MOSCAS

 

Habría podido salvarse.

Tal vez, si Lucas no le hubiera puesto atención a ese sentimiento incómodo que lo acosaba desde hacía varias semanas oyó que había convertido sus noches recientes en un infierno en el que se alternaban sin compasión el tiempo de las pesadillas con el del insomnio, si hubiera soportado un poco más, si no hubiera caído en la trampa de creer que su vida había perdido sentido, los acontecimientos habrían tomado un rumbo distinto. Pero no fue así...

El primer episodio de la serie fatídica ocurrió sólo unos días antes de recibir la noticia que lo trastornaría irreparablemente. Esa tarde, con el espíritu destrozado por una fatigante jornada de trabajo, caminaba hacia su apartamento, resuelto a tenderse sobre la cama y a no despegar el ojo hasta la mañana siguiente. Pero a unos cuantos metros de la entrada fue testigo de una extraña escena y ya no pudo controlar ese ritmo loco de su sangre que siempre lo llevaba a cometer disparates. Dos hombres vestidos de negro y armados con metralletas, golpeaban a un indigente. El mendigo trataba de zafarse del acoso, daba patadas y vociferaba, pero no conseguía más que aporrearse. Y, de pronto, el hombre empezó a gritar algo que dejó a Lucas estupefacto: ¡déjenla tranquila, no se la lleven, déjenla por favor!. Lucas reparó entonces en una niña que lloraba desconsolada y acurrucada, a un lado de la acera, mientras presenciaba con espanto el grotesco episodio. En ese momento, explotó.

Obviamente, sus esfuerzos fueron infructuosos: no sólo recibió varios golpes, uno en la ceja izquierda, de donde brotó en seguida un hilito de sangre que primero le cubrió toda la mejilla y luego se apozó en el hueco de su hombro, y otro en las ingles que lo hizo rebotar hasta el borde de la acera desde donde tuvo que volar al otro lado para evitar el culatazo que se le venía encima, sino que al final del zafarrancho, terminó dentro de un automóvil policial, junto con el mendigo y la niña.

En la inspección, después de la consabida reseña y a pesar de haber sido ubicados juntos en un mismo calabozo, frío y sucio, Lucas tuvo que hacer un gran esfuerzo para que el indigente accediera a hablar con él. Fue así como se enteró, no sólo de que la niña no era hija suya, sino de que ahora él podía ser el cómplice de un secuestro.

Aún acongojado por la derrota, Lucas recibió al otro día, muy temprano, la visita de Raquel, su esposa, y de Sebastián, su hijo de siete años. Raquel había pagado la fianza, pero estaba furiosa, de modo que no tardó en venir la cantaleta:

¿Qué es lo que te pasa Lucas? Tú no aprendes y le reprochaba, mientras, frenética, conducía el auto hacia el apartamento; la verdad es que nos tienes cansados, ya no soportamos tus locuras, tenemos siempre que sacarte de los líos más estúpidos. ¡Quién lo iba a creer! De pelea con la policía, con el rabo de paja que tienes y claro, somos nosotros los que aguantamos toda la humillación...

¡Ya cállate! pronunció al fin Lucas, tras la violenta embestida de Raquel. Odio cuando hablas en plural porque es como si quisieras meter en esto a Sebastián. El no tiene nada que ver y tú no tienes por qué obligarlo a ponerse en mi contra.

¡Claro que tiene que ver. Te comprometiste conmigo a que serías un buen padre y mira lo que haces.

Prefiero que Sebastián sepa cómo soy yo. Por lo menos en eso soy honesto. Algún día él entenderá por qué lo hago.

¿Sí?, ¿eso es lo que tú crees? Pues estás equivocado; yo no quiero que el niño sea testigo de más estupideces.

¿Y qué quieres que yo haga?

Creo que está muy claro, ¿no?

Ya entiendo. Listo: hoy mismo me largo anunció Lucas y se apeó del auto, aprovechando el frenazo que aplicó Raquel para no pasarse un alto.

¡Pues ojalá esta vez cumplas! Alcanzó a gritar Raquel, antes de cerrar la puerta del auto con violencia.

