SOBRE LAS NOVELAS DE JAIRO RESTREPO GALEANO

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Jairo Restrepo Galeano, Lérida, 1952, ha publicado hasta el momento cuatro novelas y tiene terminadas, pero inéditas, otras tantas. Se inicia con Puertas cerradas (1987) donde sigue la línea de los nuevos novelistas con su trabajo en la inmersión alrededor del yo, del ser esencial del personaje haciéndolo urbano y universal.

Puertas cerradas, en ciento cinco páginas divididas en tres capítulos, cuenta la historia de un hombre tímido llamado Antonio, joven escritor en busca de poder entablar una relación amorosa con Irene, estudiante de idiomas y cantante durante los fines de semana en la taberna Arte y cerveza. Paralelamente se va desarrollando una mirada alrededor de los problemas sociales de Colombia por la década de los años setenta.

Durante siete días y sus noches, ensaya la manera de arribarla porque la cobardía cubre sus pasos y con el amigo sociológo Mauricio Sánchez comparte su preocupación por el país, desapareciendo en el pueblo porque una noticia le dice que su hermano ha sido torturado y asesinado.

En el segundo capítulo despierta Antonio con la sensación de ser otro, es decir, desdoblado, al meterse en el mundo onírico de la ciudad, protagonista igualmente al ser representada como un monstruo de tentáculos que cierra puertas y que se vuelve una constante a lo largo de la novela. Irene se convierte para él en un punto de referencia que simboliza un faro en medio de otras mujeres que han cruzado por su vida como Sara o Ramona. Si bien es cierto refleja un lenguaje con imágenes poéticas, no están exentos, algunos párrafos, de retórica que vuelve empalagosa la prosa, agregando escenas que bien pudieran suprimirse sin afectar lo fundamental de la anécdota.

Al conocer Antonio la noticia de que Irene ya no trabaja en la taberna, soporta la angustia resultante ayudado por el consejo de David, un amigo pianista, quien le indica cómo hay que matar lo que se teme. Encuentros fortuitos con Irene en la Universidad, celebración de cumpleaños, avisoramiento de contactos de ella con revolucionarios, surgimiento de nuevos temores ante su posible pérdida y combinación de actos personales con las tertulias en casa del pianista que narran la necesidad de la revolución, son hechos que, contando con la referencia de la muerte de treinta estudiantes universitarios, cierra esta primera parte de su mundo.

En el último capítulo Antonio tiene nuevos encuentros, va al teatro, se separa por varios días y en el nuevo diálogo ya ha desaparecido la química, quizá por el extraño personaje que aparece y desaparece de su vida. Termina detenido en la plaza de toros a título de ser partícipe en una manifestación, siendo duramente interrogado durante tres noches queriendo sonsacarle información sobre hechos y personas que jamás ha conocido. Vendrá finalmente la ruptura definitiva con Irene en su apartamento y en la calle se encontrará con el sociólogo Mauricio, quien ha regresado deprimido y con mal aspecto. Ahí debe recordar la fotografía suya que uno de los agentes le ha mostrado para ver si lo conoce con su natural negativa y mientras aparece como devorado por la ciudad, camina con el peso de la ausencia de su amor concluido.

Contada en primera persona y con hechos que suceden concretamente en Bogotá, los dos tipos de represión que sufre el personaje, la de su obsesión por Irene y la de su devoramiento por la ciudad y la angustia que genera la represión y la situación social, surgen en mayúsculas como las preocupaciones que cubrieron a su generación y que de alguna manera siguen arropando a la de ahora a comienzos del siglo XXI. Existe un buen equilibrio en el sentido de no ser una denuncia de panfleto y la obra conserva un adecuado manejo de la estructura, al tiempo que el deseo de hacer poesía en algunos apartes de la novela le quitan impulso por parecer fuera de contexto.

Su segunda novela, Cada día después de la noche, ganadora del concurso nacional de novela Ciudad de Pereira en 1996, tiene ciento cuarenta y ocho páginas y está dividida en cinco capítulos que van titulados. Si bien es cierto la primera parte del libro evoca la tragedia de Armero que encarnan personajes que se mueven en Cartagena, el tema gira alrededor de la tragedia interior que queda tras haber vivido la penosa experiencia de una hecatombe de las dimensiones que tuvo el fatal acontecimiento.

