ANAMARÍA RUEDA

 

A los trece años estudiaba en el taller de David Manzur. A los veintiséis realiza su primera exposición individual con buena acogida ante el público en general y la crítica especializada, pero para entonces ya había andado medio mundo y estudiado la obra de grandes nombres de la pintura universal. Hoy, tras largos años de brega, de trabajo sostenido, de aislamiento y soledad en los lugares a que se retira para pintar, puede mostrar una obra sólida, experimental y audaz.

Esta, su primera exposición, consistió específicamente en paisajes. Los dos últimos años que vivió en Francia se instaló en un pueblo a treinta kilómetros de París en una casa campestre que ella prefiere denominar "agreste" y comenzó a hacer sus primeros paisajes. Soportando inviernos gélidos y veranos ardientes, sin concederse tregua, pinta a toda hora. En estos paisajes abstractos concentra su atención en la línea del horizonte, línea divisoria entre el cielo y la tierra. Es aquí donde comienza a gestarse su lenguaje simbólico. Busca trabajar a partir de estos símbolos arquetípicos y de nociones básicas como la vida, la muerte, la transmutación, el ciclo vital. Pero el paisaje venía de atrás. Ana María Rueda nació en Ibagué en 1954 pero siendo aún muy niña su familia se traslada a la capital de la república y por un tiempo vive en Tibitó, en la sabana de Bogotá. Su padre, Hernando Rueda, ingeniero civil, quien debido a su profesión viaja constantemente, la lleva luego a vivir a Cartagena en donde él es también navegante. Cartagena es una ciudad que juega un papel decisivo en su infancia y en la cual cursó parte de su primaria y en donde vive expuesta al mar y al viento.

Tras su experiencia en el taller de David Manzur, Ana María cursa un año de su bachillerato en una localidad de Canadá, a orillas del lago Erie. A los veinte años llega a París desde donde emprende viajes por Europa, África y Estados Unidos para luego regresar a la capital francesa e ingresar a la Escuela Superior de Bellas Artes en donde obtiene el título de maestra en pintura en 1979. Es entonces cuando regresa a Colombia y realiza su primera exposición individual.

Todo comienza con el abuelo paterno, Plutarco Rueda, un personaje que parece escapado de las páginas delirantes de Cien años de Soledad. Este abuelo era inventor. No hacía nada distinto. Inventaba máquinas fantásticas. "Yo pienso ahora, dice Ana María, que quien más influyó en mi determinación para escoger el arte fue él. De niña todos los regalos que me hizo eran o materiales de arte, o enciclopedias o libros sobre artistas y no sólo me hablaba de todo eso sino que mostraba un gran interés por lo que yo hiciera. Era un espíritu muy libre y de gran imaginación". Ana María no se alejó del todo del paisaje pero ahora lo aborda desde otro punto de vista. De un tiempo para acá ha venido trabajando los elementos de la naturaleza. Empezó con el agua, que la lleva a la representación del ritmo, del movimiento continuo, el agua como dadora de vida. Después trabajó la tierra.

El aire, motivo de una de sus exposiciones exposición, trae consigo el aliento vital, el espacio, lo etéreo, la expresión más sutil de la materialidad. En este momento se encuentra desarrollando su idea del fuego. Es, ciertamente, una mujer de temple, suave y fina pero firme. En Europa, durante sus años de estudio, se encontró con el Giotto en Italia y tal encuentro la impresionó de manera profunda. Lo mismo le sucede en España con Velásquez y Goya, y en otros museos y libros con las miniaturas bizantinas, la pintura egipcia y la religiosa. Vendrán luego Picasso, Miró y otros pintores modernos. Pero dice que lo que más la ha marcado radicalmente es la naturaleza con base en la observación, de convivir con ella manteniendo los ojos bien abiertos. "La naturaleza siempre nos está enseñando algo", dice. Por diez años, hasta la separación, estuvo casada con Rodrigo Castaño y de esta unión hay dos hijos.

Mira su obra de una manera totalmente vital. El fuego, elemento que actualmente trabaja, no está representado por medio de la pintura sino que es un tema y también una herramienta, lo que hace que el resultado sea impredecible. En el fuego le interesa la huella, lo irrepetible, lo instantáneo. Lo está trabajando quemando directamente sobre bloques de madera que utiliza como soporte para las especulaciones de la imagen y el símbolo.

Aborda su trabajo con tezón y ejerce una vigilancia continua sobre su desarrollo.

En los últimos diez años ha expuesto en Perú, en la galería Diners de Bogotá, en Nueva Delhi en India, en el Museo de Arte Moderno en Bogotá en 2005, en el Museo de Artes visuales de Uruguay y en la galería Jenny Vilá en el año 2009.

Obvtuvo Mención de honor en el XXXVI Salón Nacional de artistas en 1996 y su obra figura en las colecciones permanentes de los Museos de Arte Moderno de Bogotá, Cali, Cartagena, Barranquilla, en la fundación Museo de Bellas Artes de Caracas y en la colección del Banco de la República de Bogotá.


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