CESÁREOROCHA OCHOA

 

Cesáreo Rocha Ochoa, un hombre que nació en Ibagué el 7 de diciembre de 1933 y fuera magistrado del Tribunal Superior de Bogotá luego de haber sido inspector de policía y juez civil municipal. Magistrado del Tribunal Disciplinario, gobernador del Tolima y uno de los notarios más importantes del país como quiera que ha sido presidente del Colegio de Notarios e Bogotá y miembro directivo del de Colombia, es uno de esos tolimenses que ha logrado combinar su oficio de jurista y notario con su única y verdadera pasión: la literatura.

Su padre don Cesáreo Rocha Castilla, inspector escolar y uno de los obreros de la laicización de la educación en Colombia desde la zona de Nariño, diputado a la Asamblea, alcalde de Ibagué, director del periódico El Cronista y secretario del Directorio Liberal, sólo volvería al Tolima desde Pasto, hacia 1939, por la época en que su hijo inició estudios en el colegio Liceo Especial de doña Soledad Rengifo y en donde tuvo como compañeros a Ariel Armel, Adolfo Viana, Sergio Restrepo, Enrique Molano, sus amigos de toda la vida. De allí pasó al colegio Tolimense y más tarde a San Simón, plantel desde el cual sería testigo de aquel fatídico nueve de abril que Ibagué sufrió en especiales circunstancias políticas.

Sería precisamente durante esta época que su espíritu liberal se manifestaría en medio de la turbulenta agitación del momento que le traía el recuerdo de la labor de un padre que convivió, en su tiempo, con los políticos más importantes del Tolima. Sus intervenciones políticas, que se iniciaron con inclinación a la izquierda y una marcada oposición al gobernador de la época, se convertirían en las causantes de su expulsión del colegio junto a Gregorio Rudas y otros compañeros.

De tiempo atrás se había manifestado ya su afición a la lectura, particularmente de obras relacionadas con su ideología marxista-leninista. Lee también ficción y las que en conjunto se estudiaban en la academia literaria Manuel Antonio Bonilla, que dirigió con todo lo cual fue forjando un carácter realmente ecuménico.

La revista Ariel y el periódico Renovación, además del círculo de estudios José Eustasio Rivera, serían los destinatarios de sus primeros escritos: poesías, cuentos y ensayos. Su vocación por el derecho y su viaje a la capital para estudiarlo le revelaron un mundo radicalmente diferente al provinciano de su Tolima natal. En Bogotá asistiría a la caída de Rojas Pinilla e ingresaría a la vida política, tanto en el departamento como posteriormente en la nación. De este modo inició una carrera que a lo largo de su desenvolvimiento mostraría aspectos polifacéticos.

Tras obtener en 1963 su grado de derecho en la Universidad Externado de Colombia, Cesáreo Rocha Ochoa se retira paulatinamente de la vida política y se dedica a su profesión hasta el día en que Ariel Armel, uno de sus amigos de infancia, entonces gobernador del Tolima, le ofrece el cargo de la secretaría general que Rocha acepta por un año. De esta manera logra involucrarse por primera vez con la vida administrativa del Estado y adquiere una visión distinta para el desempeño de los cargos que en lo sucesivo lo ocuparía.

Sobrino de Carmenza Rocha Castilla, la ejemplar educadora, de quien recibió un afecto especial, este tolimense también fue tocado desde muy temprano por la vocación docente que desarrolla inicialmente en la Universidad Externado y, más tarde, en la Universidad Libre y La Gran Colombia. Alterna esta labor con el ejercicio de la profesión, hasta cuando siendo Magistrado del Tribunal Disciplinario, es nombrado Gobernador del Tolima por el presidente López Michelsen.

Desempeñaría el cargo durante nueve meses y al retirarse lo hace para volver a la capital como asesor jurídico del rector de la Universidad Nacional pues está convencido que ya ha cumplido, por el momento, con su departamento y su destino está ligado ahora a Bogotá.

Hacia 1980 es nombrado notario de la capital de la República, cargo que desempeñó al principio sin mayor entusiasmo pero del cual ha venido enamorándose en forma creciente, no sólo por los logros que ha realizado sino también porque ha encontrado en él un espacio para la vida literaria que hasta entonces no había tenido.