Desde esa misma noche, Lucas se instaló en un hotel, cercano a su sitio de trabajo. No era un mal lugar, con agua caliente y baño privado, pero para llegar había que pasar por varias callejuelas de mala muerte, de modo que el abatimiento comenzaba a acorralarlo aún antes de llegar al cuarto, donde finalmente se rendía a la más penosa congoja. Abría la ventana y se ponía a observar la única vista que tenía disponible: los patios inmundos de los viejos edificios de apartamentos del sector y los arrumes de basura acumulada en las esquinas. En realidad, el paisaje no podía ser más desolador: allende, las ratas se movían por todas partes y los indigentes se agrupaban alrededor de las inmundicias. Inclusive fue testigo de varios atracos callejeros y de la proliferación de prostitutas y travestis que hacia las seis de la tarde salían a asediar a los transeúntes, en manadas que pronto se esparcían como una nube de langostas por toda la zona. Pero lo peor era el olor a orines que se colaba desde todos lados e impregnaba hasta las cobijas.

El miércoles en la noche, Lucas pensó incluso en llamar algunos amigos, pero los imaginó en sus casas, con sus hijos, cenando en familia o de parranda o trabajando aún, así que desistió de su idea. Intentó leer un libro, pero no logró concentrarse, y casi enseguida lo dejó; prendió el televisor y al poco rato, repugnado por las estupideces de los noticieros, lo apagó. Acarició entonces la idea de pegarse un tiro, pero en realidad no había llegado aún a esos límites macabros. Así que cerró el cajón del velador donde había guardado el revólver, se recostó de cara al techo, siguió con la mirada los caminos marcados por la humedad y, finalmente, hastiado de la puerca vida, se durmió.

Quién sabe por qué razón, el amanecer de ese otro día le trajo la esperanza de poder hacer algo para salir de la encrucijada: se le metió en la cabeza que podía empezar a escribir una especie de relato alrededor de su propia vida. Así que los dos días siguientes los dedicó a redactar lo que él mismo denominó “La obra de Lucas”. Empezó por diseñar el recuento cronológico de sus días, desde una infancia remota hasta sus más recientes actos, convencido de que tal balance poseía un carácter simbólico tan poderoso que era no sólo una necesidad, sino ahora un deber, exponerlo a sus lectores potenciales.

Allí, en el desvencijado escritorio de su cuarto, Lucas volvía una y otra vez sobre los papeles que, estrujados por su mano impulsiva, a veces flotaban asustados como pequeñas motas o caían lentamente en el piso, resignados a su suerte. Anotaba una idea, luego la borraba, enseguida sacaba más papel de su portafolios, abría la ventana, lo quemaba con el encendedor, luego apelotonaba alguna hoja y la echaba al sanitario. Tan embebido estuvo en aquel par de días que las señoras que atendían su negocio llegaron a temer lo peor. El viernes en la tarde, sin embargo, pasó por allí, dio alguna explicación trivial, puso en orden las cosas, dejó claras instrucciones y advirtió que su presencia en las siguientes semanas sería más bien intermitente. Luego preguntó por Raquel y Sebastián, dejó un papel con la dirección y el teléfono del hotel y se volvió para su cuarto.

