hijos, Alberto y Viviana.
De aquella saga y los episodios entre los que se mueven, podrá desprenderse igualmente el papel de otros personajes que rodean sus vidas para redondear el panorama y la radiografía de una época y de un modo de ser, los que no dejan de surgir como importantes en el desarrollo de la novela.
Gratifica en la lectura del extenso libro encontrarse con un lenguaje sólido, preciso, sin afectaciones, a veces poético porque lo exigen las circunstancias y en donde sin esfuerzo alguno se siente y se saborea la prosa de un narrador vigoroso con el abrumador tono de los grandes escritores.
La estructura de la novela, igualmente, tiene una construcción cuidadosa y es fácil advertir que nada se dejó al azar. La variedad de sus personajes nos remite a indios, vaqueros, campesinos, negociantes, curas, apostadores, políticos, intelectuales, mujeres de diversa edad y condición.
El universo a veces sórdido de Carlos, periodista y escritor, da, no sólo el reflejo del mundo violento en la ciudad por la fría y calculada matanza que un antiguo combatiente del Vietnam realiza en el restaurante Pozetto de la capital donde mueren asesinados numerosos clientes, hecho que no sólo debe meditar en su condición de reportero, sino que más al fondo está su propia tragedia hogareña donde el alcohol parece su más asiduo visitante, ofreciendo como resultado la natural ruptura y la traición a que es sometido, porque para escribir supuestamente una novela ha dejado de lado sus obligaciones conyugales y no falta el amigo diligente que acuda a cubrir las urgencias y el vacío de su consuetudinario abandono. Tampoco falta quién se lo haga saber y en medio de una reacción más existencialista e intelectual, no acude al machismo connatural a los colombianos sino a expulsar de su casa a quienes con sus cobijas y en su cama cumplen el ritual amatorio.
A tales vientos de desgracia se suman las vidas fracasadas de sus hijos, al crecer, cuando la una termina como prostituta y el otro como drogadicto y transportador de coca al exterior.
Balada muerta de los soldados de antaño, cuatrocientas cincuenta y cuatro páginas, es el título de la primera parte de Los días en blanco que, como ya está dicho, integra una trilogía. Y qué mejor para definirla que el epígrafe de Horacio que menciona un siglo pestilente que todo lo corrompe y que refiere la perversidad de la edad de los padres y peor la de los hijos que engendrarán una progenie más corrompida. Porque de muchas maneras, entre las virtudes y los defectos de sus protagonistas, lo que sobresale es la miseria y el fracaso interior como si todos estuvieran condenados irremediablemente a la derrota.
De entrada se nos ofrece la sensación del paisaje agreste donde un hombre cabalga evocando el humo de la guerra, las travesías, los soldados muertos, las batallas de la guerra o nos trae el recuerdo de un Avelino Rosas.
Como si se mordiera la cola, la novela comienza con la frase perentoria de “-No hago más que dar vueltas en el mismo sitio, dijo” y termina con “-No hice más que dar vueltas en el mismo sitio, dijo”, ofreciéndonos el periplo de la inutilidad y lo precario de unas existencias que se mecen entre los sueños de grandeza y la realidad de su pequeñez.
Con una voz en tercera persona que muda frecuentemente a la primera, la novela introduce los razonamientos, las profundas y existenciales reflexiones de Carlos alrededor de una vida que en “cada nuevo eslabón era la perenne búsqueda y consecusión del fracaso” y cómo había pasado inexorable el tiempo, “ese río navegable de engañoso calado cuyo único puerto es la muerte”.
Entre exquisitas aunque dolorosas referencias cultas alrededor del tiempo o de la muerte, se dibuja el mundo de la política desde el parlamento o los ministerios, mostrando las triquiñuelas que se tejen en aquellas calendas y cómo actúa frente a ellas el periodista. Después la cámara retratará la atmósfera de su apartamento, la de la calle con su tráfico y sus limosneros, el permanente atar cabos relacionados con libros antiguos o contemporános, un inventario de noticias que ofrecen la temperatura de la nación y al final el titular y la fotografía del hombre que acaba de cometer la matanza en un restaurante céntrico de la ciudad.