Desde que tuvo que financiarse sus estudios de derecho trabajando en el periódico El Tiempo, inicialmente como corrector de pruebas y luego como secretario de la dirección cuando Eduardo Santos leyó los cuentos que le publicaba Eduardo Mendoza Varela en el suplemento literario de ese diario, Cesáreo Rocha aprendió el valor del trabajo y comprendió la importancia de iniciar una carrera desde la base: inspector de policía del barrio San Cristóbal, juez civil municipal de Bogotá y asesor jurídico del Ministerio de Agricultura, fueron los primeros pasos que en materia jurídica dio Cesáreo Rocha hasta llegar a ser magistrado del Tribunal Superior y del Tribunal Disciplinario en un camino que puede parecer corto –apenas catorce años- pero que se recorrió gracias a una disciplina de trabajo que hoy, 30 años después, no olvida.

Este hombre que repartió su vida entre la política, la participación en la administración pública, la magistratura y la actividad docente, no sólo desde la cátedra universitaria sino también como conferencista invitado a varios congresos nacionales e internacionales, aún recuerda a sus grandes orientadores: Ricardo Hinestrosa Daza, rector de la Universidad Externado y Alberto Rocha, de quienes aprendió el culto por el humanismo y el respeto a la libertad y quienes, también, le ayudaron a modelar de forma definitiva su carácter.

Su padre, quien además de ser compositor publicó libros como Prehistoria y folclor del Tolima, sería con la academia Manuel Antonio Bonilla y el centro de estudios del colegio San Simón, el impulsor de su culto por la literatura.

Inició sus escarceos literarios, como él mismo los llama, desde la época en que los concursos estudiantiles le dieron una visión distinta de la literatura al entenderla como un oficio que, aunque no ha logrado implantarlo como forma de vida, le ha dado la fuerza y la vitalidad suficientes para escribir y publicar dos libros de cuentos: Tierra buena y Mangle adentro, éste último publicado por Pijao Editores y en el cual teje mágicas historias cortas que seducen por sus imágenes.

Guy de Mauppasant y su cuento Bola de sebo, Baudelaire, Lamartine y los enciclopedistas, enriquecieron su gusto literario y aún parece que lo estuvieran esperando con la complicidad de todos los escritores. Pero la vida y sus avatares no le darían el tiempo necesario para entregarse de lleno a la literatura. Tuvo que tomarla como una afición del espíritu y no como la gran ocupación que siempre hubiera querido tener.

Sus hijos, Juan Carlos, especializado en derecho privado en La Sorbona; César Hernando, médico especializado en ortopedia y Andrés, el menor, quien heredara su visión artística y estudia diseño gráfico, conforman, junto a su esposa, el marco emocional que ha llevado con el equilibrio propio de un humanista que cree en el espíritu por encima de todas las cosas.

Miembro de una familia adoptada por Chaparral y que cuenta entre sus integrantes personajes de la talla de Cesáreo Rocha, el padre; de Carmenza Rocha, Antonio Rocha Alvira y el maestro Echandía, Cesáreo Rocha Ochoa, está seguro que su familia es más el producto de realizaciones personales que de influyentes clanes.

En una nota al libro Tierra Buena dice Carlos Alberto Rosas: “Cesáreo Rocha Ochoa nos ha dado una muestra de su habilidad para percibir no sólo ciertos aspectos de la vida diaria que para el común de las personas pasan inadvertidos, precisamente por su incesante repetición, sino algunos estados de ánimo que hacen de la muerte y de la vejes algo menos sombrío de lo que todos creemos”.

Y en cuanto a su segundo libro de relatos, Mangle adentro, el conocido autor Eduardo Santa señala que en la obra “las emociones se presentan con suaves matices, la anécdota está libre de vanas presunciones; el autor rara vez quiere presentarse como el héroe de algo que no le suceda al común de las gentes y, en especial, el idioma logra conservar la difícil sencillez y la dignidad expresiva de quien además de conocer los secretos de la palabra escrita, sabe manejarla con mesura y discreción”.

Y el propio autor, en nota introductoria a una obra suya, expresa que las instituciones sólo perduran cuando el hombre, por encima de cualquier consideración personal o transitoria, otorga categoría de precedencia a la fuerza de las ideas y a la vigencia de los principios. Tal ha sido, realmente, su postulado como autor y jurista.

Es un enamorado de la música clásica y muestra con orgullo su vasta colección discográfica. Encuentra en las melodías de Brahms, Beethoven y Vivaldi, sus compositores preferidos, la sublimación de un espíritu que hoy sigue cultivando con la misma energía y vitalidad con la que, desde hace varias décadas, inició su secreta maestría en las múltiples tareas que a lo largo de su vida siempre ha cumplido a conciencia.