PUNTOS SOBRE LAIES

 

Esa mañana del jueves Cortázar leía el correo científico de Le Monde en el viejo café London de la Rue Rambuteau, que él con cariño llamaba La Quilmes.

La idea le estaba sonando.

Me pareció genial la idea dijo sin saludar y sin mostrar las ojeras. (“Una noche de insomnio no se alza con tanta facilidad, comentó en cierta ocasión”).

Estaba sentado en una de las mesas exteriores del café. Siempre nos encontrábamos en ese sitio, pues a pesar de nuestra larga amistad el horror que le sentía a su estatura no permitió jamás que camináramos juntos. Por ese motivo él tampoco hacía uso de la cortesía y no se levantaba a saludarme.

...También he pensado que para morir con un poco de honor en estas calles debería hacerlo rezándole boca arriba a una llovizna como ésta decía mientras endulzaba las gotas de lluvia que comenzaban a reventarse en el vientre oscuro del café. El periódico empezó a tomar un parecido con su semblante y antes de que fuera tan pecoso lo guardó bajo el abrigo.

El café London, que fue abandonado a la lluvia por los clientes, estaba en una de las terrazas del lado sur de la calle y justo a mitad de camino entre la Beauboruoug y la casa del doctor Guillotín. “Atravesada en mi camino”, decía siempre que le daba por visitar esa casa que relumbraba como el sable de un samurai debido al exagerado cariño que le dispensaba el ayuntamiento de París.

...Estar en La Quilmes y ser interrumpido por un fenómeno tan admirable es buen presagio. No entiendo por qué la gente se desacostumbra tan rápido; huirle a este aguacero de otoño con el mismo temor con que lo hacen a la caída de la lluvia de ácido, es bárbaro...

La gente, arrinconada contra las paredes untadas de lluvia, nos miraba con asombro.

...Quisiera llegar irreconocible a la Rue Gentilly para desatar por fin la ordinaria cotidianidad que me da la tibieza de mis cosos. Habló esta vez, dejando colar el acento golpeado de Banfield.

Vivía en la Rue Gentilly y era el huésped más grande en la historia del número 15. Además, por su soberbia gana, habitaba el apartamento más pequeño.

... Pero sabés, ché, no es el frío ni esta sorprendente lluvia lo que provoca la indiferencia de mis íntimas cosas se quedó. Dejó encharcar su mirada a lo largo de la lluvia. Arañas de once patas tejen las miradas a la lluvia. No será eso –continuó-, sino la idea, la he saboreado desde que la discutimos, la he contado enredada entre historias a amigos. Ya hasta se duerme mal –el café se desbordaba-, no he podido siquiera hacerle una ficha adecuada, parece que fuera yo el único vertedero para ella.

Como si fuera un compromiso, Cortázar abandonó el London con la lluvia. Los últimos goterones bajaban a su espalda como cuchilladas. Iba a la casa de Guillotín.

A eso de la once Mario lo vio bajar de regreso al número 15 de la Rue Gentilly.

Entró al apartamento con una aturdimiento que se le hizo extraño. Excitado corrió el sillón hasta la mesa donde, con el tiempo, había agrupado lo esencial, donde está el zen por ciento: una imitación de tambor de petróleo azul oscuro de donde salían con desespero las puntas de los lapiceros, los remedios de la estación, los pocillos de plástico, los empaques de yogurt vueltos ceniceros, los libros, las hojas y las fichas y fichas.

Rescató una hoja del desorden, tomó un lapicero y al querer hacer el trazo notó que la blancura del papel asaltó sus ojos. Un atraer hacia sí todas las sensaciones por instantes embotadas o confundidas. Recogió su brazo y tentó a la mano de nuevo. En la blancura apareció una resquebrajadura, un tensionado signo, como la escritura de un temblor en la pared. El se detuvo. Pero fue un movimiento torpe, pues la inercia del asombro lo arrolló y sintió náuseas. La mano rebotó sobre la hoja y el trazo se descompuso, se descaracterizó. Recordó sus fichas y un movimiento compulsivo de rechazo a esas observaciones atrapadas se desbordó en el papel, apareciendo un artificio que le recordó la idea. Sintió que su mente se henchía de una radiante claridad y se soltó, se dejó tironear, se desovillaron sus limitaciones, se desenredó la orden genética y la sintió fluir a su mano hasta escurrirse a través de la tinta del lapicero.

Y a este lado vio en sus ojos la matriz de sus juegos, sus interpretaciones. Intentó devolverse para probar su estado pero notó que esa sustancia dulce y mágica donde se encontraba era la delgada hoja de un papel. Tan delicado era su encanto que prefirió quedarse, y con el temor de que por el sólo hecho de tratar de mirar un poco más allá la hiriera mortalmente, sólo observó, para descubrir cómo un insecto empezaba a desarmar sus sueños, a deshilachar la divisa de los Cortázar. Traía todo lo suyo al artificio.

Con hormigueante prudencia el insecto indagó. Sus sensibles antenas se reconocieron con las feromonas de ausencia que escapaban de los puntos de las íes que sobresalían del artificio y desapareció por uno de esos umbrales. The end.

Cortázar fue hallado muerto por un alunado que se equivocó de puerta. Sus ojos llenos de una infinita blancura denotaban cierta alegría. Parecía, por ese rasgo imperturbable, que había muerto a su manera.

Cuando el ayuntamiento de París llegó al pequeño apartamento a investigar su muerte, sólo halló detrás de la biblioteca una rendija por donde las hormigas, después de desarmar letra a letra sus libros, huían.

Fue el último trato de Cortázar con el ayuntamiento de París que tanto se preocupaba por la casa de Guillotín. Al otro lado de la rendija, él esperaba las hormigas y armaba de nuevo sus fichas con un pequeño defecto: las íes no tenían punto.