El autor nos instala de entrada con Eliseo Magdalena, siete meses después de ocurrida la desaparición del municipio tolimense. Vendrán las evocaciones anteriores al suceso que ya era anunciado por los geólogos como un hecho irreversible, puesto que el río Lagunilla estaba represado y se esparcía el rumor por la posible erupción del volcán Arenas del nevado del Ruiz. Así mismo se señala cómo hubo oídos sordos de parte de las autoridades nacionales y departamentales y cómo la misma gente del pueblo lo asumía como una posibilidad lejana. Después surgirán referencias a los aconteceres un día antes de la tragedia, señalando la reunión de todo tipo de autoridades donde se establece la disputa entre la ciencia y la iglesia como dos fuerzas en choque, ganando el sacerdote. La sensación extraña cuando los gallos cantan al amanecer es premonitoria de la muerte y en medio del ambiente enrarecido las gentes parecen cumplir con las tareas de su cotidianidad.

Eliseo Magdalena no puede en ese momento realizar su siesta y parte a la casa de Josefina, sólo nombrada como la hija del abogado, ambos sin caracterizar, y allí con la ausencia de los demás habitantes del sitio logra poseerla mediante un juego sensual y erótico. Al caer la tarde, cuando ya las cenizas cubren el ambiente, Eliseo se pregunta sobre el origen del pueblo que lo llevará a los próceres Carlota y José León Armero, a recordar las crónicas de fray Pedro Simón que registran la primera erupción del volcán Arenas del nevado del Ruiz en 1595 y el desbordamiento del río Lagunilla en 1845.

El segundo capítulo, La noche, narra el encuentro con Josefina y cómo deben salir del pueblo. Camino a la casa, mirando las colinas, piensa salvarse solo pero le asaltan los remordimientos por su padre y Josefina, maso al apurar el paso ya la avalancha entra con su ruido de muerte.

Después de la noche, capítulo tercero, describe a Eliseo realizando una recostrucción mental de lo que era Armero y la otra tragedia después de la tragedia cuando los familiares sobrevivientes inician el éxodo de hospital en hospital, de ciudad en ciudad buscando a sus parientes.

La máscara, cuarto capítulo, ya muestra al narrador en Guayabal donde le descubren leucemia y queda abierto un destino que sólo se conocerá en el capítulo siguiente cuando aparece en Cartagena recibiendo quimioterapia. Entonces surgen las descripciones de la ciudad amurallada y su adaptación a un nuevo lugar y una forma diferente de ver las cosas, sin que falte la soledad. Marcio, médico y Emelina, su esposa, cumplen el papel de aislarlo y son los que están detrás de quedarse con el dinero y los bienes de la herencia. Juan B., abogado amigo de la pareja, en un diálogo donde se habla sobre quiénes tienen derecho a reproducirse, concluye que tan sólo los que tienen con qué. Todo esto es la antesala para expresar la necesidad que Eliseo tiene de la mujer porque allí encuentra sosiego.

En el capítulo final, Las coartadas, Marcio, Emelina y Lamia, compañera de Eliseo, le sugieren que se embarque y desaparezca seis meses para borrar todo indicio de que se encuentra vivo y lograr así desenredar la maraña de la herencia. Tanto la visión de la arquitectura de Cartagena como sus detalles, incluyendo hasta los olores del puerto que será supuestamente su punto de partida, alcanzan aquí un nivel poético destacable. Desde el camarote decide, sospechando algo, que no debe partir, pero se tropieza, al decírselo al capitán del barco, conque él mismo ya se lo ha repetido como si tuviera un doble, que en efecto es Radamés, un personaje que lo suplanta para dejar en la atmósfera la idea de que él salió, por lo que se devuelve a su camarote tropezándose con la sorpresa de encontrar una pistola que empuña pensando en la muerte, pero sin botarla, porque podría necesitarla más adelante ante evidencias que no comprende bien. Decide entonces escribir sin escribir una carta a Lamia relatando la decisión tomada. Aquella muerte sin mayores explicaciones no se produce y la novela se diluye al final cuando él toca tierra otra vez.

La obra de Jairo Restrepo muestra aquí una evolución en su escritura respecto a la primera novela publicada, no sólo porque su lenguaje lírico toma dimensiones diferentes a la simple acrobacia palabreril de Puertas cerradas, sino porque su estructura refleja un mayor cuidado en los detalles, como si la reflexión y no el azar dejaran plasmada aquí su huella. Igualmente la división por asteriscos que muestran pequeños apartados, a veces sólo pequeñas frases, dan una sensación de descanso al reflejo del drama que se narra.