El libro jugará alternativamente con un nuevo plano que nos remite a la voz de una muerta, María, y cómo ve de nuevo el paisaje y el ambiente de un lugar al que estuvo ligada en vida. Sus recuerdos, en una prosa que lleva la impresión de estar subidos en una nave de la mejor categoría, parecieran dejarnos cada vez que aparece la definición que Octavio Paz le diera a la poesía cuando afirma que es conocimiento, salvación, poder y abandono. La descripción, precisa, con tono poético, es la revelación de un mundo que crea otro y se convierte en el ejercicio espiritual de un alma en pena que inicia un viaje por los territorios de su infancia y nos transporta a la vida rural, a la respiración de aquel ambiente acompañada por la india Visitación y Rosa, su hermana, que lo será no sólo por la sangre sino por la vida antes del surgimiento de sus rivalidades, mientras que al fondo se respira la presencia de la guerra. El tránsito de su conciencia desde el más allá, en María, la trasladará como en un exorcismo y como una compensación por la historia y los conflictos de su familia y de lo que aconteció en los alrededores. Es como si retornara a la nostalgia del paraiso y el infierno que le tocó en suerte y como si todo dentro de un caracol le reprodujera los sonidos, las palabras y las escenas detalladas de un amor sagrado y maldito, de una solitariedad condenada al vacío y a lo superfluo de respirar y sentir que apenas saboreó la condena y el abandono. Su insuficiencia para rebelarse desde un comienzo la dejará presenciar los negocios de su padre como parte de su existencia y la llegada de un forastero como acicate para la expectativa y los celos mismos, al que su padre termina vendiéndole la casa que éste va contruyendo con la ayuda del indio Teodoro, su mujer y su hijo.
El misterioso recién llegado es nadie menos que el capitán Clodomiro Clavijo, “combatiente en las filas del general Uribe Uribe, el general Herrera y amigo personal de Tulio Varón. Peleó en Peralonso, Gramalote, Palonegro, Colón y Aguadulce”. Pero la prosperidad que trae en sus intenciones está respaldada en la existencia de un baúl que contiene un tesoro y es enterrado.
La existencia de María y Rosa parece mecerse entre lavar la ropa, coser, leer, vestirse para las ocasiones, ir a misa, pensar, recordar, opinar y esperar. En pocas y excepcionales ocasiones tendrán el valor de ser ellas mismas, como si la dignidad perdida resucitara de pronto. Las dos desean al recién llegado y las dos se permeabilizarán en el encantamiento de su pasión que las perderá como seres para terminar de alguna manera como objetos. Con plena conciencia del lenguaje que imprime a sus personajes, Ruiz va realizando una operación que no se contenta con describir una fábula sino sugerirnos y provocarnos reacciones frente a lo que plantea, como si el sentido recto de su prosa entrañara propiedades físicas para permitirnos con ella la pluralidad de los sentidos, es decir, que logra trascender los límites del lenguaje.
Adelante surgirán nuevos e importantes personajes, al tiempo que se mostrará socarronamente a Clodomiro Clavijo como el caritativo en medio de las reuniones del pueblo con las gentes notables, y se descubrirá cómo el padre Ermínsul, manejado por Clodomiro, proyectará el engaño a sus feligreses con su cara de viejo santurrón disciplinado, con sus bautismos, confirmaciones y sermones, celebrando además el aniversario de la fundación del poblado que comienza a dar muestras de crecimiento, hasta por el hecho mismo de la inauguración de la Funeraria Clavijo, casa, cuartel y negocio.
En medio de los amores, las seducciones y las conquistas de Clodomiro para Rosa y María, su sentido autoritario y de una dureza usual en los hombres de aquellos tiempos, se edifica su nuevo hogar que respira resignación y desgracia por la forma en que se suceden los acontecimientos. Pero más allá de los linderos de la casa o de la finca a la que termina enviando a sus mujeres para que tengan hijos, están de cuerpo entero las guerras civiles.
