SOBRE LAS NOVELAS DE JAIME ALEJANDRO RODRÍGUEZ

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

El autor nació en Ibagué en 1958, ha publicado dos novelas: Debido proceso en febrero de 2000 con ciento cincuenta y cuatro páginas editada a través de la colección Antorcha y Daga del Fondo Editorial Universidad Eafit y Gabriella infinita, novela hipertextual en su página de tesis bajo el enlace de “Práctica” con su respectiva dirección para ser consultada en internet.

En Debido proceso no se encuentra ninguna historia feliz. Las vidas de los personajes que integran la novela, son existencias que van construyéndose para la derrota final, no tanto encarnada en la muerte, que parece un triunfo para sus deterioros, sino en esa sensación interior de seres que en el fondo saben que viven la tragedia del horror y la espera de las agonías. No tanto la de la ciudad destruida por las bombas que, así se llame Bogotá, lo cual carece de importancia, sino el tejido de la fatalidad para quienes los antiguos sueños son ahora la encarnación de pesadillas que atormentan.

Debido proceso no es entonces ni siquiera una obra que describa la apocalíptica visión de una ciudad bombardeada en cuyo seno se debate un ganar territorio para los invasores de la revolución que se dibujan caricaturescos, sino el bombardeo que sufren por dentro los protagonistas, candidatos inefables a morir. Aquí, como en el verso de Jorge Gaitán Durán, “Tenían toda la vida por delante pero también toda la muerte”.

Existe una calculada e inteligente minuciosa construcción arquitectónica narrativa donde cada quien es un ladrillo indispensable para el fresco de violencia que se expande por sus páginas. La indagatoria, El juicio y La condena, las tres partes en que se divide la obra, tienen como pretexto el juicio de un terrorista condenado a la pena de muerte, pero se llega a la dramática conclusión de que todos los que participan de manera directa o indirecta en el espectáculo de una próxima ejecución están presintiendo o entendiendo que se trata de la propia. Pero no de manera figurada sino real, incluyendo el mismo espacio en que se mueven.

Sobre cinco personajes principales, además del preso, pesa la fábula. El defensor, la pintora, el profesor Nuñez y el escritor narrador de la historia, a más de los recuerdos, los amores o la familia que rodea a cada uno. Pero también lo es la ciudad desde cuyas esquinas sale vomitando la muerte. Pavony, el abogado defensor, piensa cómo salvarse salvando a Santiago Mendoza. Él es un hombre de leyes rodeado por el recuerdo de la muerte que llegó temprano a apoderarse de sus más cercanos amigos, aquellos con los que uno aprende el grato ejercicio de soñar y tejer castillos en el aire cuando se tiene la secreta y vanidosa certeza de que la vida nos tiene reservada la victoria. Pero no. Uno termina loco asesinando a su propia familia como Raúl, profesor universitario. Otro, Carlos, es asesinado en un bar de mala muerte y Guillermo tiene la suya figurada porque después de ser ministro, se encierra en la escalofriante muerte moral, ya que ha sido sorprendido en un escandoloso caso de corrupción administrativa. Todos los personajes de la novela sueñan con viajar al exterior y se quedan haciéndolo hacia adentro. Los que alcanzan a romper las fronteras son los únicos elegidos: su viejo condiscípulo, un músico que vive en Belgrado y a lo mejor un aprendiz de escritor desaparecido. Los signados por la temprana muerte, quienes luego surgirán más adelante en su evocaciones y hasta en sus apariciones premonitorias, surgen como señalando un camino antes de que se cumpla su periplo para ir a hacerles compañía.

El abogado que defiende al terrorista Santiago Mendoza, (dos han sido señalados culpables, Manuel Huertas es el otro acusado quien carga en declaraciones con la culpa, pero apenas se menciona y desaparece), pertenece fugazmente a una célula universitaria del Ejército de Liberación en cuyo seno hay traidores y víctimas, en donde a veces se actúa por inconsciencia como lo hizo y como, ahora, para la defensa del exguerrillero loco, lo quiere hacer creer ante el jurado. El preso realmente no quiere salvarse porque ya carga otra condena que lo lleva hacia la muerte y sólo le queda el consuelo o el oficio de escribir poemas.