En el acta redactada por el jurado del concurso de novela Ciudad de Pereira donde se premió a Jairo Restrepo, se advierte cómo aquí se presenta una estructura novedosa que refleja un cuidadoso trabajo en este sentido, economía de lenguaje que linda con lo poético en ocasiones, manejo de símbolos y personajes definidos frente a una situación como la tragedia de Armero. Así mismo, subraya el jurado, es un libro depurado, con pleno dominio de la técnica narrativa, lenguaje eficaz y anécdota dosificada; el autor es explorador de nuevas formas de expresión, lo que da a su prosa, matizada de metáforas y símbolos, una particularidad. Sus libros nunca están exentos de dramatismo, pero el contenido lírico infunde fuerza a sus personajes que resultan inolvidables.

La tercera novela de Jairo Restrepo, Narración a la diabla, 1998, tiene ciento veintiocho páginas divididas en cincuenta y nueve fragmentos. Esta fue en efecto su primera novela escrita en 1981 pero que trabajó con paciencia durante diez años.

Dentro de un ambiente Rulfiano como tema, nos enfrentan sus páginas a un sacerdote que regresa a lo que en otro tiempo fuera su habitación en la casa cural de un pueblo denominado Balsa Rocío. Allí no sólo vuelven los olores de las casas agrietadas por el sol inclemente, sino el de Mariela, la mujer que amó a pesar de pelear internamente por ser un sacerdote, pero también por ser esencialmente un hombre. Zacarías, el cura protagonista, recibe el rechazo de la mujer por lo que desde el púlpito realiza sermones en contra de ellas, hasta el punto en que al verla pasar saca su crucifijo para besarlo. Pendiente de su vida, observador acucioso de quiénes entraban o salían de su casa, se tropieza con José de los Ríos, quien baja de la cordillera atraido por la fama de las mujeres del lugar.

Canaliza su frustración al verse no correspondido, entablando relaciones íntimas con otras mujeres como Stella, la del lunar en la fronda de su pubis, Inés, Cecilia, Olga, Brunilda y Carmen, con quien jugaba en la sacristía después de terminar los oficios religiosos.

Pero todos estos sucesos habrían de ocurrir por los tiempos en que el sacerdote, aún con el impulso de su juventud, se da a la tarea de tropezarse con la vitalidad de la existencia. Ahora habla es el Zacarías mayor, maduro, prácticamente viejo en su condición de narrador en primera persona, pero ya todo es referido desde el otro lado de la muerte.

A su regreso desde el más allá, lo primero que le urge es buscar a Mariela, enterándose que ella lleva mucho tiempo sin salir de la casa, apareciéndosele de noche bajo la seña de beberse su vaso con agua que queda siempre sobre la mesa de noche, pero no logrando sorprenderla porque ella sabe, por dentro, cuando el vaso se levanta solo, que Zacarías está ahí. Mariela, por su parte, ha quedado embarazada de José de los Ríos, el cordilleruno, y una vez nace su hijo llueve durante quince días sobre el pueblo, pero al esfumarse la última gota la pequeña criatura muere. Es el instante en que ella decide encerrarse definitivamente en su alcoba. De pronto aparecen bandadas de aves migratorias que se llevan a las que usualmente vuelan por el lugar, quedándose huérfanos de ellas, premonición que anuncia la muerte de José de Los Ríos.

Dos voces, la del cura Zacarías vivo y la del cura Zacarías muerto, se alternan la narración, como ocurre a lo largo de la novela, para reconstruir hechos al estilo del soborno que quiere hacerle a Saturia, la empleada del servicio doméstico para que le consiga una cita con Mariela. Surgen simbologías y comparaciones como la del río con la mujer de sus sueños, únicas formas de calmar la ansiedad y la sed.

Al volver veinte años después de su muerte, advierte cómo ya las casas no están pintadas de rojo sino de azul, señalando cambios políticos. Evoca a su padre combatiente de las tantas guerras del siglo XIX y quien lo provocara para que siguiera el camino del apostolado. Reitera la mortificación de Zacarías frente a la contradicción que despierta o su condición de pastor o su condición de hombre y hasta se ríe extrañamente de la imaginación de la gente que señala cómo él se vuelve invisible al visitar las mujeres y cómo, al no tener éxito en variadas ocasiones, se suple con la empleada de la casa cural.

El sueño recurrente consiste en que la puerta de la casa cural es empujada por el obispo de Ibagué y detrás el pueblo enardecido le corta los testículos para pasearlos por todo el municipio. Otra imagen que se repite es la de la sangre que baja por su brazo derecho al instante de levantar el cáliz.

Los últimos fragmentos, agrupados bajo el título de El sacrificio, narran un incendio en la calle once y él sale, no tanto por el acontecimiento, sino para poder ver a Mariela, pero recibe el afecto de la gente como si aquello de pecar y rezar diera el empate para calmar su conciencia que lo flagela inmisericordemente. Ingresa entonces la decadencia donde reitera la reconstrucción de olores y calles, personas y cotidianidades, buscando apresar de nuevo a su amor. Se tiene lástima, pierde autoestima, se sabe un mendigo de cariño y los colores, el rosado como símbolo de tranquilidad hasta el rojo símbolo de la tragedia, se mece entre la aceptación de unos y la furia de quienes desean matarlo a machete.