Debe resaltarse que es ésta una de las pocas novelas colombianas que con mano maestra y transcurrido casi un siglo de aquellos aconteceres, muestra las guerras como protagonistas de fondo con la descripción de sus personajes y batallas decisivas, con la mentalidad de época.
Pasados los años, en el natural desarrollo de una familia que vive o malvive la dictadura de la casa, Ildebrando pretende casarse con Soledad, hija del liberal Clodomiro, quien no permite que ella termine contrayendo matrimonio con un godo. Es así como aparece muerto de varios disparos y Soledad decide no volver a salir de su casa conservando el traje negro y a Dairo su hijo en el vientre. El itinerario será el mismo que cumpliera su madre y su tía al irse a la finca para el alumbramiento. Dairo como el hijo que queda testimoniando aquel amor frustrado, incubará un espacio de trama y de conflicto.
Las contradicciones llevarán mucho antes a Rosa, hermana menor de María, a que establezca una rivalidad por su hombre hasta el punto que una de ellas debe retirarse de la casa. Blanca y Lía, las hijas de Rosa con Clodomiro, sufrirán discriminaciones y tragedia.
Difícil intentar el resumen de una obra tan extensa que por la acumulación enriquecedora de detalles nos puede llevar al facilismo de cercenar importantes revelaciones de la historia y hasta dejarnos al antojo manipular a grandes rasgos temas con los que alcanza el autor el equilibrio, la forma y el movimiento. Es irreductible su creación y su testimonio y su ritmo permanente en revelaciones corre el peligro de desangrarse a título de una representación sintética. Sin embargo, por encima de la sujeción a sus palabras que le dan mucha vida a un mundo enriquecido, tanto por lo que se pinta como por lo que sienten y dicen los personajes, realizaremos una especie de orden cerrado para una construcción abierta.
La vida del protagonista en la parte urbana es la travesía en apariencia eterna por el paraíso tramposo del alcohol, la estación transitoria en el lecho o la conversación con sus amantes, la elaboración de las evocaciones de la infancia o la reconstrucción de las noches borradas por efectos del vino, la cerveza, el whisky o el ron, y entre tanto al frente está su oficio de periodista o escritor, su cotidianidad con Ivonne, su mujer, y Alberto y Viviana, sus dos hijos, en cuyo proceso surgirá la inevitable ruptura, el ir y venir bajo la atmósfera de un mundo sórdido y perdido entre el humo de los cigarrillos y los sentimientos de frustración casi como destino.
La existencia de Carlos se columpia entonces entre las calles, los apartamentos, los bares, las indecisiones, las mujeres, el trabajo, las permanentes referencias a libros y lecturas, las borracheras y los guayabos, el dolor de cabeza e inclusive el ocasional consumo de marihuana. Sobre tal acaecer llegarán los recuerdos de infancia, la visión del padre alcohólico, naturalmente irresponsable, la temporada a su lado contemplando la inmensidad del mar o la miseria de los lugares que habita, la pobreza y fealdad de sus amantes, la indefección de los hermanos medios y no falta en la evocación el definir la tosudez de la madre rezongona, su lucha desde el abandono, su terquedad para sobrevivir.
Las escenas van sucediéndose unas a otras como si en esa larga convalescencia que es su vida, nadara siempre entre las dudas de levantarse, bañarse, tomar cerveza, oir música, compartir con Sonia, su última amante, o traer el recuerdo de las otras que poblaron sus días. Todo sucede mientras sigue consumiéndose cada día entre los cigarrillos, la ducha, el jabón, la afeitada y la lectura de las noticias o los libros, sumándose cada asunto en un ir y venir por el presente y el pasado que lo atropellan como un necesario balance de fin de año.
Carlos es un voyerista de sí mismo y no sólo espía su vida por el ojo de la cerradura de su conciencia, sino que lo hace con los demás para visualizar y sentir que ha sido un fabricante de ilusiones y que tarde o temprano el juego llegará a su fin. Aunque él cree que “el infierno son los otros”, como afirmaba Sartre, el protagonista, soberbio y prepotente, termina alcanzando la valentía cuando confiesa sin rubor alguno sus sentimientos, pero no es más que un acto de contrición que pretende justificar y aplazar su destino de perdedor irredimible. Su permanente ebriedad, por otra parte, pareciera dejarle la sensación de que abraza otras dimensiones de la vida puesto que es así que indaga sobre ella de una manera más profunda.
