CANTALICIO ROJAS GONZÁLEZ

 

La música de Cantalicio Rojas González no quedó en el olvido. Su obra se conoció en Europa y los Estados Unidos gracias a las giras triunfales de hace décadas realizadas por los coros del Conservatorio de Música del Tolima y las del grupo Cantatierra, a las emisoras y a los festivales donde obtuvo sus primeros premios en la voz y la interpretación de los grandes duetos del país. Sin embargo, la esencia del rescate se debe a la actividad investigativa y mística del grupo Cantatierra que gira alrededor de su trabajo. Más de sesenta obras con tonadas diversas, con riqueza y originalidad, dejó este hombre humilde que se inspiró en el modo de vida del campesino tolimense, en sus labores de labranza y pesca, los festejos sanjuaneros y los romances y que, sin miedo a referirlos, registró personas y lugares populares, nombres de municipios, veredas, ríos y paisajes del Tolima.

Desde niño, en la bucólica y entonces diminuta población de Colombia, en el Huila -por eso se decía doblemente colombiano-, Cantalicio Rojas González, el más grande y trascendente juglar del Tolima en el siglo XX, estuvo arrullado por la música de su padre que alternaba su oficio de orfebre con el pulseo grato de la guitarra, el tiple o la bandola. Y esa fue la cortina de ritmos que taparon el ruido lejano de las balas atronantes por el clamor de las guerras civiles. Corre el 31 de agosto de 1896 cuando su madre, Regina González, una humilde mujer del lugar, interrumpe el trabajo de Asención Rojas, su esposo, anunciándole el primero de sus hijos. A los ocho años, Cantalicio, el mayor de cuatro hermanos, inicia el aprendizaje de instrumentos de cuerda y poco después, en 1904, emprende sus estudios primarios en la escuela rural de los Beltrán y los Espitia en Dolores, Tolima. Pero este lugar sería, apenas, uno de los tantos en que la familia buscó mejores oportunidades económicas. Hacia 1910 se trasladaron a Aipe, en el Huila, donde encuentra la buena fortuna de que un amigo de su padre, Gilberto Cortés, músico y compositor, le enseña teoría musical.

A los dieciocho años cumplidos, en 1914, su padre lo despide en medio de lágrimas cuando es reclutado para prestar servicio militar en Popayán, la tierra en que empezaba a desatar sus rebeldías el indio Quintín Lame. Su madre, desgarrada, lo acompaña hasta Neiva a través de intrincados caminos de herradura para luego dejarlo tomar la ruta del cuartel. Es allí, precisamente, donde, de acuerdo al único intento de recoger su vida y su obra, sus seguidores del grupo Cantatierra, en forma particular Humberto Galindo, ubican los oficios que iría a ejercer toda su vida: los de peluquero y músico. Sus paseos en horas de franquicia por la vieja ciudad colonial, ensayando invariablemente tonadas en un viejo clarinete, le permiten conocer al afamado poeta Guillermo Valencia al que siempre evocaría con emoción. Otro recuerdo recurrente de esta época es la parálisis que sufrió debido al frío intenso en el paso por el Páramo de las Papas, de donde fue sacado a cuestas y salvado por la solidaria fuerza de un sargento. La memoria de este episodio despertaría en él, siempre, una vívida sensación de pánico.

El tiempo ha transcurrido y en 1919, cumplido su servicio militar, regresa a Aipe. Allí, esta vez, encuentra su destino, el derrotero que lo anclará en el Tolima hasta el día de su muerte: Eliseo Morales, cantante y tiplista, lo vincula a su grupo con el cual emprende giras musicales a muchas poblaciones, entre ellas Natagaima. A su vez, Hermenegildo Bermúdez, músico y peluquero de esa tierra, le ofrece doble empleo por los dos oficios que en adelante desempeñará y que son los mismos suyos. No lo duda un instante. Creándose un ambiente, ganándose amigos, caminando por las largas y anchas calles polvorientas mientras piensa canciones, Cantalicio Rojas ha llegado a puerto. Independizado de su antiguo patrón a quién llaman “Merejo”, se traslada con su familia a Natagaima, pues no abandonará nunca a sus padres y hermanos a quienes ayuda sin falta. Ingresa como clarinetista a la banda del pueblo, curiosamente el mismo año en que se funda la del departamento.

En 1925 -precisa su biógrafo Humberto Galindo-, contrae matrimonio con doña Ana Rosa Castro, oriunda del Guamo, de cuya unión nacieron catorce hijos, once hombres y tres mujeres. Vive este tiempo de la peluquería y la bandola, de donde obtiene buena parte de sus ingresos. Simultáneamente ejerce la dirección de un grupo musical.

Siete años después, en 1932, Cantalicio Rojas emprende su primer viaje a Bogotá donde compra asombrado un espejo de cristal de roca para su peluquería y una guitarra Padilla que lo acompañará por siempre. Regresa doce meses más tarde a la capital en donde, al parecer, se enredó en una aventura amorosa, pero vuelve a Natagaima para iniciar, en serio, a partir de 1938, sus trabajos como compositor. Compone su famoso sanjuanero El contrabandista y a los cuatro años, en 1942, graba programas de radio en Girardot con la banda de Natagaima e igualmente un disco sencillo con dos de sus porros.

