LA HISTORIA DELOS BAULES

 

Para Armando Moreno Sandoval


Yamel Abad desembarcó en el puerto con dos baúles lustrosos que atrajeron las miradas de todos los habitantes del ardiente lugar. ¿Quién será ese forastero? fue la primera pregunta que se hicieron. El hombre indagó por un hotel y agregó que iba de paso para la Ciudad de la Música y encontró como cargueros a José Domingo Martín, el pregonero del puerto y a Gregorio Macías, depositarios de secretos y chismes. Yamel Abad los miró con desprecio, pero aceptó que el hombre de la voz sonora, y el flaco triste de las palabras escasas, le llevaran lo que parecía el tesoro más valioso del mundo. Las mujeres examinaban al forastero por entre las hendijas de puertas y ventanas hasta cuando se hospedó en el hotel de don Salomón Turriago por recomendación de José Domingo Martín. Al día siguiente salió pulcramente vestido a recorrer las calles mientras las mujeres decían “es un turco que viene de más allá del mar”. Ajeno a los consejos, se detuvo varias horas observando a los pescadores lanzar al agua las atarrayas desde los canaletes y recogiendo la cosecha de pescado.

José Domingo Martín, mostró el billete rosado del Estado Soberano del Tolima con el que pagó el traslado de los baúles desde el barco hasta el hotel “Real”. En el puerto se tenían noticias de los billetes pero no se conocían. José Domingo Martín, al comprobar el interés de los residentes a orillas del Gran Río, decidió cobrar dos reales por mostrar lo que sólo se conocía en la Ciudad de la Música. Además, pedía otros por narrar la historia de Yamel Abad, imaginada por el pregonero del puerto.

“Es que una cosa es ver y otra contar. Cuando el turco Abad abrió esos baúles repletos de barretas de oro, me quedé con la boca abierta como los bobos de San Onofre, y pegado al piso como las estatuas de bronce que me cegó, pero como no soy de los que asusta el sol, me quedé pensando que el turco Abad tenía todo el oro del mundo. Por Dios santísimo y las once mil vírgenes que me escuchan, le dije, usted se puede comprar las casas más bonitas del puerto y para qué le digo, las mujeres más bellas darían la baba por usted. Me respondió que no, que iba de paso para la Ciudad de la Música, que aunque había perdido las auroras del amor, el norte de su vida no lo perdería y por esa razón había comprado el vapor Alejandría. El turco Abad dijo José Domingo Martín, apenas lo vendiera continuaría hacia la Ciudad de la Música...”

Yamel Abad, regresó por la tarde a su habitación del hotel con doble vista al río por donde subían o bajaban los vapores y champanes. Tenía un patio prolongado con samanes y mangos donde llegaban pájaros de colores por el alpiste que todos los días colocaba don Salomón Turriago.

Yamel Abad y el propietario del hotel Real entablaron una gran amistad, con largas conversaciones sobre Ankara y Estamboul y emires, reyes y príncipes, o hasta de la lejana Babilonia. A los cinco días vendió el Alejandría a un naviero momposino por el doble de lo que lo había adquirido a un palestino fracasado que según dijo el pregonero del puerto, Yamel Anbad lo compró por el prurito de viajar en barco propio.

El pregonero llenó las calles del puerto con la historia de sus dos baúles y un violín austríaco del que había olvidado contarles y que tocaba con verdadero virtuosismo.

A la salida del hotel Real para emprender su viaje, se encontró con Abraham Naged quien le ofreció veinte mulas de carga y hasta duraron cinco horas negociando para que al final pagara de contado con billetes nuevos.

El forastero, como le decían los habitantes, lo vieron un mes exacto con las mulas hasta que las vendió todas. Cuando se disponía a tomar un nuevo rumbo en busca de su único pariente, Salomón Jaiquel, compró las salinas de Mariquita. Para entonces, todo el puerto quería verlo partir, tal vez por la inefable curiosidad de volver a mirar los baúles lustrosos.

El no pretendió jamás residir más de un mes, pero cuando intentaba partir, un negocio se lo impedía. Compró el Banco López que no era más que una caja de recaudos para volver a venderlo a sus antiguos dueños, inventó el sistema de las acciones y vendió cien mientras fue su propietario.

A los diez años de haber llegado no había podido partir por los negocios y no se le conoció amor alguno ni mujer ocasional. A los veinte tomó la inquebrantable decisión de partir a la Ciudad de la Música. Contrató como guía a José domingo Martín y a la orden de “partimos a las ocho de la mañana con los caballos”, Yamel no se había levantado. A las doce del día no lo había hecho. A la una de la tarde el cura, el juez y el alcalde entraron a su alcoba comprobando su muerte.

El alcalde, el juez y el cura miraron los baúles lustrosos, acordaron abrirlos pensando en los tesoros para el municipio, la iglesia o el juzgado y al hacerlo sólo encontraron dos trajes para matrimonio carcomidos por el tiempo.



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