El profesor Núñez, otro protagonista, es un reputado analista de textos que se ve comprometido a colaborar con el abogado Pavony y en medio de su timidez y soledad, sólo tiene la compañía de Mauricio, su amante, agudo e intuitivo asesor suyo en el exámen del discurso poético del prisionero. Su visión dual le dará a Pavony el respaldo de usar el arte como pieza procesal para la defensa de Santiago Mendoza.

Está igualmente la pintora de treinta y cinco años que vive en el barrio y en el mismo apartamento desde hace quince años con su madre anciana y loca, habitante de una silla de ruedas, que tiene sobre su verdadera vida varias leyendas armadas por los vecinos, que es desdichada, fracasada y solitaria y que termina siendo pieza clave en la trama que teje el abogado experto en “cohabitar con las pestilencias del fracaso”, su atmósfera natural. La mujer pintora tiene vecinos locos, drogadictos y orgiásticos que la mandan callar cuando habla con su madre y las amenazan con matarlas. Ella ha auxiliado a Santiago cuando apenas cursa su primer semestre y él queda herido en el fragor de una manifestación estudiantil, desde cuya época ha tratado de no perderle huella, como lo hace ahora que lo pinta y lo pinta como testimoniando el proceso de su deterioro mientras malvive en la cárcel.

Pavony es un perfecto solitario que perdió a su mujer poco más de diez años atrás y que si bien es cierto tiene amores ocasionales, siente que la pintora, que conoce la historia secreta de Mendoza, no sólo podrá ayudarle en el proceso para llenar de argumentos la defensa, sino para colmar su existencia con algo de cariño distinto a la rutina.

Santiago Mendoza es un jefe guerrillero amnistiado en el proceso de pacificación de hace años y vivió en Vancouver, Canadá, vinculado a organismos de solidaridad internacional. Allí conoció a Susan, la única mujer con fuerza y alegría, con optimismo y ternura verdadera que habita la novela. Ella termina desarmando la dureza del hombre prevenido que juega a la guerra como técnico de la muerte, pero cuando ya sus cosas parecen mecerse en el clima adormecedor de los momentos felices, es pedido en extradición y queda expuesto a su desgracia. La que retrata la pintora como testimoniando la metamorfosis de la angustia y el deterioro del “exguerrillero loco”.

Surge el escritor que imagina la novela que leemos y aparecen sus consideraciones sobre el proceso creador, la inutilidad de escribir, el mentiroso prestigio de señaladores de denuncias, las comparaciones y ejemplos consabidos sobre el asunto, las variables que podrían tener cabida en la historia y hasta la estrategia de disfrazarse de monja enviándole cartas esperanzadoras a Santiago Mendoza para ver si penetra en su intimidad y rompe su coraza de asesino. Al fondo la ciudad está siendo bombardeada. Angela, la mujer del escritor, que llega a su vida con el juego de ser compartida sin prejuicios y alternadamente con dos de sus amigos y que finalmente se queda con él, está junto a sus hijos lejos de su reclusión y de su estado de salud, desde cuyo encierro voluntario sólo tiene gratos los recuerdos de la adolescencia que surgen como un paraíso perdido (porque después llega al fin de la inocencia), pero siente rubor al decirlo cuando reflexiona sobre la novela, disculpándose con Bataille que recordó cómo la literatura es la infancia recuperada. Se la pasa buscando disculpas como cuando se encuentra frente al televisor y teme hacer el ridículo, si lo vieran. Es un neurótico que teme a todo. Sólo le queda en medio de sus crisis la compañía de “los muchachos que ya no son tan muchachos”, sus permanentes reflexiones sobre el oficio de escribir y la carta que le escribe a su esposa confesando sus culpas y su enfermedad.

Santiago Mendoza antes de su ejecución termina con sida, otra sentencia de muerte, el abogado Pavony quiere renunciar al pool para no seguir envuelto en su rutina e irse del país, pero tras recoger su computador y sus utensilios personales, tras tomar un taxi, siente la mirada de los dos pistoleros que lo acribillan. Antes se ha despedido de su joven asistente que es una figura sin figura, como si fuera el que sólo le sirve, oye, le responde o interrumpe sus monólogos, es un aprendiz agradecido así el caso termine fracasado. La pintora que ha hecho una extensa serie de cuadros sobre el reo y empieza a saborear su antes esquivo triunfo, piensa en nuevos proyectos y ya no sueña con irse al exterior porque “pintar es también como viajar”. Entonces quiere compartir con su progenitora anciana, loca e inválida sus últimas decisiones, pero se encuentra con el espectáculo de la carnicería que han hecho sus vecinos con el apartamento, sus cuadros y su madre. Sabe, por el asistente de Pavony cuando lo llama, que ha sido asesinado y se siente sola como una víctima del destino. El profesor Núñez escribe una carta a su amante Mauricio antes de su suicidio, todo ésto lo reflexiona el narrador-escritor para ver si sale bien o no, pero es una misiva póstuma porque al profesor ya le han contado que Mauricio ha muerto a causa de las balas perdidas de los francotiradores que participan en la guerra que se libra en la ciudad. Las palabras que escribe, mientras se desangra, son la esperanza de seguir su utopía más allá de la muerte.

