LIBROS QUE MATAN

 

Al profesor Felipe Lanchas


Enrique Zapata murió por exceso de literatura. Trescientos kilos de libros le cayeron encima de súbito y acabaron con su vida. Nadie sabe exactamente qué vértice de qué volumen fue el que le dio el golpe definitivo. Estaba solo en su bodega revisando el pedido que al día siguiente enviaría a los libreros ambulantes del centro de la ciudad. Su deceso se produjo a las once y veintitrés de la noche del sábado, y las autoridades lo atribuyeron a un accidente. Sin embargo su muerte no fue accidental. Un accidente es un evento del azar, sin ninguna línea que lo conecte con el pasado. Pero en el caso de Enrique Zapata había una maraña de hilos viejos y retorcidos que se tendían hacia la oscuridad de su pasado y enlazaban su muerte con hechos ocurridos años y meses atrás.

Valga decir que Zapata era un editor pirata. Comenzó muy joven como vendedor de libros para algunas editoriales importantes, pero pronto entendió que no conseguiría dinero de este modo. Así que inició una imprenta ilegal en el garaje de su casa y se dedicó a publicar copias baratas de libros de lectura obligatoria para estudiantes de secundaria. Si hubiera seguido por esa vía, probablemente hubiese muerto gordo, feliz y adinerado, como mueren diariamente tantos editores piratas en todo el mundo. Pero Enrique Zapata en cierta forma amaba la literatura tanto como el dinero. Y estos dos amores, lamentablemente, son incompatibles.

Publicó pésimas ediciones de “La Odisea”, “El Quijote”, “La Metamorfosis”, “Hamlet”, “Romeo y Julieta”, “El Viejo y el Mar” y otros títulos que vendía a precios ridículos para conquistar su clientela. El problema surgió cuando decidió mejorar la calidad de las ediciones e introducir pequeños cambios en los libros. Cambios realizados con evidente compasión, ya que a Enrique Zapata se le podría describir, en rigor, como un hombre de bien.

Fue su bondad lo que le llevó a condolerse de la azarosa suerte de Odiseo. A Enrique le pareció que dieciséis años lejos de Penélope, una mujer tan hermosa y fiel, no era justo para un hombre de tanta inteligencia y valentía como Odiseo. Luego de pensarlo mucho resolvió reducir su calvario; suprimió la discusión de Odiseo con Poseidón tras la conquista de Troya y lo regresó sano y salvo, en un viaje de medio párrafo, a los brazos de Penélope. Para ajustar mejor el libro eliminó también las muertes de los pretendientes de Penélope, y en esta versión, la pareja disfruta por siempre de la felicidad en Ítaca. Los cambios surtieron un efecto extraordinario en el negocio de Enrique. No sólo rebajó los costos de impresión del libro, sino que pudo venderlo a menor precio y los estudiantes rápidamente prefirieron su edición a leerse la obra completa publicada por las demás editoriales.

Animado por lo que había hecho con Odiseo, Enrique pasó a “trabajar” con “El Jorobado de Nuestra Señora de París”. Para él, Quasimodo era un ser muy feo y repugnante, y por ello, su terrible suerte resultaba aún más cruel. Necesitó varias semanas para darle una mejor apariencia a Quasimodo, a quien por obvias razones no podía cambiarle el nombre. Pero sí le quitó la joroba, el ojo malo, la cojera, la fealdad, y en la versión de Zapata, Quasimodo es un sujeto apuesto, alto, fornido, inteligente e irresistible que de manera vertiginosa conquista el amor de las mujeres más bellas y el afecto de las personas más influyentes de París y del mundo.

Bajo su cruel benevolencia y su infame pluma, destinos semejantes corrieron Hamlet y Romeo y Julieta. Hamlet toma una decisión rápida y decapita a su tío al final del primer acto, con lo cual se acaba la obra. Y los Montesco y los Capuleto traban cordial amistad y permiten que Julieta y Romeo se casen en la mitad del segundo acto.

Había que ver el gesto de placer de Enrique al culminar cada una de sus obras. Un gesto de gozo que alcanzaba el clímax al contemplar que estos escritos cabían en muchas menos páginas y los estudiantes los compraban con voracidad.

Durante mucho tiempo le había preocupado la suerte de Jean Valjean en “Los Miserables”, y en el lapso de tres meses le puso fin a su tragedia. En la nueva versión, Jean no roba el pan, lo que quiere decir que no va a la cárcel, ni se fuga, ni pierde a su familia, ni es perseguido por el inspector Javert. En ninguna otra edición “Los Miserables” son más felices que en la de Enrique Zapata. Jean y su familia comen copiosamente, y ríen y cantan y bailan y van a la iglesia, a todo lo largo y profundo de las 44 páginas a las que quedó reducida la obra.

