JULIO ROLDÁN (MANZANA)

 

A los diez años de edad y con un cuerpo minúsculo, un niño tiene que subirse a unas cajas de madera para alcanzar el micrófono y cantar La cama vacía, mientras la algarabía del radioteatro de la Voz del Tolima se silencia y él termina la interpretación en medio de los aplausos, el peso farina que le entrega el payaso “Pepino” y un obsequio más que le da la Cacharrería Legal. En este programa llamado Festival Infantil, dirigido por Enelia Caviedes Pérez y Antonio Rocha Peñaloza, inicia Julio Roldán su periplo por la canción.

Aunque ese niñito de carrillos abultados, nacido en Ibagué en el año 1947, no aumentaba mucho de estatura, sí fue creciendo íntimamente y fijándose metas para salir adelante a como diera lugar. Luego de cursar algunos años de bachillerato entró a trabajar como mensajero y a continuación se matriculó en la lista de quienes aspiraban a la gloria, empujando con sus músculos y su garra un caballín de acero.

Julio Roldán fue un ciclista aficionado, de esos que madrugaban a las cuatro de la mañana, se vestían con una franela desleída y unas pantalonetas estrechas y se aventuraban por las carreteras que salían de la ciudad. Tras el color rojizo de los stop de lerdos camiones como linterna, llegaba hasta Boquerón, descendía a Coello y se enfrentaba a las curvas y a las lomas en busca de una línea lejana que lo entronizara como un escarabajo triunfador. Pero “Manzana”, que ya por entonces había sido bautizado así por el círculo de madrugadores y soñadores del ciclismo, se fue dando cuenta que no tenía sino su coraje y entusiasmo para ganarle la carrera a la vida. Por entrenador lo acompañaba un amigo en una moto quien se limitaba a lanzarle frases de apoyo y solidaridad. En la ciudad no existían realmente entrenadores, y quienes se encargaban de este perfil eran simples aficionados, compañeros oportunos, cargadores de gaseosa y agua.

Cuando necesitó, además de entrenador, un patrocinio estable que le permitiera asistir a la Vuelta de la juventud luego de haber participado exitosamente en tres nacionales turismeros, se dio cuenta que el ciclismo era tan sólo una quimera que únicamente podían conquistar los privilegiados de la fortuna. Abandonó los entrenamientos en las madrugadas rondando por los llanos de la meseta de Ibagué, sintiendo el impacto de los insectos sobre su rostro y experimentando el dolor de los músculos después de cada etapa. Pero no se sintió desfallecer. Recordó sus viejos tiempos de cantante infantil y volvió a la Voz del Tolima, esta vez para participar en el concurso Futuras estrellas de la canción.

Aunque ganó algunas eliminatorias no logró alcanzar el triunfo final. La competencia era dura y los intereses diversos, pero a Manzana le quedó la satisfacción de haber hecho emocionar al público con las melodías que seleccionaba muy bien y hacía surgir de su garganta para golpear la sensibilidad no sólo de los asistentes al radioteatro sino también de quienes seguían el programa por radio. Un amigo que estudiaba en el Conservatorio lo animó para que se vinculara a una orquesta, pero él veía eso como un espejismo, pues si bien es cierto estaba seguro de su afinación y medida extraordinaria, era consciente que no estaba en condiciones de cantar profesionalmente. Sin embargo, su amigo insistió y un día le presentó a Chilo Rey, su vecino y director de una orquesta. Chilo lo había escuchado en un programa estelar en el que había cantado casi una hora, gracias a Enelia Caviedes, quien también le había dado lo que consiguió de cuñas publicitarias, ochenta pesos para su propio beneficio.

Aunque no estaba buscando ser enganchado por la orquesta, Chilo le dio la oportunidad y un miércoles le dijo que cantara lo que deseara. Seleccionó Lamento borincano no únicamente por la historia que contaba, sino porque se sentía identificado con ese campesino soñador. Estaba muy nervioso. Cuando la orquesta inició, sintió que lo levantaban de la pequeña tarima y que volaba sobre los acuciosos músicos y comenzó a cantar con todo el entusiasmo posible. Pronto se le olvidó la letra y siguió tarareando hasta el momento preciso en que pudo encontrar, al final de la melodía, la palabra exacta que cerró su ingreso a la orquesta. Su primera presentación fue en un matrimonio. Cantó por más de cuatro horas y recibió como pago quinientos pesos, mucho más de lo que ganaba en su oficio de mensajero. Al día siguiente asistió a su trabajo con una sonrisa de satisfacción y le anunció al jefe que renunciaba porque ahora era un artista. El jefe, que lo apreciaba mucho, le dijo: “Usted lo que es, es un loco” y le deseó suerte en su nueva aventura. Estuvo cerca de un año con Chilo Rey como su cantante oficial, escuchaba música todo el día, compraba cancioneros de todo tipo y trataba de imitar a los intérpretes. El fin de semana se presentaba en los grilles, discotecas o sitios de recreación, entonaba notas picantes que alegraban a los asistentes. En medio de la admiración y los comentarios positivos fue construyendo su autoestima, la misma que lo empujó por nuevos caminos, esta vez en la capital de la república. Fue llamado de Bogotá para la orquesta Los Silver Jazz, integrada por alumnos egresados del Conservatorio del Tolima y que habían ocupado el segundo puesto en el programa La hora Philips. Con ellos trabajó otro año y estuvo conociendo el mundo de la farándula capitalina y los distintos tramados que ahogan o hacen surgir.

