MIS AÑOS CON HUGO RUIZ

Carlos Orlando Pardo

Tengo con Hugo Ruiz el maravilloso e incancelable recuerdo de una larga hermandad compartida entre su disciplinado amor a los libros, la bohemia, los viajes y el trabajo a lo largo de cuatro décadas intensas. Lo conocí en Ibagué durante el verano de 1967 cuando llegó a un pequeño café donde nos encontrábamos para discutir literatura con su hermano Roberto que le llevaba cuatro años. Aquella tarde, tomando cerveza como sería siempre usual con él, discutieron durante varias horas sobre grandes novelas de la narrativa universal. Como profesor de literatura por entonces, gozaba tan grata tertulia junto a mi hermano Jorge Eliécer y desde esa época comenzó una sincera amistad que nunca ha terminado, puesto que sin desmayar continuamos evocando sus anécdotas, imitando su voz y pensando con Álvaro, su hermano, en la reedición de sus libros y en publicar la extensa novela que dejara inédita. Por los días evocados, llevaba Hugo como ocho años de ejercicio periodístico en una carrera que duraría 46. Empezó a sus 17 en el diario El Cronista de Ibagué comentando películas y libros y no pocas veces lo hizo en el desaparecido periódico Tribuna. Supe después que su vida en la ciudad donde había nacido comenzaba en medio de las reuniones literarias en casa de la escritora Luz Stella alrededor de la cual mantenían Mario Lafont y Augusto Trujillo, entre otros, pero él era insistente hasta el punto en que terminó casándose con Lucero, sobrina de la narradora y hacedora de versos con quien tuvo sus dos únicos hijos que hace ya rato viven en Estados Unidos. Para quienes nos conservábamos como lectores impenitentes de periódicos y revistas, ya su nombre nos era familiar con crónicas en los grandes medios que alcanzaban a ser destacadas a varias columnas. Curiosamente, once años después de nuestro primer encuentro, publicaríamos por Pijao Editores la primera edición de su libro de cuentos Un pequeño café al bajar la calle que reedité luego de una década con cinco cuentos más. Desde aquel primer encuentro conversado entre los hermanos Ruiz y los hermanos Pardo que tanto aprendimos de ellos, el tiempo pasó sin que fueran frecuentes sus visitas hacia estos lugares y sólo cuando era el comentarista de libros en la Radiodifusora Nacional de Colombia, aprovechaba la ocasión para visitarlo, primero en El periódico que dirigía Consuelo de Montejo y luego en la Cámara de Representantes donde ejercía en su condición de Jefe de Prensa. Lo observaba rodeado siempre de las grandes figuras políticas de entonces que lo consultaban con respeto, hasta el punto en que llegara a ser elegido Jefe de Prensa en Bogotá de la campaña presidencial de Alfonso López Michelsen, convertirse en colaborador de Nueva Frontera dirigida por Carlos Lleras Restrepo, a quien le agradaba con Hugo la tertulia, trenzar amistad con los viejos Santos en cuyo medio aparecían sus colaboraciones, hacerlo en El Espectador, El Siglo y La República, escribiendo ensayos y comentarios en el Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel Arango, las revistas Visión, El Café Literario, para cuya edición se hacía conversatorio con Néstor Madrid Malo, Pluma, alrededor de su fundador Jorge Valencia Jaramillo, Eco, Razón y Fábula, de la Universidad de los Andes, Letras Nacionales, orientada por su amigo Manuel Zapata Olivella, La Gaceta, Cromos, Lámpara, Diners, Crítica, Encuentro Liberal, Nueva Frontera, Hojas Universitarias, Mundo Nuevo, Enfoque Internacional, en fin, todo después de haberlo hecho en los periódicos locales.

 

Cuando volví a verlo, mantenía impecablemente vestido, el nudo de la corbata con aire de perfección, unas mancornas que cambiaba cada vez y un traje de paño inglés gris o azul oscuro que le daban un aire de elegancia. Descomplicado y con un poder poco usual en un periodista, no lo veía en su condición de escritor a pesar de que él no deseaba otra cosa que conversar sobre literatura. Sacaba tiempo en medio de los naturales atafagos para que nos tomáramos un café y me dejaba la recomendación de leer algún autor que discutiríamos en mi próximo viaje cada dos semanas. Nunca distraía sus momentos en hablar de política y fue de los que se conservó sin las emociones de sus compañeros de generación por los tiempos de la agitaciónpolítica donde el escritor sólo hablaba de ideologías y consignas, de la vida del compromiso y de asuntos sociales, de la revolución y de las estrategias.