Enrique también se compadeció de “El Quijote”. En su versión ilegal, Don Quijote no sufre de locura ni nos alegra con sus gestas. Es un hombre gordo, colorado, de baja estatura y un tanto vulgar, a quien el rey Fernando le confiere el grado de caballero en virtud a sus excepcionales servicios como contabilista del reino. Sancho Panza, su asistente, es un muchacho vivaz y de gran inteligencia que, según el autor, “algún día alcanzará las mieles de la victoria con la contabilidad”. Estos dos personajes viven una tonta aventura cuando se extravía uno de los libros de balance, que al cabo descubren en el armario de la princesa Sarah, quien deseaba falsificar las cuentas para comprarse un peine de cuerno. Al final del libro, a Don Quijote se le nombra Caballero gracias a esta insignificante hazaña y Sancho es designado como su “escudero contable”.

Meses después, Zapata creyó realizar una labor magistral con “Crimen y Castigo”. Rodión Raskólnikov planea el asesinato de la vieja usurera, pero jamás lo comete. Es el destino, guiado por la pluma de Enrique, quien resuelve los problemas del joven estudiante y su familia. Por un evento de la casualidad, la anciana prestamista resbala en la cocina con tan mala suerte que cae de cabeza sobre el filo de un hacha que estaba recostada contra la pared. Cuando su hermana llega a la casa y la ve muerta, enloquece de la dicha al verse liberada del yugo de la usurera. Poseída por el paroxismo, toma todas las pertenencias de su hermana y las arroja por la ventana, y en un viaje directo y seguro, esta fortuna va a dar sobre Raskólnikof, quien curiosamente pasaba por allí con una enorme canasta (¡vacía!). Por supuesto, el joven se extraña e intenta devolver aquellos bienes, pero no sabe cómo ni a quién. Entre tanto, la hermana de la prestamista recupera repentinamente el juicio, se da cuenta que no puede vivir sin su pariente del alma y decide suicidarse con el hacha que mató a la usurera. Zapata omite adrede la forma en que la mujer se quita la vida con el hacha, con lo cual nos priva de un maravilloso ejercicio de imaginación, y termina la historia con Raskólnikov feliz y convencido de que aquellas riquezas han caído del cielo, enviadas por Dios, para que solucione todos sus problemas, cosa que hace en dos párrafos. Enrique vendió 50 mil ejemplares de “Crimen y Castigo” con un sello en la carátula que decía “versión corta y mejorada”.

Luego publicó una edición de “Lo que el Viento se Llevó” en la cual el viento no se lleva nada. Todo lo contrario, es el viento el que le trae a Scarlett la felicidad y la fortuna que tanto le fueron esquivas en la obra original. Literalmente, un tifón precipita un encuentro amoroso entre Scarlett y Ashley —quienes buscan refugio en una cueva y allí descubren su amor, se prometen fidelidad y dos semanas más tarde se casan bajo una suave brisa de otoño—, una sucesión de ciclones y tornados impiden que la Guerra Civil se extienda a Georgia y un huracán azota las haciendas vecinas, arranca los trigales, los eleva setecientos metros en el aire, allá arriba les quita el follaje, y toda esta cantidad de trigo, perfectamente procesado por los remolinos de viento, cae en mitad de la hacienda Tara, donde la pareja de enamorados no puede creerse su buena suerte. Al final del libro, son los ventarrones los que ayudan a que las cigüeñas viajen más rápido (desde París, claro) para traerle a Scarlett y Ashley los hijos hermosos, sanos y fuertes con que todo matrimonio sueña.

Embriagado por el éxito “moral” y económico que le brindaban sus versiones “cortas y mejoradas”, Enrique Zapata se dedicó a la juerga, se consiguió dos amantes (entre las numerosas estudiantes de secundaria que adquirían sus ediciones piratas) y abandonó el trabajo casi por completo. Apenas si pasaba por su imprenta una vez a la semana para ver la contabilidad, y después de alegrarse con las cifras, salía a divertirse sin ninguna restricción. Se emborrachaba con sus amigos y jugaba fuertes sumas a las cartas, la ruleta y los caballos. En las tardes recogía a sus amantes en la puerta del colegio (una por día), las paseaba por los mejores restaurantes y discotecas de la ciudad, las llevaba a un hotel del centro, se complacía con ellas y después las dejaba en la puerta de sus casas antes de las diez de la noche. Más tarde se encontraba con sus amigos para beber y jugar hasta las tres o cuatro de la madrugada, hora en la cual llegaba a su casa.