Enrique, uno de los muchachos que ya no son tan muchachos, se lanza por la ventana al instante en que la victoria de los rebeldes se extiende por toda la ciudad, mientras Angelita y los niños escuchan las noticias y el escritor que está muriendo de sida sabe que terminará bien y siente que está redactando sus últimas palabras y puede expirar tranquilo, en tanto escucha la terrible “y a la vez reconfortante carcajada de los muchachos desde la eternidad”.

“¿Qué es la vida de un hombre sino un gran fraude sostenido a fuerza de pequeñas mentiras?” Tal vez aquí, en este interrogante de la novela, resida el corazón del asunto. Es la construcción de sueños bajo la sensación de que no somos sino simuladores o farsantes.

Lo que ocurre no es la ficcionalización de un acto profético como el autor lo pretende y los comentarios del profesor Carlos Torres lo ratifican. Esos hechos de destrucción de conglomerados humanos por parte de la “rebeldía” están ocurriendo a diario, seguramente no en la Bogotá referida a posteriori, pero sí en múltiples lugares del país. También los actos en que la gente está condenada a la destrucción de sus vidas por cuenta del sida abundan en forma por demás alarmante. Y qué no decir del asesinato callejero, del sicariato cabalgando en la cotidianidad, de la frustración a que se ven sometidas tantas existencias que no tienen la ocasión feliz de realizar sus esperanzas. Nada es profético porque todo está a la orden del día. Lo que ocurre con los amnistiados, con los terroristas, con los violentos, con los homosexuales, con los profesionales, con los artistas, con las familias abandonadas, con los amores interminados, existen en la agenda de la vida diaria en Colombia.

La magia está en la sabiduría del escritor que nos hace un fresco de nuestro periplo contemporáneo con los factores que alteran la “normalidad”. Va sin truculencias, aunque parezca en las reflexiones del autor, melodramático, mostrando la película de una sociedad alejada de los valores que le dan fortaleza. Estamos ante un libro inteligente que muestra un mundo desolado. Nos queda una sensación de amargura porque el lector ve el retrato de su patria con mayor intensidad al sentir que el escritor profundiza en sus tragedias por encima de registrarlas como un periodista. Ahí está el talento del narrador que maneja un lenguaje de varios niveles: el típicamente literario cuando ensaya retratos, variables y aproximaciones, el calculadamente frío que nos aproxima al abismo sin truculencias.

De su segunda novela, Gabriella infinita, señala Susana Pajares Tosca a lo largo del texto que sigue, que “Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz ha creado una página web donde va actualizando progresivas versiones de su tesis doctoral en una iniciativa novedosa y muy positiva. La tesis tiene una parte práctica: la hipernovela Gabriella infinita, que reseñamos a fecha de veinte de julio de 1999, pero que sin duda irá cambiando y creciendo según su autor siga trabajando en ella. Nos advierte varias veces que se trata de una obra “en construcción”.1

Gabriella infinita es un mosaico en el que se aprovecha la forma hipertextual para unir las piezas de un rompecabezas cuyas partes se relacionan de modo múltiple, de ahí el acierto de la elección de esta forma. El lector se encuentra con una pantalla dividida por frames: una superior, que es el índice del proyecto de investigación general, una izquierda, que contiene “tablas de contenidos” de partes de la novela, y otra a la derecha-inferior, ocupando la mayor parte de la pantalla, que es el texto de la hipernovela. La columna izquierda funciona como un original menú de enlaces que va cambiando según el lector activa diversas palabras y frases-clave dentro del texto. También se puede acceder a este menú desde la parte inferior de los bloques de texto de la novela, donde los ocho caminos del menú están siempre disponibles, facilitando la posibilidad de hacer cruces y moverse libremente por la novela. El lector puede saber qué partes ha transitado gracias al cambio de color de los enlaces HTML, lo que le permite saber cuándo lo ha leído todo y cuándo quiere finalizar.