Carlos no hace sino compensarse como abriéndose a sí mismo las puertas que cierra con la dureza e impiedad de su conducta y al que no le interesa encontrar nada sino buscar todo. Pero ese todo no es más que la recuperación de un pretérito, puesto que en el laberinto de su propia trampa es incapaz de hacer una estación en el camino como para volver a su lucidez y reconstruir los sueños y por ello sólo sabe sentirse entre escombros.
El divorcio entre lo que quiere y lo que hace, lo conduce de manera irremediable a su destrucción. No tanto por la enfermedad que termina padeciendo en su cuerpo sino la que carcome su espíritu. Sobre ella narra como testigo pero también como intérprete. Lo que vive lo transforma necesariamente en un hombre melancólico, mas no en un hombre vacío gracias a su capacidad intelectual, a sus lecturas, a su postura filosófica frente al mundo, a su capacidad estelar de reflexión.
La quiebra de los valores y creencias tradicionales, así como el nacimiento de nuevas bases ideológicas y filosóficas, tiene en la novela de Hugo Ruiz un amplio panorama y hasta el resultado de ellos se ofrece en personajes que padecen una profunda crisis mental, moral y cultural. Todo ello sacude los fundamentos más profundos de esas existencias y se generan en medio de un clima de violencia, angustia, desesperación, zozobra, temor y desesperanza.
Son seres acompañados pero solos que ante la soledad y el abandono que los busca o se buscan, les deja apenas el camino de indagarse a sí mismos, a debatir alrededor de la naturaleza y el destino del ser, caminando, como sin remedio posible, hacia las motivaciones más hondas y secretas del subconciente. Lo anterior indica que si bien es cierto se suceden en un medio concreto, plantean un sentido universalista de la vida. La búsqueda del estudio del propio ser y de quienes lo rodean, que es lo que hace Carlos a lo largo de la novela, conducen a la búsqueda de respuestas a sus dudas y enigmas.
Ello no significa que se estacione tan sólo en estas indagaciones, porque la obra no descuida los problemas exteriores del hombre en el campo de la política, la economía y lo social. Sin embargo, particularmente en las reflexiones del protagonista, puede sentirse que apresa con maestría la realidad sicológica y vital del hombre contemporáneo y sus luchas, no tanto contra los otros hombres sino consigo mismo, dejando el campo de la mente humana divagar en el fluir del subconciente con maneras de concebir la vida desde el existencialismo y otras corrientes filosóficas.
Las reacciones ante los estímulos e incitaciones de ese mundo oscuro, se expresan con una forma intelectual, culta, como si el simbolismo hallado en las lecturas y en las citas le sirvieran como muleta preferida para explicarse la vida y justificarla. Esa angustia metafísica que refleja la novela en su parte urbana, esa sensación de desesperanza frente al destino, esa sensación de soledad y de aislamiento, ese abandono y rebeldía frente a lo absurdo de la vida, presenta al hombre tratando de hallar su destino en un mundo que considera en quiebra. De este modo, así no se quisiera, la obra termina siendo de carácter testimonial de la crisis del mundo que nos tocó en suerte.
Alguna vez Cortázar afirmó que el escritor es su propio psicoanalista y aquí, aunque se sustituyen rostros estrictamente personales, se desintoxica el autor para botar la lava de su propio volcán alrededor de lo que ha vivido o ha visto vivir, de lo que agrada a sus sentidos y lo que sus sentidos rechazan. Es como si dijera toda la verdad sobre su medio social e histórico, político y económico, subjetivo y objetivo, pero sin enmascararla con la escritura sino descubriéndola estética y vitalmente gracias a ella.
