PERINI

Ernesto González Mosquera se quedó sorprendido cuando en las calles de Liborino, Antioquia, donde había nacido el 14 de mayo de 1920, un gringo le sacaba sonidos prodigiosos a un estuche que se estiraba y se encogía como un fuelle. Contaba con pocos años de edad, pero aquel artificio le hizo tomar una decisión adulta: “Algún día me compraré un aparato de esos”.

La familia de Ernesto era muy musical. Su padre tocaba la guitarra, su madre era tiplista y los tíos manejaban diversos instrumentos de cuerda. Sus primeros años transcurrieron en medio de las tertulias al atardecer y el regodeo de los dedos punteando un bambuco o aligerando una contradanza.

Pronto su familia comenzó un peregrinaje por distintas ciudades y pueblos. Estuvieron en Buga, Pereira, Armenia y Manizales. Aquí, luego de haberse esforzado durante varios meses, pudo realizar el sueño de su vida. En una vitrina vio el que sería su primer acordeón y con doscientos cincuenta pesos lo adquirió. Luego de varias jornadas dedicado a desentrañar el funcionamiento del acordeón, pudo sacarle algunas notas. Después, un profesor del Conservatorio de Manizales, Horacio Hincapié, le dio las primeras indicaciones que se convirtieron en un verdadero tratado para este autodidacta que, en pocos días, pudo llamar a su maestro e interpretarle con entusiasmo Cielito lindo y La higuera.

Por esa época el acordeón era un instrumento novedoso en la región y a cualquier parte que llegara era fervorosamente recibido. Los muchachos lo rodeaban, los mayores comentaban sobre sus avances en la técnica y los trasnochadores se encantaban con el arrullo de esas notas que acariciaban sus oídos hasta el amanecer.

Ernesto González fue un hombre a quien la brega por la vida no lo amilanó. Realizó múltiples oficios y con la combinación de todos ellos sacó algunos pesos para sobrevivir con modestia. Fue taxista, aprendió dibujo y se enfrentó a la publicidad.

Un día estaba pintando una valla en la que debía mostrar una pastilla de chocolate Lúker y le quedó tan bien hecha que un transeúnte le gritó “Vos sos un Perini” y así siguieron llamándolo sin que el supiera por qué. Con el tiempo averiguó que Perini era un pintor argentino muy famoso. Jamás pudo liberarse de ese apelativo que suplantó su verdadero nombre.

Perini llegó a Ibagué en el año 1954. Quería estudiar música en el Conservatorio del cual había escuchado comentarios muy favorables como epicentro de la música andina, pero distintos obstáculos le impidieron cumplir esta tarea.

Armado tan sólo de su acordeón y de un extenso repertorio de tangos, mambos, bambucos y pasillos, se dedicó a la bohemia en esta ciudad donde abundaban los cafés. Se paseaba en una misma noche por el Lusitania, iba al Colombia, regresaba unos minutos al Automático, el cual había convertido en su centro musical y seguía su recorrido por el Nutibara, el Molino y otros más.

Su voz no es un dechado de virtudes y prefiere quedarse callado mientras el acordeón canta por él. No gustó mucho de la poesía y por eso tal vez jamás ha intentado componer una canción, pero en compensación la vida le dió ese acordeón que ató con una correa a su flácida contextura y que siempre sintió como una extensión de su cuerpo.

Perini se ganó el cariño de los ibaguereños no sólo por su exótica figura sino también por sus condiciones de intérprete. Gobernadores, alcaldes, políticos, intelectuales y toda clase de gente disfrutaro de su música. Su jornada de Perini iniciaba a las siete de la noche. Llega baa cualquier bar, se tomaba entre tres y cuatro aguardientes para aflojar las articulaciones de los dedos, según él, y comenzaba a tocar el acordeón con los ritmos que iban pidiendo los asistentes. Al filo de la media noche terminaba su paseo por entre los sitios de diversión y, preocupado por el decepcionante balance económico, y se deslizaba hacia la veinticinco con primera sur donde compartía un estrecho cuarto con su hija y sus nietos.

Mientras otros habitantes de la noche aprovechan las primeras horas de la mañana para recuperar el sueño, Perini se levantaba a seguir con las otras tareas que ayudarán a completar su salario. Pinta avisos, repara neveras, arregla puertas, destraba chapas y todo aquello que requiere la presencia a domicilio de un hombre para quien el trabajo se compone de la alegría de la música y la operación con las burdas herramientas del rebusque.

En el año 1963 hizo parte de la Compañía de Campitos que estuvo en gira por distintos municipios del Tolima y Cundinamarca. Con ellos interpretaba una parodia de El barbero de Sevilla con el picante humor político del que siempre hizo gala ese consagrado dramaturgo tolimense.

También en este año grabó en el Sello Lusar, acompañado de un dúo femenino que cantaba corridos de guascarrilera, con la asesoría del Caballero Gaucho. Esta fue su única aparición en el acetato. A partir de ahí, todas sus interpretaciones han quedado plasmadas en la memoria de tanto ibaguereño que lo ha visto como un juglar trashumante, heredero de Francisco el Hombre, embadurnado de pasillos, tangos y milongas.

Una madrugada de farra, Jorge Elías Triana, quien se convirtiera con el tiempo en un famoso pintor, acompañado de Julio Galofre, importante intelectual de la época, lo invitó a su finca que quedaba ubicada por los lados del barrio Ricaurte. Allí, entre aguardientes y tangos, Jorge Elías sacó su caballete y en cuestión de minutos lo fue dibujando con tanta perfección que cuando lo vio finalizado creyó que estaba frente al espejo.

Es un artículo del maestro Manuel Antonio Bonilla en el cual hace una semblanza del intérprete callejero y de sus realizaciones, recuerda Bonilla que Perini acompañó brevemente al conjunto Chispazo.

Con ese perfil y con la condecoración que recibiera de la Fundación Garzón y Collazos en el año 1994, Ernesto González Mosquera siempre crecyó que había recibido suficiente compensación por más de cincuenta años dedicado a transitar por los caminos nocturnos de la música. De verdad, que no fue así, y con su muerte, en 2006, se fue el último de los grandes bohemios de Ibagué.