Cuando el lector comienza a leer, puede moverse simplemente por el texto, haciendo caso omiso del menú (aunque alguna de sus elecciones tarde o temprano activará el menú), porque en el texto hay frases-enlace que nos llevan a otros bloques relacionados. La historia comienza situando a Gabriella, el personaje que sirve de enlace entre las diferentes partes de la novela, vagando por las calles destrozadas de Santafé de Bogotá. La historia de Federico y Gabriella, por un lado, del compromiso político de Federico por otro, y de las personas atrapadas con Gabriella en un edificio bombardeado son tres momentos claves en una novela llena de ellos. Pero hay mucho más, porque Gabriella infinita es ante todo la novela de una generación colombiana, la que hoy anda por la cuarentena, atrapados entre los sueños de los sesenta y el doloroso “despertar” de los ochenta. Por eso la novela no se articula en torno a una voz única, sino que hay muchas voces personales mezcladas con ecos históricos, políticos, literarios, la música que marcó una época y amores apasionados por ideas y por personas. Voces que se cruzan, se buscan y a veces rebotan en la pared del monólogo. La hipernovela se cuenta desde el presente, en un tono de nostalgia crítica y desengaño que cuestiona todo lo que se creyó en la juventud.

El autor reflexiona también sobre su propia escritura en varios bloques de texto muy inspirados. Juega a las metareferencias hablando de sus personajes y de cómo decidió crearlas, de su relación con el lenguaje, etc. La siguiente cita está en un espacio textual llamado muy reveladoramente “La verdad de las mentiras”.2

“Ahora, ¿cuál situación? Acosado por la imagen persistente del laberinto (que es en realidad mi forma de percibir el mundo), decidí que mis personajes -con toda su carga de historia personal, sus experiencias de “conciencia anticipadora” y sus valores-, se encontraran en la absurda y arbitraria situación de encontrar la salida a un sitio que tuviera de alguna manera la esencia de un laberinto, de una “casa encantada”, hostigados por sus propias situaciones personales, pero, además, por una situación “exterior” común, que, en este caso, sería la guerra”.*3

Si los personajes encuentran una salida o no, es algo que dejaremos al lector decidir por sí mismo, porque la novela no tiene una conclusión más allá de la suma de sus voces, es el lector quien tiene que extraerla. La estructura gira ahora en torno a Gabriella, pero puede que en el futuro “tenga que cambiar toda la disposición”. El autor duda así de su propia autoridad, invitando al lector a cuestionarla o cuestionarse sus propias creencias, porque la novela apunta a lo más profundo y no rechaza el análisis duro y explícito.

En la década del miedo no se podía comer tranquilo sin haber visto a algún joven irse de este país llorando. Narcotráfico, guerrilla, ejército, sicarios, exiliados, amenazados de muerte, extraditados, boleteados. Si los años setenta fueron quizás los últimos reductos de una juventud que trató de descifrar el mundo a la medida de su imaginación, los ochenta fueron los años en que murieron aquellos dorados sueños. La juventud fluctuó entre una guerra no declarada y el conformismo oficializante de una sociedad burócrata y parásita. Más que una posibilidad de cambiar la historia, nuestra generación fue un péndulo entre la consagración por el sistema y la demolición de éste. Tal vez por ser herederos de una generación que dio su vida con la esperanza de cambiar el curso a las corrientes de la cultura, nosotros, que canalizamos esa rebeldía, vimos con terror su muerte al quererla poner en las tablas. Somos sin duda la generación de la muerte, la de los hombres desaparecidos”.

Jaime Alejandro Rodríguez ha aprovechado un nuevo soporte de escritura para expresar preocupaciones clásicas en las letras hispanoamericanas, donde lo personal está intrínsecamente unido a lo social y político, algo que muchas veces se olvida en las hiperficciones norteamericanas. No podemos por menos que dar la bienvenida a una nueva forma de escribir literatura y a unos temas que ya se echaban de menos en las creaciones existentes. Gabriella infinita es lectura obligada para todos los hispanoparlantes interesados en estos temas”.4

Notas

1.-Pajares Tosca, Susana; ensayo al autor.

2.-Op. cit.

3.-Op cit.

4.-Op. cit.