COMEDORA DEHOMBRES

 

En el valle de Lérida existe una criatura femenina tan misteriosa y fascinante como la Madremonte o la Candileja. Pensar en ésta y sus artificios me colma de espanto y recelo: apaga el lustre de la sangre mientras la noche es densa y el hombre en sus caminos tiene libertad para equivocarse.

Mi hermano Jacobo y yo, en el recorrido de Lérida a Ambalema, dejamos un sembrado de arroz (a lo lejos parecía glauco como el mar) y nos internamos en un paraje donde nos pareció que el sol no llegaba jamás. Los hombres cobrizos, que se reconocían por el olor y el calor de sus palabras, parecían no haber hollado esa tierra.

Jacobo tenía una amante ambalemuna y de vez en cuando iba a visitarla. Esa vez me pidió lo acompañara. Quería saber de sus artificios de enamorado, pues tenía fama de rendir a toda mujer que se detuviera a oírlo.

A la tercera hora de nuestra partida (habíamos salido a las diez) avistamos una pequeña construccíon circular, de dos plantas, dispuesta en un descampado. Al fondo, dos kilómetros hacia el oriente, el hilo de plata del río Magdalena fluía hacia el norte. Jacobo creyó conveniente darle un vistazo a la vivienda. Yo había hecho el recorrido durante el día, dos veces en distintas oportunidades y no recordaba haber encontrado aquello.

Cuando nos acercamos a la construcción, la noche se venía en prietas y frías oleadas de brisa. La casa emergía, cono de chocolate, a un lado del camino, cerca de unos árboles de ciruela. A la distancia de quince metros era difícil hallarle puertas. Al acercarnos un poco más supimos que las paredes tenían rectángulos grises. De las ranuras brotaban cintas de luz que nos caían en la cara como hielo.

Jacobo me detuvo y señaló la segunda planta. Una mujer, a quien no veíamos en toda su corporeidad, nos señalaba los rectángulos y nos invitaba a entrar. Dudé, pero Jacobo me arrastró hacia adentro. Por el gorjeo de su garganta supe que había en sus labios una sonrisa licenciosa, satisfecha de amor.

En cuanto nos encontramos dentro del recinto, la mujer bajó. Olía a tierra. Su dulce voz me hacía soñar su cuerpo que parecía desamparado de caricias.

La mujer desapareció e inmediatamente se volvió a manifestar con un candelero en el cual la vela encendida parecía a punto de apagarse por la brisa. Tenía el pelo de un negro lustroso que, con los movimientos de la cabeza, arrojaba destellos azulados. Ardía en sus ojos una frágil llama. Vestía túnica de lino blanco. Un cinturón rojo abrazaba sus caderas y sus senos eran fogosos al menor movimiento de su cuerpo. Nos indicó unos lechos con paja de arroz como colchón. La madera de las cabeceras estaba tallada con hombres desnudos de falo erecto.

La mujer volvió a desaparecer no sin antes explicarnos que iba a buscar alimentos. No supimos por qué costado de la pared se fue. Había dejado el candelero y las sombras que lanzábamos hacia las paredes parecían fantasmas al acecho de nuestros movimientos.

Nos sirvió la cena en platos de cerámica cuyos principales motivos de adorno eran parejas en cópula. En vasos de porcelana, imitando senos, nos dio de beber un líquido marrón pálido con sabor de tamarindo. En los platos, lonjas de carne con arroz. Comió con nosotros, pero no tocó la carne. Encontraba en la mujer algo que no acababa de comprender.

Pocas cosas nos preguntó y nosotros apenas nos atrevíamos a hablarle. Su belleza nos intimidaba. Era inusual el silencio de Jacobo.

Luego de comer nos tumbamos en los lechos que estaban dispuestos para nosotros. Ella se tendió en uno pequeño donde la luz del candelero no desnudaba tallas eróticas. Jacobo no dejaba de mirarla y me daba cuenta que al mismo tiempo la mujer le devolvía su atención en intensos embates de lujuria. Un cuarto de hora después, la mujer se levantó y subió a la segunda planta por una abertura cerca de su cama. Jacobo se rebulló y guardó silencio. Parecía deseoso de no conjeturar nada conmigo. Como estaba cansado dormí con sueño caliente, inquieto.

El ruido de cigarra del candelero me despabiló. No vi a mi hermano. Me levanté y llamé en voz baja, pero no respondió. Ni la mujer ni él estaban en la primera planta. Entonces presioné las paredes y algo que parecía puerta se abrió. Me encontré con la noche afuera. Las estrellas se fatigaban en el vacío. Me pareció oír, entre la maleza, gritos y lamentos que conmovieron mi ánimo. El eco de aquello se apagó rápidamente. Di la vuelta en torno a la casa y no descubri nada. El miedo que me tenía prisionero me soltó cuando escuché el lejano ladrido de un perro.

Conseguí trepar a la segunda planta por una escalera externa. Al llegar al último escalón se me reveló la naturaleza del grito y el lamento: el aire, al tocar aleros de la casa arrancaba sonidos inescrutables para mi mente pávida.

Volví a entrar en la sala. Encendí una cerilla. Jacobo no había regresado. Cuando busqué la abertura por donde la mujer había subido, oí sonidos de besos. Sonreí porque creí que mi hermano pasaba una noche de amor.

Caí, de nuevo, en un profundo sueño, no inquieto como el que había sufrido antes.

Por la mañana, lo primero que hice al despertar fue mirar a la cama de Jacobo. Ahí estaba. El lecho de la mujer se encontraba intacto. Ni hermano tenía la cara gris. Lo sacudí por los hombros y lo conminé a partir. Me miró con ojos de donde habían desaparecido el lustre y la vivacidad del movimiento interno y alterno de la sangre.

La mujer entró. Tan pronto la vi, comprendí lo que en la noche no había logrado descifrar: su piel trenzada de tierra pálida. Ahora todo en ella eran fibras tensas y llenas de vitalidad y alegría. La interrogué sobre la palidez de mi hermano y me habló de nocivos vientos que circulan por los gestos de los enamorados.

No indagué más. Comprendí que permanecer un minuto más allí era arriesgar lo que mi hermano había arriesgado.

Durante la mañana, Jacobo caminó a mi lado, ausente de mis palabras que intentaban inocularle vida y ocre en su rostro. Lo sacudía la fiebre. Hacia las doce del día, entrando en Ambalema, se sentó al borde del camino. Luego se tendió en el pasto. Movió sus labios para decir algo. No. Sonrió, y, galopando, su alma se fue en busca de la casa circular.

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