Fue el año de aprendizaje. Por eso regresó a Ibagué y se enroló en la orquesta Sonivisión. También estuvo en la orquesta Caribe y en Henry y su combo. Contrajo matrimonio y se le invitó nuevamente para integrar una orquesta en la capital llamada Punto Blanco, precisamente por los días en que estaba en boga la música de Los Graduados y Manzana se dedicó a imitar al loco Quintero. En el nuevo ciclo inició su paso vertiginoso por muchas orquestas de Bogotá, las mismas que alcanzaban un apogeo momentáneo y después se desintegraban. Su primera grabación fue con Los Diferentes, un grupo de muchachos con quienes interpretó música de moda, uno de cuyos éxitos fue La chaperona. A los pocos meses trabajó con el maestro Francisco “Pacho” Zapata y con él grabó un larga duración que fue éxito en su época y se convirtió en pieza indescartable en todas las rumbas del país. Composiciones como El baile del muñeco, Déjala que se vaya, El guayabo de la Y y La calentana estuvieron por mucho tiempo sonando no sólo en las radiodifusoras sino en los equipos de sonido de muchos colombianos.

En sus inicios como cantante comenzó a fraguar proyectos. Uno de ellos, quizá el que más se reiteraba, era el de cantar con una gran orquesta. Una vez asistió a un baile en Honda donde su modesto conjunto de vallenatos alternó con la famosa Tropibomba y allí quedó alelado ante el despliegue técnico y el virtuosismo de los músicos en sus interpretaciones. Se sintió apabullado en la siguiente ronda al haber escuchado ese portento de orquesta.

En uno de los descansos se le acercó al director de la Tropibomba expresándole su admiración. El director le agradeció el gesto e igualmente lo felicitó por el coraje de cantar con tan modesto grupo. Manzana le pidió una oportunidad y él le contestó que algún día se verían en Bogotá. La oportunidad llegó. Luego de participar en un concurso logró ser elegido como el cantante oficial de dicha agrupación. Durante dos años estuvo mimado por la gloria pero la realidad fue más contundente. La orquesta se desintegró por falta de disciplina de los músicos y así acabó una de sus grandes ensoñaciones. En Bogotá pasó tiempos difíciles. Su contacto con el medio artístico lo llevó a caer en las garras del alcohol, pues entre el abstemio y el vicioso sólo hay un paso y las luces multicolores, el entusiasmo de la música y el licor que circulaba frente a sus ojos, lo condujeron a beber con frecuencia y a dejarse acariciar por las veleidades del éxito.

Con Los Reales Brass de Colombia tuvo una temporada y para ellos compuso el tema Colombia es mi tierra, un ritmo tropical bastante pegajoso que, posterior a su retiro, fue grabado por esta agrupación. Con ellos visitó varias regiones y ya para entonces contaba con un poderoso equipo de sonido que alquilaba para las presentaciones de la orquesta. En Purificación, por inconvenientes con el contrato, Manzana decidió organizar su propia agrupación. Manzana y su grupo data de 1980 y se estrenó en el Club Miramar de Bogotá donde era a la vez administrador y director artístico. En esos días tenía que cantar toda la noche y sólo sacaba espacio para refrescar su garganta con una gaseosa y de una tanda de salsa pasaba a la de baladas o vallenatos. En esta actividad aumentó su repertorio y templó su ánimo.

Con su grupo grabó un larga duración, algunos jingles publicitarios para entidades de la región y realizó presentaciones en distintas ciudades del país donde ha podido alternar con orquestas importantes como Niche, Guayacán, La Gran Banda Caleña y Los Graduados, entre otros, frente a los cuales ha dado muestras de versatilidad y amplio conocimiento del canto, así no lo haya estudiado formalmente. Hubo un período de agitado trajinar artístico que lo llevó por distintos barrios de la capital con la emisora La Voz de Bogotá, la que tenía un programa que buscaba dar a conocer a la comunidad los distintos grupos musicales que armaban verdaderos festivales con amplia participación popular y con un inusitado interés de alegrar estos espacios.

Luego de incursionar en bares, grilles y discotecas, se radicó en Ibagué donde organizó El rincón de la sonora como un homenaje a esa orquesta de la cual es admirador, como lo es también de cantantes al estilo de Joe Arroyo, Cheo Feliciano y Oscar de León con quien ha establecido una gran amistad, ya que ha alternado en varias ocasiones y siente un profundo respeto por su profesionalismo y por la sencillez que siempre demuestra.

“Manzana” conserva su buen humor. Suelta la carcajada cuando se acuerda de su negocio El palacio de las bromas y cuenta algunas charadas que le hizo a sus ingenuos clientes. Guarda silencio por unos segundos y trata de recopilar su existencia en frases como “Yo dependo desde hace muchos años de mi voz. Ella me ha permitido superarme y gracias a mi tesón, he podido ganarme un espacio no sólo en el contexto de la música regional, sino a nivel nacional donde siempre me recuerdan como el loco Manzana”. Con cuatro hijas, fruto de dos uniones, un nieto y un C.D. que acaba de grabar en el 2002 titulado 20 clásicos de la música romantica y salsera, “Manzana” discurre por todo su pasado con un dejo de escepticismo, pero con una fluidez verbal que mezcla el dicho popular con la jerga del medio. Habla de su programa radial en Ecos del Combeima los sábados por la tarde donde comenta sobre todo la Sonora Matancera y los chismes del medio.

Ahora se queja del desconocimiento que ha sufrido por parte de sus mismos paisanos. Entonces se levanta, busca entre un archivo de discos y saca los nueve larga duración que exhibe como los trofeos innegables de su labor. Tose repetidas veces y se queda en suspenso al sentir de nuevo esa laringitis que lo afecta y guarda otra vez silencio como si quisiera resguardar esa arma con la que ha estado combatiendo en la dura batalla por la existencia.



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