Ninguno de los personajes se salva del juicio final porque en el repaso de sus actos o de sus pecados, para usar la ética cristiana, puede decir a conciencia que es digno de pisar el paraíso. Unos por haber tenido la miserableza de la falta de honor y de valor, por haberse resignado al dejar hacer y a la obediencia, por no cumplir con el deber de rebelarse y apenas de encarnar la cobardía. Otros por representar el papel de victimarios ocupados en cumplir de manera egoista con sus deseos y caprichos por encima de los de los demás. Todo ello no implica que se trate de los buenos o los malos de la película porque cada quien carga su dosis de maldad o su ración de virtud. Unos pecan de pensamiento, otros de palabra y otros de obra.
El narrador emprende un viaje alrededor de los otros para tropezarse con apariencias y verdades, para ir al corazón de los personajes, para entender a cada paso que se puede huir de todo, como decía Vargas Vila, menos de nosotros mismos. Si bien es cierto se ven sus almas desnudas palpitar, soñar, recordar y sufrir, también lo es que en ese estado se nos revela lo trágico de los pensamientos que provienen sólo de la pasión. Pero es gracias a ella que puede levantarse parte de la historia en donde se construyen, se destruyen y se reconstruyen las voces del pasado, del presente y del porvenir. Todo apunta a la preparación de una tormenta donde la memoria logra perdurar, a pesar de la muerte, porque esa es otra forma de vivir.
No deja de entreverse un tono trascendentalista para rechazar la sociedad y lo que la compone en sus diversos modos de producción social, enfocándose su sentido a una visión voluntarista de lo sórdido, lo amargo, lo desesperado y pesimista, encarnado por seres que, como ya está dicho, son a la vez víctimas y victimarios de un desgarramiento profundo en su personalidad.
La dinámica de Balada muerta de los soldados de antaño nos arrastra como un río sin que podamos evitar el descenso porque a cada paso sin tregua nos devora. Ahí está la capacidad de seducción de un autor que conoce la trampa de la literatura y los secretos de la conquista para el lector. No por ello se convierte en un efectista al estilo de los presdigitadores, sino que entiende cómo lo desbordante de la realidad es la sinceridad con que la pinta, conque la sublima, con lo que deslumbra en la bucólica del tiempo y en la seguridad de un lenguaje que nos empuja al regocijo por su precisión y su talento. Si el autor nos sumerge en cielos desgarrados, en ensueños que parecen revolcarse entre sus cenizas, nos saca igualmente airosos porque nos enseña otra vez que la literatura es una categoría del pensamiento, del conocimiento, de la vida en sus más profundas acepciones. Y si nos entrega un mundo que no es necesariamente ejemplar, es, sin quererlo, para ofrecernos el espejo de los abismos a los cuales no es bueno asomarse nunca. No parece verdad tanta “belleza”, pero Juan Rulfo tenía razón cuando afirmaba que “la literatura es una falsedad pero no es una mentira”.
No podría enmarcarse la novela en un movimiento o tendencia específica porque realiza una mezcla afortunada entre existencialismo, neorrealismo, trascendentalismo, sicologismo, neonaturalismo y superealismo, entre otras.
De todos modos, la representación que logra Hugo Ruiz de las complejidades de la vida en el interior de la mente, es de una lucidez triunfante. Igualmente, las técnicas utilizadas demuestran su alto dominio en la arquitectura novelística actual, puesto que no deja de lado ni el monólogo interior directo e indirecto, la descripción omnisciente o el soliloquio, así como maneja el contrapunto al darle varios niveles a la narración, situando en ocasiones planos paralelos, simultáneos y entrecruzados, reflejando trucos como el de repetir textos exactos que antes estaban escritos en la novela por un supuesto narrador omnisciente y que terminan siendo apenas la reproducción de una novela que se hace sobre la novela y que es la misma. Es, como diría Orlando Gómez Gil de otro libro, que a veces da la impresión de que un niño jugador ha trastocado las páginas del manuscrito. Tales influencias que vienen de Proust y de Mann, las combina con el uso de textos clásicos y modernos como lo hiciera Joyce y no dejan de manejarse simbolismos y alegorías, al tiempo que utiliza traslaciones, o mejor, aprovecha circunstancias presentes de sus personajes para presentar hechos remotos y pasados.