De esta manera, Enrique disfrutó de una época de regocijo que, en cierto modo, también vivieron los libros. Mientras él estuviese de parranda, los libros estaban seguros y a gusto. Pero un accidente automovilístico y la esposa de Enrique intervinieron para destrozar esta armonía. El accidente ocurrió una noche que Enrique salió ebrio del bar y chocó contra un poste del alumbrado público. Se rompió la clavícula y dos costillas que tardaron en sanar. Estuvo durante cuatro meses y medio en una cama. Sus amigos dejaron de visitarlo y sus amantes lo abandonaron por el antiguo Principio de Xawaydú, que afirma, con razón, que a las mujeres jóvenes no les gustan los hombres enfermos. El hecho de haber estado cerca de la muerte sacudió todos los miedos de Enrique, y a ellos, su mujer sumó una perorata diaria que acabó de vulnerarlo. Lo convenció de que, con la juerga, estaba dilapidando su promisoria y exitosa vida de escritor y editor, lo atiborró de culpas y Enrique no tuvo más salida que ingresar a un grupo católico de oración. No pudo haber peor remedio. Estos fanáticos le hicieron odiar el alcohol, el juego, la música, el baile, las mujeres alegres, el tabaco y la buena comida. Y fue con esta terrible carga de odio que Enrique Zapata regresó a la literatura.

La primera víctima de esta segunda etapa fue “El Viejo y el Mar”. Enrique venía tan saturado de religión y culpa que trató de conjurar sus frustraciones con este libro. Tenía mucho por decir, muchas ansiedades por calmar y muchos sueños por cumplir. Por eso no realizó una versión corta, sino una edición “ampliada y mejorada”. La obra pasó de 52 páginas a 794, luego de aplicarle su vieja técnica de la bondad. En la nueva edición de Zapata, el viejo es un joven fuerte y atlético que gana varios premios de pesca en el Caribe. Tiene numerosos encuentros con peces gigantescos y tremebundos y a todos los captura con un simple anzuelo, un cordel y sus manos desnudas. Se bate con ellos en extenuantes jornadas de varios días sin alimento y a la intemperie, y cuando al fin consigue acercarlos a su bote, los mata de un violento karatazo en la nuca. En la novela el viejo pesca 83 monstruos marinos, algunos de los cuales son calamares y pulpos, y da caza a una colosal ballena blanca descaradamente llamada Moby Dick, con cuya piel se manda a confeccionar dos docenas de pantalones y seis chaquetas. Luego establece una industria pesquera de nombre “El Viejo y el Mar”, se casa con una bellísima actriz de cine, tiene cuatro hijos y a todos les enseña a pescar y les regala un barco.

Esta versión “ampliada y mejorada” le costó caro a Zapata porque no vendió sino catorce ejemplares y las 60 mil copias que imprimió terminaron como papel de reciclaje. A causa de su fracaso cayó en la depresión y tuvo una tentativa (infortunadamente fallida) de suicidio, hasta que comprendió que el éxito de su negocio radicaba en las ediciones cortas. Ningún estudiante de secundaria quería leerse un libro de más de cien páginas. Cuando llegó a esta conclusión retornó con más ahínco al taller y acudió a una obra muy antigua para resarcirse de las deudas.

El libro que más dinero ha dado a los editores piratas a lo largo de la historia es La Biblia. Miles la han publicado por siglos y ninguno de ellos ha entregado jamás derechos de autor a quienes la escribieron ni a sus descendientes. Es bien sabido que mientras los autores y su progenie han muerto en la pobreza o de hambre, alrededor de la obra ha surgido y se ha expandido un próspero comercio. Miles de personas se han ganado la vida o se han convertido en millonarias con la excusa de que se trata de un libro muy complejo que necesita intérpretes para ser entendido.