Esa noche, tuvo una rara pesadilla. Soñó que salía del apartamento con su cámara de video y daba vueltas alrededor de la manzana sin lograr alejarse más de una cuadra. Cuando trataba de cruzar una calle, algo enseguida se interponía para impedirle el paso: monstruos gigantescos o policías fortachones o automóviles raudos que no le daban tiempo o mujeres que le hacían terribles señas de advertencia desde la otra acera, como si las pesadillas infantiles se hubieran colado desde algún túnel imprevisto hasta su sueño de adulto. Angustiado, después de varios intentos, no tuvo más remedio que sentarse sobre la verja del edificio a esperar alguna oportunidad. Entonces preparó la cámara y por inercia empezó a enfocar a los transeúntes. Pero algo extraño empezó a suceder: ¡lo que veía a través de la cámara no se parecía a lo que realmente enfocaba! Las personas eran las mismas, pero los escenarios cambiaban. Así, por ejemplo, vio un hombre joven de vestido entero que avanzaba desde la otra acera a paso lento, con la preocupación marcada en su rostro, pero cuando lo tomó, apareció en la lente un hombre mucho más viejo, con una barba rala, vestido como un pordiosero, una botella de licor en una mano y en la otra un pequeño tarro de monedas. Volvía una y otra vez de la realidad enfocada a la visión de la cámara y siempre registraba dos historias distintas: vio una joven mujer que corría para alcanzar un autobús, pero al observarla con la cámara ya no era la muchacha de antes, sino una mujer gorda, con el rostro pintorreteado que le insinuaba ir a la cama. Vio un niño de uniforme colegial que a través de la máquina se convertía en un anciano panzón y calvo. Vio un muchacho de aspecto distraído y tímido que se transformaba poco después en un delincuente despiadado, y a una chica linda que años más tarde moría atropellada por un automóvil. Se vio finalmente él mismo, convertido por efecto de su máquina de visión, en un asesino; vio su vida avanzar en algunos pocos segundos y ya no pudo soportar más.

Despertó ensopado en sudor, aferrado a las cobijas, con un grito atravesado entre el pecho y la garganta y temblando de físico miedo. El reloj marcaba apenas las cuatro de la mañana, pero ya no pudo dormir más. Se levantó y abrió la ventana del cuarto. Una pareja hacía el amor contra un poste, algunos ladronzuelos repartían el botín en una esquina y, a lo lejos, la ciudad tiritaba envuelta en el vaho que descendía de los cerros. De pronto, un silencio profundo anegó el ambiente. Era el silencio que siempre presagiaba algo terrible. Enseguida se escucharon ráfagas de metralla en la calle y automóviles que invadían las calles, y un alud de luces ofendió con su furia intermitente la tibia neblina de la madrugada. Por puro instinto, Lucas se apartó de la ventana y volvió a la cama, donde permaneció recostado, tapándose los oídos hasta que pasó todo el alboroto.

Cuando al fin se levantó, su padre lo esperaba impaciente en el vano de la puerta. Debía salir pronto para el colegio o eso entendió, de modo que se duchó muy rápido y se vistió con la máxima celeridad de la que era capaz. Tomó, sin embargo, algo más de tiempo para arreglar su cabello de manera que la línea que partía su peinado quedara perfecta. Para Lucas, ese aderezo era una condición indispensable si quería salir al mundo con el mínimo de seguridad que requería una misión tan tenaz como emocionante. Así que no tardó en escuchar de nuevo la insistente voz de su padre: Luis Carlos: baja ya a desayunar, estamos tarde. Voy, voy, papá contestó Lucas, dejando la peinilla sobre el lavamanos; se dio un último vistazo en el espejo y corrió escaleras abajo hasta la mesa del comedor, donde ya sus dos hermanos tomaban el café.

Algo realmente importante sucedería ese día en la vida de Lucas, pero él apenas le había puesto bolas a ese sentimiento incómodo que lo acosaba desde hacía varias semanas, que lo ponía a sudar como un demonio en las noches y que no lo dejaba en paz a ninguna hora; de tal manera que lo que habría podido evitarse con alguna simple actitud como saludar a su hermano mayor en la mesa o hacerle alguna pregunta tonta que lo hiciera sonreir sucedió de todas maneras, y él nunca se lo perdonó. En realidad tardaría todavía muchos años en reconocer la conexión entre esa extraña sensación que lo asaltaba sin ningún anuncio (siempre la misma: un fastidio elemental por todas las rutinas, una asfixia inmanejable hasta para dormir) y la tragedia que llegaba poco después.

Lucas pasó aquel día en el colegio de la manera más normal. Además de cierta distracción en clases, que le hizo merecedor de algunas llamadas de atención, y de un cero en geografía, el día transcurrió sin mayores alteraciones. Sólo dos cosas para reseñar: el altercado que tuvo con un amigo de otro curso, con el que solía jugar a la hora del recreo y que aquella vez, para sacarlo de casillas, había procurado inútilmente desbaratar su peinado. La otra, la más importante, fue que, durante la hora de estudio en la biblioteca, logró, por fin, después de semanas de haberlo intentado, robar la hermosa lámina de la catedral de Notre Dame de la enciclopedia de arte.

