ANIMA MIA

 

No podía creerlo pero era lo más evidente, lo más cierto, lo inevitable: me estaba muriendo. Pude percatarme de que el corazón dejó de funcionar, la sangre interrumpió su vibrante circulación; me vino la imagen de un gigantesco trancón en una amplia carretera repleta de vehículos. No obstante ello, la conciencia seguía en ejercicio. Me vi a mi mismo acostado en mi cama, inmóvil y rumbo a un destino desconocido.

Súbitamente el horror me poseyó, ¡pero cómo me voy a morir si me faltan tantas cosas por hacer, si aún tengo que terminar las actividades emprendidas! Me pareció absurdo que de manera intempestiva dejara a mitad del camino tantas cosas: la educación de los hijos, la seguridad de mi esposa, la necesaria ayuda a la familia, mi trabajo, mis ilusiones, mis sueños, mis mejores propósitos no podían interrumpirse tan pronto y entonces sentí rabia de haberme muerto. Sin duda era una falta de consideración conmigo mismo, con mis familiares, hermanos y amigos. Atolondrado traté, al menos con un gesto, de volver a activar el corazón, como quien enciende un motor, para que la circulación sanguínea continuara y se acabara ese gigantesco trancón; pero fue inútil, no podía luchar contra los designios de Dios y tuve que acatar su decisión de suspender mi tránsito terrenal.

Lentamente vi que mi ánima o cuerpo astral, se alejaba de mi cuerpo yacente, me sentí desprender de lo que había sido mi identidad, mi cuerpo físico, él, o sea yo, yacía inmóvil en el lecho mientras también yo me salía de mi mismo; en un estúpido símil me sentí como un ave saliendo de su cascarón, del vehículo en el cual siempre había viajado, de mi natural habitación. Fue sorprendente ver que inexorablemente me alejaba de lo que había sido mi mundo, escenario de luchas, logros, penas y alegrias; vi con los ojos del ánima, porque los que antes habían iluminado mi vida yacían también vacíos en sus cuencas, ya no eran ojos; como en una fugaz película en la cual se juntan tiempo, espacio, recuerdos, ayer con hoy, porque súbitamente me había quedado sin mañana, recorrí todas las estancias de la vida, como si me invitaran a un video estelar y respecto del cual nunca había advertido que me estuvieran filmando. Sentí un profundo dolor, como si se desgarraran las entrañas. Pero qué estaba diciendo, si mis entrañas estaban ya allá abajo en el viaje hacia la descomposición material. La verdad, sin embargo, era que me embargaba el dolor, no por lo que me acababa de ocurrir, sino por las consecuencias que producía mi desaparición. No soportaba pensar que yo les estaba causando un inmenso dolor a los mios. Hijos, esposa, familia, ¡por Dios, qué desastre! Pensé que el dolor que me embargaba me podría ocasionar un infarto o un derrame cerebral, pero luego me dije: pero para qué si ya no tengo ni cerebro, ni sangre, ni nada, mejor dicho, si ya no existo. Ello me tranquilizó. Toda mi autonomía se había extinguido, carecía absolutamente de capacidad de decisión y ya muerto no podía modificar nada de lo que había sido mi vida. No me quedó más remedio que pensar en la actitud que habrían de asumir los míos para seguir viviendo. ¿Los míos, míos? dije. Sí, me respondía con angustia, mientras veía que cada vez mi figura corporal estaba más distante del ánima. La veía a través del techo de la casa como si no lo tuviera y además sentía que en la medida en que el ánima ascendía, yo, o al menos lo que ahora era yo, me estaba desprendiendo inevitablemente de lo humano. La primera consideración fue inadmisible: los hombres no pueden deshumanizarse, esa es su naturaleza, la cual es inalterable; ciertamente puede haber odios, malos sentimientos, errores de conducta, actos censurables y punibles, pero el hombre siempre pertenecerá al género humano. De inmediato pensé en lo absurdo de mi juicio: ya no era humano y por eso los atributos de esa especie nada tenían que ver conmigo. En el contínuo y lento ascenso detecté que esa modalidad de cordón umbilical que me unía a los demás, que antes constituía el lazo de la sangre, del afecto, del amor y la amistad, se desvanecía, es decir, el cordón de plata de los orientales, se hacía cada vez más delgado, más transparente hasta su ruptura inevitable. El amor, el placer, la inquietud, la preocupación, el juicio, el dolor y la angustia desaparecieron de mi ánima. También esas son consideraciones que deberían quedarse con los que seguían existiendo, no con los que ya no nos contábamos con ellos.