La Biblia no escapó a la ambición mercantil de Enrique Zapata, quien hizo de ella una versión corta, mejorada y deslumbrante. Suprimió los capítulos aburridos y sólo dejó aquellos con gran contenido de sexo y violencia, que supieron agradecer los 650 mil lectores que compraron con avidez esta edición. Aunque todo el libro no es más que una explosión de sangre, lascivia, ira, muerte, corrupción y venganza, es evidente que Enrique se vio asaltado por la vanidad al recomponer la obra. En el Nuevo Testamento aparece un personaje, nunca reseñado en ninguna de las ediciones anteriores, que educa a Jesús de Nazaret en artes extraordinarias, le enseña a hacer milagros y le indica el camino que debe seguir. Este maestro de Cristo tiene un nombre demasiado sospechoso: Ehnriqueh, el Gran Poeta y Guía, quien además se atreve a sentar doctrina sobre distintos temas humanos y divinos y lanza una máxima recurrente según la cual hay que portarse bien para llegar al cielo. Sin importar esta interferencia, de la cual nadie se quejó, La Biblia de Zapata tuvo un triunfo arrollador que le permitió al editor ilegal salir de deudas y aumentar su ego.

A continuación produjo ediciones compactas de “Lobo Estepario”, “Memorias de Adriano”, “El Canto de Todos los Cielos” y “Lolita”.

El Harry Haller de Zapata no ha cometido faltas en su pasado ni mucho menos es, ni se siente, un lobo de las estepas. Es un hombre alegre y dicharachero que se casa con una mujer virtuosa. De ningún modo se siente solo, ni tiene amantes, ni encuentros con la locura, y siempre está acompañado de mucha gente que lo quiere y lo invita a paseos y fiestas. Enrique vendió casi 90 mil ejemplares de esta nueva versión de sólo 32 páginas, y algo parecido sucedió con “Memorias de Adriano”. El emperador romano escribe una carta breve (de no más de 25 páginas) a su nieto adoptivo y futuro heredero, Marco Aurelio, pero en ella no discurre por sus recuerdos. Muy al contrario de la obra original, aquí Adriano goza de perfecta salud, habla maravillas de un libro llamado La Biblia y expresa una inmensa gratitud por un hombre que ha descubierto en esta gran obra y del cual ha aprendido mucho. “Este monumental maestro de maestros —escribe el emperador— tiene un nombre que suena a castañas rodando por una bandeja de oro y posee el encanto de los arroyuelos y el arco iris: Ehnriqueh. Cultívate en él porque lo que tiene que enseñarte es mayor a todas las riquezas de Roma”.

De igual forma, su versión de “El Canto de Todos los Cielos” fue una masacre. La historia de Yazil, el hombre que derrotó a Dios en un combate de creación, quedó derruida y en escombros. Yazil es incapaz de crear nada y, por lo tanto, no se atreve a retar a Dios, quien se deleita en sus creaciones de hace miles de millones de años. Zapata no le da tiempo ni espacio a Yazil para que demuestre que las invenciones humanas, aunque fugaces, pueden ser más intensas y profundas que las creaciones divinas. El Dios de esta edición pirata no es el viejo decrépito, e inepto ya para crear cosas y sentimientos nuevos, sino el Dios tradicional todopoderoso, supremo y absoluto de tantas religiones.

La suerte de “Lolita” fue aún más salvaje. Para Enrique, “Lolita” era una obra pecaminosa que debía ser alterada por el bien de los lectores presentes y futuros. De un tajo le cambió a la niña la edad y, en la particular y única versión de Zapata, Lolita tiene 58 años y permanece virgen toda la novela. El cuarentón Humbert Humbert sí se casa con la viuda Charlotte Becher, de 89 años, y asume la paternidad de Lolita, quien es 18 años mayor que él. Pero en las 60 páginas de esta edición, Humbert jamás lanza una mirada furtiva a su hijastra ni se fuga con ella tras la muerte de Charlotte (porque Charlotte nunca muere), ni tiene tantos problemas como en el libro original. La “Lolita” de Zapata escasamente nos muestra la vida tediosa de un gerontofílico que va a misa, reza el rosario todas las noches y pide a Dios que su hijastra conserve la virginidad hasta la muerte.

Con los beneficios que obtuvo con estas cuatro versiones chapuceras, Enrique Zapata compró una bodega de tres mil metros cuadrados, adquirió quince modernas máquinas de impresión y se convirtió en el más importante editor pirata de su país.