A pesar de que existen pasajes donde se describe la práctica de la brujería clásica con sus rituales de sobra conocidos, no se llega a rozar el famoso realismo mágico sino que se va a las técnicas del realismo crítico. Finalmente, debe señalarse que si surgen protagonistas definidos, aquí pudiera decirse que el protagonista es múltiple por cuanto en varios importantes apartados se introducen caracteres colectivos, al tipificar una comunidad particular y varios miembros de grupos sociales específicos.
En síntesis, el montaje no deja nada al garete y es una inteligente y audaz construcción de un edificio narrativo que encarna un notable esfuerzo y testimonia con maestría una muy hábil adaptación de técnicas que le ofrecen una particular fisonomía.
Temáticamente debe subrayarse que si por ahí pasa la historia del país desde la perspectiva de los personajes, también lo es que no se descuida en mostrar los grandes magnicidios de nuestra época contemporánea.
Al final, terminará confundida y explicada cabalmente la saga familiar y la herencia de sordidez que la acompaña y los planos que parecían retratar dos mundos distantes tanto en el tiempo como en el espacio, culminarán en uno solo.
Existen capítulos como arrancados de las mejores novelas de suspenso al crear los detalles y la atmósfera, por ejemplo, del misterioso, atractivo y arriesgado forastero que se enamora de Carlota y comete actos fuera de lo común para llamar su atención. Vendrán desenlaces para cada asunto planteado sin que quede nada por fuera de la atención del novelista que no deja cabos sueltos y se desarrollarán las profundas motivaciones de diferencia y resentimiento entre Rosa y María la evolución de las existencias de Antonio, Julia y Soledad dando a luz a Dairo y Gustavo, los recuerdos de la muerte y el entierro de Ildebrando, la fuga de Julia con Abel a pesar de temer a su padre Clodomiro, los viajes a la hacienda, en fin, cómo empiezan, transcurren y terminan aquellas existencias que van parejas a la construcción, destrucción y resurgimiento del poblado mismo.
De otra parte, la vida de Carlos, sumido en su interioridad y combinada con el alcohol y la escritura de la novela que es la misma que por momentos se lee y sobre cuyo acto creativo surgen discusiones, tendrá como fondo la conclusión de que la materia prima de su trabajo es, como diría Sterne, su propio sufrimiento. Repasará una y otra vez su itinerario. Desde su infancia, desde la convivencia con mujeres abandonadas, desde su mutismo en el cual transcurren varias muertes, incluida la de su padre con cáncer de esófago, desde los amigos y las farras, los viajes y el despilfarro de toda una existencia en medio de “la oscura procesión de sus días y noches”.
Se examina aquí a un escritor intelectualmente íntegro que no acude ni al estereotipo, al clisé o a la retórica para pintar profundamente su universo y que, como en un regreso a la memoria, vuelve significativa la historia y su ficción desde el campo de la literatura. En ella Ruíz no muestra piedad alguna ni para su país ni para sus personajes, haciendo válida una declaración de Vargas Llosa cuando afirma que “mientras más duros sean los escritos contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él, porque en el dominio de la literatura la violencia es una prueba de amor”.
Sin proponérselo, quizá, Hugo Ruiz, a través del pensamiento que explora ya sea por el camino de la magia, la religión o el sentimiento trágico de la vida a que aludiera Unamuno, devela dogmas políticos sin discursos porque va de la mano de lo cotidiano, de la realidad sensible, del estado de las cosas que como vasos comunicantes respiran historia, tiempo y mundo.
Sin el requerimiento básico del saber no podría concebirse una historia así ni su manera de narrarla. Los procedimientos a los cuales ya hice referencia se combinan para reconocer verdades, descubrir lo falso y darnos poco a poco, como en un viaje terrible por el ser, un viaje hacia el infierno. Pareciera que las batallas emprendidas tuvieran sólo la salida del fracaso y la destrucción, pero sale airosa la novela que por decir lo que dice y por hacerlo como lo hace, es la única triunfadora sobre el lodo de la miseria que descubrimos.