Como si estuviera en una nave espacial, vi cómo era un punto no más mi antigua casa, luego sería también otro punto el país por el cual con orgullo había luchado, luego todo el globo terráqueo sería también un punto, un pequeño objeto en el universo. Después, la misma idea del universo desapareció, porque esa es también una consideración de los humanos. Todo lo material es deleznable, me dije interiormente; me daba cuenta que para mí desaparecían el peso, el calor, el frío, la densidad, el tiempo, las distancias, los recuerdos, el espacio, la energía, los pensamientos. Si pudiera decirlo, porque no tengo otra manera de expresarlo, cada instante en que el ánima ascendía, el proceso de deshumanización era mayor, hasta cuando perdiera totalmente la idea de mi existencia, inclusive de lo que es existir. En ese instante, y perdóneseme que hable de instante, en un símil temporal, al terminar el proceso de deshumanización podría ingresar a lo que también en términos humanos podría denominarse una etapa superior de la conciencia.

Luego de este maravilloso discurrir pretendí que había pasado por una especie de purificación: todo lo que aherrojaba mi ánima ya no existía; mi cuerpo, el vehículo que había utilizado para darle forma a mi comportamiento dentro de los hombres, ya no era nada. El lastre que durante el tiempo de la vida había impedido el libre vuelo del espíritu era ahora solamente un saco vacío e inerte. El mundo material había desaparecido.

Todo lo creado había cumplido un ciclo dentro de lo humano y yo que viajaba en mi particular y singularísima nave espacial, el ánima, ni siquiera tenía características que la tipificaran, porque ella tampoco existía; sin embargo, era un algo fantástico. En la inmensidad del espacio, porque tengo que denominarlo de alguna manera, comenzaron a presentarse en mi entorno unas sensaciones que no eran naturalmente dirigidas a los sentidos, lo cierto es que me vi rodeado de luces como ningún ojo humano podía distinguir, estaba inmerso en un remolino fulgurante, donde una magia de visos y colores desconocidos inundaba todo el espectro de lo visible, dentro de una sinfonía que paulatinamente se apoderaba de las sensaciones siderales que ya reemplazaban el mundo de los sentidos.

Como ciertamente, dentro de lo humano no cabe la perfección, pude advertir que en mi nuevo estado ello era lo simple y lo natural.

El profundo pensamiento respecto de las maravillas de lo humano, lo insuperable, no era más que una incomprensible torpeza. Hice conciencia de que solamente la irrealidad, lo inmaterial, lo abstracto, era lo imperecedero. Tuve entonces noción de la inmortalidad, la perfección y la verdad.

Encantado por ese mar de sensaciones, colores y luces, vi que mi ánima aceleraba su ingreso a un vórtice inconmensurable, inconsútil y etéreo, donde la idea del centro hacia donde tendían las fuerzas centrífugas de luz y sonido, era muy posiblemente el seno de Dios, y mi ánima sobrecogida y espectante entró cerca de esa especie de torbellino para, con él, confundirse con todas las fuerzas inmateriales del espíritu.

Algo ocurrió entonces, abrí los ojos y el mundo de lo material volvió a impregnar mis retinas y mis oídos se llenaron del sórdido ruido humano. ¡Ah, qué tristeza, estaba simplemente soñando!

Retorné entre apesadumbrado, sorprendido, alucinado y doliente a la cruda realidad de la vida y entonces pensé, como escribiera alguna vez Gabriel García Márquez, que yo también tenía una segunda oportunidad sobre la tierra, pero sin la condena de la soledad.