Fue por eso que ese día entró como una tromba a su casa cuando llegó del colegio, fue por eso que no saludó a su madre ni a su hermanita: había decidido que su hermano Beto sería el primero en apreciar el trofeo. Con la lámina de Notre Dame en la mano, Lucas siguió de largo hacia su cuarto, imaginó la manera como le daría a conocer la gran noticia, se detuvo un momento ante la puerta y entonces lo percibió: era el silencio que presagiaba la tragedia…

El grito aterrador de Lucas se escuchó en toda la casa; un grito que ya nadie olvidaría. Al entrar, había visto a Beto su hermano, su mejor amigo, el confidente de sus ilusiones colgado del cable de la persiana, con aquella expresión tan horrenda en sus ojos que tanto lo acosaría después, y esa imposible piel amoratada que se había tomado su cuerpo, y esa lengua asquerosa que se burlaba de su sorpresa…

Golpearon con fuerza en la puerta del cuarto y Lucas se levantó asustado. Era el dueño del hotel:

Llevo bastante tiempo llamando, señor, creí que le había pasado algo.

No, no, simplemente dormía respondió Lucas, todavía aturdido.

¿Con semejante escándalo afuera? Pues sí que tiene usted un sueño pesado afirmó el hombre que hacía chirriar constantemente su dentadura postiza. Mire, abajo lo están esperando unos policías. Si es por algo de lo de esta noche, mejor es que vaya alistando sus cosas porque yo no quiero problemas ¿okey? le advirtió el hombre y cerró la puerta.

Lucas se vistió sin bañarse y bajó enseguida. En la pequeña recepción del hotel, lo esperaban dos hombres. Uno de ellos, el más alto, se presentó: Buenos días. Soy el teniente Mauricio González del G-2 informó el hombre a la vez que mostraba una credencial. ¿Es usted Luis Carlos Orozco? Sí, ése soy yo respondió Lucas. ¿Algún problema, teniente? Tras un momento de indecisión, pero sin más preámbulos, el hombre entonces le anunció: Lamento informarle que su esposa y su hijo perecieron anoche en un accidente de tránsito, al norte de la ciudad.

¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡¿Qué dice usted?! preguntó alarmado Lucas.

Lo siento mucho… respondió el oficial, tratando de contener con sus dos manos los gestos de horror de Lucas.

¡No puede ser cierto! ¡Está usted equivocado! –insistía Lucas, cada vez más congestionado.

Eso quisiéramos, se lo aseguro atinó a contestar el teniente, pero encontramos su dirección en los documentos de la víctima y las indagaciones preliminares nos lo confirman: se trata de su esposa y de su hijo. Sin embargo, necesitamos que nos acompañe a la morgue para el reconocimiento de los cadáveres.

Entonces, ante el desconcierto de todos, Lucas se tomó la garganta con las manos y trató de hablar, pero sus palabras se ahogaron en gritos incoherentes que acompañaba con gestos de grandilocuencia.

De pronto, empezó a correr por toda la sala y a manotear, como tratando de espantar alguna nube de moscas imaginarias que hubiera explotado sobre su cuerpo. Aterrado, intentaba alejar de sí el recuerdo del rostro angustiado de la pequeña en la acera, la sonrisa sardúnica de su hermano muerto, los ojos lastimeros de Sebastián y las imágenes de la rara pesadilla de la noche anterior que ahora lo cercaban de nuevo…

Habría podido salvarse, estoy seguro.

Pero ya no se pudo recuperar, y ahora anda como un loco más, por las calles, preguntando en su desvarío por su esposa y su pequeño hijo. Y la gente se impresiona tanto con ese movimiento brusco y compulsivo de sus brazos (con el que Lucas parece espantar unas moscas que nadie ve), que se aleja aterrorizada, desperdiciando así la oportunidad de escuchar su singular historia.