Hacia mitad del siglo, puntualiza Humberto Galindo en su investigación, Garzón y Collazos graban uno de sus primeros discos, El contrabandista, con cuyo tema alcanzarían inmensa popularidad. Coincide este hecho con el período de mayor producción en la vida del autor, sus primeras cañas, sanjuaneros y bambucos. Buena parte de estos aires refieren historias de personajes y retratan veredas y paisajes del municipio de Natagaima. Tan intensa actividad no le impedía participar en política, defender sus principios rebeldes y revolucionarios, involucrarse en incidentes de protesta y caer preso por la época de la violencia.

La terca y feliz persistencia de Cantalicio Rojas comienza por fin a obtener el camino del reconocimiento nacional cuando sus obras son interpretadas y grabadas por reconocidos artistas de la época. Se escuchan por todo el país en los instrumentos y las voces de Los Tolimenses, Los hermanos Martínez, Garzón y Collazos, Oriol Rangel, al tiempo que la banda de Natagaima incluye varias obras suyas en su repertorio. En 1953 aparece la primera y única grabación discográfica del autor y su conjunto Pacandé, en un disco sencillo de 45 revoluciones donde está su famosa Caña No 1 y al respaldo la guabina Tolima Grande. En 1958 gana el Primer Premio con la caña mencionada en concurso folclórico de música y danza que convoca el Conservatorio de Música del Tolima, sin que los setecientos pesos anunciados le lleguen nunca. Humberto Galindo cita la declaración del compositor: “Me gané el concurso de la caña pero al otro día me salieron con un cartoncito y me hicieron el mico de la plata”.

Vendrán tiempos mejores que le proporcionan satisfacciones importantes en premios, diplomas, homenajes, discursos y condecoraciones diversas para enorgullecer al autor, a los grupos y al Tolima, pero sin una significación real en el campo económico que es crítico para el artista. Con versión coral, acompañamiento de percusión y de flautín, el Conservatorio difunde internacionalmente su obra en gira por Miami y Washington. Obtiene el premio máximo en el Primer Festival del Bambuco en Neiva, recibe el Taitapuro de Plata, disuelve - a causa de su enfermedad-, el conjunto Pacandé e ingresa a Sayco. Viaja a Bogotá en 1950 para ser examinado en la clínica Barraquer, puesto que su creciente ceguera le obliga a someterse a un tratamiento.

Nuevos homenajes, medallas al mérito, bandejas de plata, preceden su viaje a Ibagué poblado por la vejez y el cansancio, pírricas sumas por derechos, condecoraciones oficiales y en el VI Festival Folclórico, dirigido por Adriano Tribín Piedrahíta recibe, gracias al periodista e historiador José Ignacio Arciniegas, un reconocimiento multitudinario en el cual numerosos artistas alternan con él en un estadio de fútbol repleto y entusiasta: Luis Ariel Rey, Felipe Pirela, Los Tolimenses, Garzón y Collazos, los Coros del Tolima y el propio Cantalicio con sus hijos, interpretan las novedades del juglar.

Los Coros del Tolima, en nueva gira por Europa, obtienen más triunfos con la interpretación de su obra, quedándole, gracias al Club de Leones y al Fondo Rotatorio del departamento, una pequeña casa cuyas llaves recibe emocionado. En Ibagué emprende otra avanzada con su bandola al lado de Pedro J. Ramos, Manuel Antonio Bonilla, Luis Eduardo Vargas Rocha y su conjunto Chispazo. Entre tanto compone nuevas canciones pero la pobreza avanza al igual que su ceguera. Hacia 1973, las paredes de su casa están adornadas de diplomas, medallas y bandejas hasta cuando a un diputado se le ocurre presentar una ordenanza que le otorga la pensión vitalicia, por los mismos días en que se hace lo propio con Garzón y Collazos.

El 19 de noviembre de 1974 fallece en Ibagué a la edad de 78 años luego de seis largas décadas en el territorio del Tolima. Discursos y entierro de primera para una vida de tercera -en el terreno económico-, evocaban su extrema sencillez, la solidaria actitud del amigo, la calidad del padre y el esposo, lo ameno de su charla con los clientes y amigos que visitaban su peluquería. Dejó una obra dispersa que sólo gracias al grupo Cantatierra no se perdió en los vericuetos del olvido.

Los episodios de la vida de su pueblo, paisajes y lugares, las fiestas y el modo de vida de la época, todo quedó plasmado en sus canciones, en la virtud innata de un compositor sin prejuicios ni pretensiones, sin lenguaje artificial, con la virtud enorme de haber logrado rescatar la caña, tal vez el más antiguo aire tolimense que evoca rítmicamente con su tambora las danzas y el vaivén de los indígenas. Para Cantalicio Rojas González “componer era una forma de expresarse más que un modo de vida” y sus obras, con riqueza y originalidad, constituyen un valioso aporte al cancionero tradicional tolimense y colombiano. .

En el año 1995 Pijao Editores lo seleccionó como uno de los Protagonistas del Tolima Siglo XX



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