El siguiente perjudicado por su piedad criminal fue “El Tambor de Hojalata”. Al leer la edición de Zapata, uno no entiende por qué el libro lleva este título, pues en las 62 páginas de la novela a Oskar Matzerath en ningún momento de su vida le regalan un tambor. Y como no se lo obsequian, no tiene oportunidad de enloquecer a los demás con sus redobles, ni contempla y participa de tantas aventuras y desventuras con el tambor a cuestas, ni posee la extraña habilidad de romper objetos de vidrio con la voz. En esta versión, Oskar crece y llega a ser “un enano de tres metros de alto” que cambia las bombillas de las avenidas sin necesidad de escalera, baja cometas enredadas en las cuerdas de energía, vigila por las ventanas de los edificios a las familias de su barrio para que no cometan pecados y se gana el sustento en diversos oficios. Al cumplir los 17 años se enamora de una enana de 49 centímetros de estatura, pero sufre mucho al considerar que aquello es una bajeza. Los sentimientos de amargura, en vez de disminuirlo, lo hacen crecer 60 centímetros más y le destruyen la pequeña autoestima que tenía. Trata de ingresar a un monasterio pero no cabe por la puerta, intenta convertirse en taxista “con el propósito de viajar por el mundo” pero no hay vehículo para su talla y prueba suerte como jinete de elefantes en carreras de caballos pero pierde todas las competencias. Después de numerosos fracasos, finalmente halla la felicidad al conseguir un trabajo como mástil de un velero que le lleva a recorrer todos los puertos del planeta.

Tras perpetrar esta agresión, Enrique decidió publicar versiones breves y modificadas de “Cien Años de Soledad” y “El Perfume”. Para entonces, los cambios que introducía en los libros eran tantos que no quedaba en ellos casi ninguna huella de los textos escritos por sus autores. Tuvo la ocasión de imprimirlos y venderlos como obras propias pero no lo hizo porque sabía que nadie las compraría. Al conservar los títulos originales de estas obras famosas demostraba su servilismo al dinero y un anormal cariño por la literatura. Sin embargo hay momentos y lugares en los cuales la literatura y el dinero no se pueden juntar. Unos dicen que el dinero siempre gana y otros aseguran que invariablemente y a la postre la literatura es la que vence. Al confluir estas dos fuerzas poderosas en la persona de Enrique Zapata produjeron una horrenda abyección, como era de esperarse.

“Cien Años de Soledad”, en las manos de Zapata, se transmutó en un adefesio. La familia Buendía tiene prosperidad y mucha descendencia, y Macondo es un pueblo que crece y crece y crece, y llega a ser capital de un gran país. Úrsula Iguarán es la primera mujer camionera de la historia y el general José Arcadio Buendía dirige una banda de falsificadores de verduras. Ambos llegan a ocupar curules en el parlamento; ella en nombre de los transportadores y él como representante de los verduleros. Pero esta gesta irrisoria no se desarrolla en cien años, ni en 200, ni en 300. No; la epopeya y triunfo de los Buendía se cumple en apenas dos años y medio. La novela quedó reducida a 13 páginas y, al ver que esto era muy poco para publicar un libro, Enrique no tuvo reparos en anexarle algunos textos originales para completar las 45 páginas con las cuales salió la obra a la venta. Los estudiantes de secundaria, tan perezosos como en todas las épocas, agotaron la primera edición de 250 mil ejemplares en una semana y Enrique estuvo ocho meses reimprimiendo el libro, mientras “trabajaba” con “El Perfume”. En su pésima versión, Jean-Baptiste Grenouille no es un sujeto deforme que nace entre el hedor de una venta callejera de pescado, ni mata jóvenes impúberes con la ambición de crear el perfume perfecto, sino que se trata de un muy delicado señorito, concebido en una fina cama victoriana y nacido en el hospital más caro y prestigioso de París, que desde niño es educado en las artes de la perfumería. Para que llegue a ser un “verdadero perfumista” (según Zapata), el pequeño es vestido de niña desde los tres años de edad y sólo tiene contacto con mujeres. Travesti toda la vida, este Grenouille adquiere fama como peluquero de damas y caballeros, tiene una corta pero fulgurante carrera como modisto y logra prestigio mundial con las fragancias que inventa para un tal Conde Enrik du Zàpatieur

Resulta difícil afirmar cuál fue el peor crimen de Enrique Zapata contra la literatura. Todas sus obras fueron atroces. Pero la saña que se advierte en las últimas novelas que alteró supera todos los límites. Acaso ya aborrecía la literatura o quizá su pasión por el dinero había alcanzado la máxima cima.

Las ganancias que cosechó con sus libros le permitieron enviar a su hijo mayor a estudiar literatura en Frankfurt. ¿Qué hubiera sido de los libros si el hijo de Enrique no hubiese abandonado la universidad pocos meses después de pisar suelo alemán? Nadie lo sabe. Lo cierto es que el joven se dedicó al sexo y las drogas, y con ello los libros tuvieron la oportunidad para vivir sanos y fuertes que les negó el padre.