Al sentirse que no está ni en el pasado ni en el presente cuando toma conciencia de su atemporalidad, entiende que su pecado de la carne lo ha llevado a encarnar en el dolor como si figuradamente el apocalipsis lo tuviera por dentro al estilo de una pesadilla que no tiene fuerzas para cargar más.

Cronológicamente el tiempo se ubica en la población de Armero un poco antes y un poco después de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, donde en efecto fue asesinado un sacerdote por razones políticas y generó una biografía publicada alrededor de estos hechos. Desde luego, también surgió una leyenda que precisaba cómo el sacerdote antes de morir maldijo la población, por lo cual en los medios populares, en la tradición de boca a oído, se afirma que todo lo malo que pasara o lo que pudiera pasar, obedecería fundamentalmente a este suceso.

La novela narra el impacto que genera la muerte de Gaitán en la provincia y la actitud vengativa que asumen las gentes dolidas por el crímen de un jefe popular. Es entonces cuando Zacarías muerto presencia la muerte de Zacarías vivo y se suceden las escenas de acusación por guardar armas a los conservadores y las de los machetes cayendo sin clemencia sobre su humanidad.

Vendrá finalmente el tránsito entre los dos estados donde no falta el famoso túnel y el pensar que estando muerto todavía podrá tener el recuerdo de Mariela, al tiempo que se siente en la sal de un útero como para volver a la vida en el proceso de la reencarnación, seguramente para repetir su placer y su infierno tan temido.

Ya vemos entonces la evolución de un escritor que se torna menos retórico, más preciso y cuidadoso en el lenguaje, sin abandonar la constante del amor y el desamor, así como la parte social, o la yuxtaposición de los modos de ser entre la gente del campo y la ciudad. De igual manera observamos cómo su porción de tierra natal, el plan del norte del Tolima, tiene una voz que la testimonia tanto para ficcionalizar tragedias como la de Armero o ficcionalizar dramas como el asesinato real de un sacerdote. Es un volcarse a los acontecimientos que lo marcan, tras el impacto de un estudiante de provincia que profesionalizándose en antropología, se ve frente a los dilemas planteados en su novela Puertas cerradas.

Soledad para dos es el título de su última novela, de cincuenta y cinco páginas, aparecida en Ediciones Utopía en 1999 y editada en internet. Una periodista costeña de cierto éxito es invitada por la guerrilla para transmitir a través suyo un mensaje al gobierno nacional. La profesional, que ha sido reina y por ello accede más fácilmente a los medios, se angustia por tener que ir sola y aunque su esposo desea acompañarla, por asuntos de negocios en Bogotá se ve imposibilitado para hacerlo. Una muy pequeña avioneta la lleva desde Cartagena a Santa Marta de donde partirá a Pueblito, el lugar de la cita. Atrás queda su celular, su libreta de apuntes y sus recuerdos y tras un accidente que pudo haberle causado la muerte, toma la selva con sus ríos y sus paisajes bajo la guía del piloto. Aislados dan comienzo a un romance y a las especulaciones sobre lo que podría pasar con la entrevista frente al poder de la guerrilla. Una casa abandonada pero con los elementos necesarios para organizar su estadía, sirve la noche anterior al encuentro con los insurgentes para concretar el deseo que surge particularmente del piloto. La mezcla del mundo de los sentidos con la naturaleza, ofrece un inteligente equilibrio que sensualiza las situaciones y le da calidez casi erótica a lo que se describe. La novela no tiene un final formal y queda abierta por cuanto el aislamiento y la imposibilidad de poder cumplir su cometido periodístico, no se desarrollan. El narrador omnisciente muestra una acción lineal que está bien contada y al dejar a sus protagonistas perdidos en la selva, no toca, como se sugiere al comienzo, una situación de tipo político, sino jalona la historia atípica de un drama amoroso. Si bien es cierto en el momento del accidente que tiene la avioneta no logra comunicar su intensidad ni su temor, es decir se queda en la piel de los aconteceres, también lo es que se ofrece mediante la metáfora un juego interesante, a más de no dar nombres a los personajes.

Lo que queda claro es que Jairo Restrepo Galeano es un narrador en contínua experimentación tanto en la estructura como en el material verbal con que construye sus historias y que va en un camino de perfeccionar en cada obra el oficio al que se ha entregado con profesionalismo.



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