JOSÉLUIS GÓMEZ GONZÁLEZ, (RINGAS)

 

A los tres años de edad, un niño nacido en l946, en el número 49 de la calle del Mesón de Paredes en Madrid, es entregado en custodia, primero a las monjas de María Auxiliadora y más tarde a los padres salesianos del Colegio San Fernando para que moldearan su temperamento dentro de la estricta disciplina y la moral del régimen franquista. Sin embargo, ese niño delgado, ágil e hiperactivo, a quien sus compañeros bautizaron por ello Ringas, le hace el esguince a las clases aburridoras y se dedica a dibujar sus héroes favoritos, el Quijote y el Hombre trueno. Así, entre el enclaustramiento y las lecturas oficiales llega a los quince años, edad a la que debe enfrentarse con la vida que palpita más allá de los muros del internado, armado tan sólo de su espíritu jovial y aventurero. A muy temprana edad entra a trabajar en una empresa de calefacción. Lee los clásicos con fruición, dibuja de vez en cuando y un día conoce a un personaje que será clave en su vida: Don Manuel Vásquez Gutiérrez, un viejo maestro de pintura que realiza reproducciones perfectas del arte románico. Es quien lo inicia en las técnicas del copiado para que le ayude en la producción de retablos, una nueva forma de ganarse la vida a la que se acoge con entusiasmo, hasta el día en que debe resolver su situación militar.

Se alista como voluntario en la Legión Española y es enviado a Marruecos donde permanece por tres años. Termina de pagar el servicio militar y regresa a España a cumplir un viejo propósito, comprarse una guitarra eléctrica con amplificador y montar el grupo de Rock Los Cangrejos. Una vez satisfechos sus deseos se va de discoteca en discoteca en las Islas Canarias interpretando rocks, blues, baladas y boleros. Recorre Europa, realiza múltiples labores y trabaja en distintos e insólitos oficios. Vuelve al África, se vincula en Nigeria a una empresa petrolera y trabaja varios meses sobre una plataforma marina. Regresa a tierra firme y sigue su periplo por distintos sitios. En ese ir y venir, en esos encuentros y desencuentros, conoce en Málaga a un médico ibaguereño, Carlos Robledo, con quien recorre parte de España y sostienen una gran amistad. Robledo lo invita a conocer América y Ringas le promete visitarlo algún día.

Viaja a Ibagué en lo que sería una inolvidable experiencia al entrar en un mundo donde la magia desborda los cauces de la imaginación. El descenso desde la sabana se torna en una sensación de asombro.

Lo impresiona la vegetación cambiante, el clima, las exuberantes montañas. Cuando aparece Ibagué sus sentidos ya están embriagados, el atardecer que incendia de arreboles la meseta lo encandila de tal forma que, al detenerse ante los cerros que circundan la ciudad los dimensiona tanto que cree encontrarse ante míticos y legendarios montes.

Cuando se interroga sobre cómo va a hacer para sostenerse, recuerda que sólo sabe pintar retablos y piensa que lo aprendido con su viejo maestro de arte románico será su salvación. Pero también reflexiona sobre los temas y motivos que saltan ante sus ojos y decide que definitivamente será pintor. Por eso repite incesantemente que es un pintor tolimense, no sólo porque aquí afloró definitivamente su vocación, sino también porque en su obra florecen los cámbulos, se iluminan los ocobos, las montañas se multiplican y todo el campo tolimense toma forma. La primera exposición de su vida, gracias al Instituto Tolimense de Cultura cuando fuera dirigido por Carlos Orlando Pardo, la realizó en julio de l98l, fecha en que cuelga sus cuadros en el primer piso de la Gobernación y el primer día vende el noventa por ciento de la muestra.De esos primeros cuadros dirá Hugo Ruiz: Su visión del paisaje tolimense, ingenuo y colorista, se manifiesta no obstante con valores de una visión individual, autodidacta y en constante desarrollo del color, de la expresión, de las emociones que el color es capaz de plasmar con buena dosis de surrealismo. José solo ha realizado cuatro exposiciones individuales, en Ibagué, Armenia, Melgar y Rovira. Sus participaciones colectivas suman una decena, principalmente en Ibagué. No se afana demasiado por exponer puesto que sus lienzos tienen una salida constante y siempre habrá alguien deseoso de adquirir una obra suya.

Ringas pinta todos los días, no tiene horario determinado, pero el proceso de composición es sencillo: trazos rápidos marcan los límites y se vuelcan luego a llenar los lienzos de ramas, hojas, tallos y montañas, esa visión obsesiva del paisaje que lo hizo anclar en estos lares y que él contrasta con ese juego de colores que crea la gozosa certidumbre de asistir a la fiesta diaria que brinda la naturaleza. Este gaviero ha encontrado todo cuanto un hombre sensible puede aspirar: el amor, una hija y la infinita posibilidad de llenar de color cientos de lienzos que van saliendo como por prodigio de sus delgadas manos, las mismas que hacen trepidar las cuerdas de su guitarra eléctrica, la que acomete como un felino para atrapar el tiempo que se fuga con sus propios recuerdos y con las notas, ahora ya nostálgicas, de un rock clásico, una balada, un blue o un son latino.