Pese a que 286 editores piratas conocieron la quiebra por obra de Enrique, ninguno de ellos se arriesgó a denunciarlo ante las autoridades por miedo a la cárcel; si lo acusaban de impresor ilegal, ellos mismos quedarían al descubierto ante la ley. El temor de sus competidores y la pereza de los estudiantes de secundaria y de muchas otras personas fueron decisivos para el increíble éxito comercial de Enrique Zapata. Nadie parecía interponerse en el devastador camino del editor pirata.

Pero sólo a un imbécil se le ocurre echarse de enemigos a Odiseo, Quasimodo, los Montesco y los Capuleto, Raskólnikov, Don Quijote de la Mancha, Sancho, Scarlett, Hamlet, Jean Valjean y el inspector Javert, Santiago, Moby Dick, Harry Haller, Adriano, los judíos, Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía, Yazil, Oskar Matzerath y Jean-Baptiste Grenouille. Tarde o temprano tendría que pagar estos agravios.

Aquella noche de sábado, cuando Enrique estaba solo en su bodega, algo contenido por mucho tiempo se removió entre las cajas apiladas de libros que alcanzaban los siete metros de altura. Fue un movimiento ligero, imperceptible y sobrenatural que se produjo en el centro mismo del inmenso arrume de cajas. Enrique no lo advirtió y en realidad nadie lo hubiera notado.

Del fondo de uno de los libros surgió con lentitud una lanza —empuñada por un brazo flaco pero valeroso— cuya punta fue a posarse bajo la esquina de una caja contigua. La fuerza de aquel brazo fue insuficiente para crear palanca y, en vista de ello, hubo gritos y voces formidables pero inaudibles al oído humano. El rumor de auxilio para la venganza se extendió por todos los volúmenes y pronto comenzaron a llegar seres de muy distinta condición y origen. Entonces, al brazo flaco se le unieron otros brazos más vigorosos y experimentados, que pusieron toda su energía para recuperar su dignidad y su orgullo. La lanza penetró más hondo, desestabilizó la caja, y decenas de hombres, mujeres y ejércitos cayeron sobre Enrique Zapata en forma de libros, justo a las once y veintitrés de la noche, para darle muerte.

El ataque fue tan sorpresivo como demoledor. Enrique Zapata murió aplastado por el alud de cajas y ninguna parte de su cuerpo escapó al castigo de los libros. La policía lo encontró tendido de bruces bajo un montón de cajas y volúmenes que lo cubrían a manera de tumba. El detective de turno, tras una breve pesquisa, atribuyó el deceso a un accidente y envió el cadáver a la morgue. El certificado de defunción afirma, en efecto, que Zapata falleció por aplastamiento de libros debido a una falla en la colocación de las cajas, pero no relata nada de la sorpresa que se llevó el médico del anfiteatro al practicar la autopsia. Todo el cuerpo del editor pirata tenía extrañas cicatrices de heridas de espada, puñal y hacha, y magulladuras semejantes a las ocasionadas por puñetazos de hombre, rasguños de mujer y patadas de caballo. No obstante, estas heridas eran demasiado viejas, apenas visibles, y resultaba evidente que ninguna de ellas había sido la causa de la muerte. Las piernas tenían algunas lesiones ya curadas que habían sido hechas con el filo de un tambor de hojalata y señales profundas que el galeno se demoró en reconocer como mordeduras de ballena blanca y dentelladas de tiburón. La espalda y el pecho presentaban laceraciones de diferentes tipos provocadas por golpes con armas contundentes y cortantes, pero había una que llamó especialmente la atención del facultativo. Era una cicatriz grande y muy honda a la altura del corazón. La herida estaba perfectamente cerrada y al parecer había sanado por completo antes del fallecimiento de la víctima. El forense se sorprendió que Zapata no hubiese muerto por este motivo porque, al abrir la cicatriz, descubrió que un objeto de punta redonda le había atravesado el corazón. La clase de arma que ocasionó esta herida fue un misterio para el galeno por largo tiempo. Sólo dos años más tarde descubrió la respuesta por causalidad en un libro con ilustraciones antiguas. El hallazgo lo dejó perplejo y un temblor le sacudió las entrañas cuando supo que se trataba de una especie de lanza de uso común en los torneos que se celebraban en época de los grandes caballeros andantes, hace más de siete siglos.