 

Compartí muy de cerca su existencia cuando regresó a Ibagué para asistir al entierro de su hermano Roberto a quien le sobreviviría 29 años. Desde entonces se estacionó aquí, al lado de Lucrecia, su madre, salvo las dos etapas cuando estuvo viviendo en España, primero aprovechando la ocasión de una convocatoria que nos hicieran de la Universidad de La Sorbona por 1980 y luego tiempo después permaneciendo casi los dos años. Durante tan prolongado ciclo celebré puntualmente su cumpleaños en mi casa cada 15 de octubre y tuve la fortuna de contar con su experiencia y conocimientos durante 12 años porque trabajamos juntos para atreverme con Pijao Editores a publicar textos fundamentales en la historia regional. Entre uno y otro avatar, alcancé el honor de leer en diferentes épocas los diversos originales de su esperada novela Los días en blanco, cuya versión última de entonces me entregó unos meses antes de su muerte.

 

Con Hugo bebimos más de la cuenta porque las tristezas o los triunfos contaban con nuestra celebración entusiasmada, ya cuando aparecía un cuento suyo seleccionado por Eduardo Pachón Padilla para El cuento colombiano contemporáneo; en el Uruguay para la antología Nuevos Rebeldes de Colombia; cuando fuera traducido y publicado al alemán por Peter Shultz-Kraft; en España cuando gracias a Héctor Sánchez fue contactado para realizar el prólogo a la edición de El Extranjero de Albert Camus para las ediciones del Círculo de Lectores de Barcelona y qué no decir al aparecer La violencia diez veces contada de Germán Vargas, El Tolima cuenta o la última que logramos con Cuentistas del Tolima Siglo XX. La excepción vino sin un solo trago cuando dos meses antes de su viaje final, salió la rigurosa antología Magia de las Indias por editorial Planeta en edición conjunta con la Academia Española de la Lengua para el congreso donde se homenajeó a García Márquez en Cartagena. Allí se encuentra un relato suyo sobre la ciudad que apareció junto a textos del mismo Gabo, Álvaro Mutis, Rojas Erazo, Zapata Olivella, Marvel Moreno, Germán Espinosa, Oscar Collazos, Juan Gossain y Roberto Burgos, entre otros.

 

Diez años antes de su muerte, en 1998, publicó su último libro, lúcido volumen de ensayos que bajo el nombre de Textos para conciliar el sueño nos dejó a sus amigos y lectores. Sufrimos y nos divertimos hasta el amanecer trabajando y no bebiendo cuando culminamos libros de los cuales fuera coautor como Protagonistas del Tolima Siglo XXPintores del Tolima Siglo XX, Músicos del Tolima Siglo XX e Ibagué: sus múltiples rostros, de Pijao Editores.

 

Difícil se hace resumir en tan poco espacio 40 años de camaradería. Y sobre todo tras su marcha final que nos deja una sensación de malestar que no cesa, de nostalgia que crece y la evocación de su frase de alguien afirmando que morir es simplemente dejar de ser visto. Su muerte nos dejó realmente disminuidos y con una estremecedora desazón y desconsuelo. Uno se prepara para vivir la vida con los amigos pero no para sufrir la partida verdadera. El otro día, al atardecer, lo vi en la pizzería con los ojos perdidos en el parque, una cerveza recién empezada sobre su mesa y el eterno cigarrillo en los labios. Al acercarme me pareció que no miraba a ningún sitio y que estaba disipado en el territorio de su pasado o en la búsqueda angustiosa de un futuro incierto, pero no se trataba de ninguna de las dos. Me dijo invitándome a la mesa con una sonrisa complaciente que acababa de encontrar la imagen para redondear un personaje, el hijo del cochero, en su tan largamente esperada novela a la que entregó devoto y por períodos largos pero no continuos por lo menos tres décadas. Por una u otra disculpa con argumentos parecidos, se dio a la tarea de la perfección, al miedo de verla terminada para no deshabitarse, al temor que seguro le despertaría la indiferencia o de manera simple porque le daba la gana de pasársela en esas. Con Hugo conversamos sobre cómo había empezado a encogerse la generación que llegara después de García Márquez por la muerte de Roberto, su hermano escritor, Eutiquio Leal, Humberto Tafur, Arturo Alape, Jairo Mercado, Eligio García, Miguel de Francisco, Darío Ortiz, Marvel Moreno, Eduardo López Jaramillo, Moreno Durán, César Pérez (mucho más joven), Germán Espinosa y de tantos otros que se encontraban en un proceso de enfermedad con pronóstico seriamente reservado como el caso de Ignacio Ramírez. Después, la crónica de una muerte anunciada llegó a su fin.

Cruzando los 65 años tras haber ejercido el periodismo en prensa, radio y televisión, tras sus bien surtidas reseñas, comentarios y críticas en diarios y revistas con los cuales podría hacerse un libro, tras dirigir la colección Vida y Obra, de su editorial Astrolabio, de la cual aparecieron, entre otros, detallados estudios sobre Borges, Cortazar, Hemingway, Proust y Cavafis, tras su oficio impenitente de fumador de libros para convertirse en un verdadero intelectual, tras su experiencia como director del Taller literario en la Universidad del Tolima, su último oficio, nos queda la certeza de haber conocido y disfrutado a un escritor de verdad al que sólo lo rindió la muerte.