CARLOS PENAGOS VALENCIA

 

Para el pintor tolimense Carlos Penagos Valencia, quien nace en Ibagué el 26 de abril de 1957, la vida ha transcurrido con muchos altibajos pero siempre entre caballetes y pinturas. Todo desde la infancia porque su padre, un maestro de oficio y academia, lo dejó percibir los olores y el ambiente desde tiempos tempranos cuando estudiaba pintura y cerámica en la Universidad Nacional.

Es allí, entre tanto, en la Bogotá fría y creciente, que Penagos Valencia estudia su primaria en una escuela pública y donde todo transcurre fugazmente. Su segunda enseñanza la hace entre Ibagué, en su Normal Nacional y Bogotá, en el colegio Pablo VI.

De ahí en adelante, como condenado a ser un transeúnte, muy diversas carreras ocupan su escenario. De sus meses de ingeniería eléctrica, sólo le queda como vivencia la cátedra de geometría descriptiva, el recuerdo de haber sido un brillante estudiante en química y las horas incontables jugando baloncesto o sumergido en la bohemia.

En Bogotá, en la Universidad la Gran Colombia, suma la arquitectura a su vida dispersa como jugando incansable a la búsqueda, sin dar lugar a estación ni paradero. En la cátedra de expresión gasta las mañanas gratamente embadurnando muchos pliegos de papel con carbón vegetal, acción que comienza a ofrecerle un oficio voluptuoso en los ejercicios con mano alzada que llegan a encantarle tenazmente.

El resto ya le sobra. A pesar de su no regreso al segundo semestre, le queda esa semilla latente y escondida. De nuevo la trashumancia de espíritu gitano, las largas conversaciones con profesores de la Nacional durante el día, el incansable juego de billar y un regreso a Ibagué porque el tedio y el frío le hacen mella y un amor le hace guardia. La ingeniería forestal es su estación, traído velozmente por los rieles del amor, su apego a esta tierra y el calor de la casa paterna.

Hasta aquí, como un pasajero que nunca se quedaba en ningún puerto, no había ensayado nunca ni un dibujo. Sus recuerdos en este campo son curiosos. Evoca cómo fue descalificado con escándalo cuando dibujó a Napoléon en el tablero por sus días de la secundaria. No volvió a forestal como era previsible. Se dedica entonces durante año y medio a estar en Ibagué, beber como un cosaco de manera incansable, tomarle el pulso al taco ensayando carambolas y algo muy importante en su existencia: comienza a tener un contacto directo y fuerte con su padre, a conversar con él por muchos días, estar en su taller, compartir esos sueños de artista que no lo dejan abandonar el combate, salir con él a largas caminatas, participar de la tertulia con sus colegas, profesores de la Universidad del Tolima.”Yo quiero ser igualito a usted, hacer lo que usted hace”, le dice una mañana. Acababa de decidir que ya su vida no iba a desperdiciarla en tantos sitios donde empezaba empresas que nunca terminaba.

Es entonces cuando en la tercera página de un periódico, atraído como por un imán, se tropieza con un diminuto aviso donde citan a cursos de extensión. El horario es nocturno, las clases, de dibujo, y el lugar apropiado: la Universidad Nacional. No surge la menor duda y luego de recortarlo empaca la maleta, inicia un nuevo viaje que deja atrás, de seis hermanos repartidos, la leyenda de la oveja negra en la familia. Médicos veterinarios con tesis laureadas, imaginan que arranca otro periplo de aquel hermano calavera.

Como por un milagro, de pronto, empieza a dibujar divinamente. Ahí quedaban exactas sus modelos, sugerentes los bodegones, placentera la sensación del lápiz en la mano, gratos los ejercicios al hacer rayones, todo un relax completo. Y de pronto el estímulo adecuado. La profesora le dice perentoria, pero con discreción, en el oído: “Por qué no se presenta a hacer carrera”. Es la voz que lo marca para no desmayar en sus intentos. Desde el primer semestre sabe que está en lo suyo. La luz estaba dada. De ahí en adelante, con la misma pasión que antes empeñaba para jugar billar o baloncesto, para beber sin tasa ni medida, se dedica al estudio. A los 24 años inicia su etapa de conciencia y el endemoniado horario, de 7 de la mañana a 9 de la noche durante siete años, no fue nunca un obstáculo. La universidad nacional fue para Penagos Valencia una especie de pequeña isla donde había de todo: biblioteca, taller, conciertos, pedreas, comida, oficio, política, amor, en fin, lo que ha dado en llamarse una formación integral.

Los profesores amigos, Armando Villegas, Manuel Hernández, los Cárdenas, todo un distinguido catálogo de pintores consagrados que se divertían con el manejo del color, la composición, la historia y la sicología, le transmitían, entusiastas, sus secretos. Las horas se van en pintar.

El caminante que al parecer se había esfumado de su vida reaparece de pronto nuevamente al presentar renuncia a la academia. Con el maestro Edilberto Calderón, vuelve a tomarle el pulso a la bohemia, a viajar por el Tolima y a charlar sobre artes plásticas. Un día se cansa y regresa a la Nacional para graduarse en el año de 1987, instalándose, a los ocho días, en su propio taller.

Tres años de trabajo contínuo logran que empiece a dejar de ser simple y un tanto peyorativamente “el hijo del maestro Penagos” para empezar a ganar reconocimientos a título personal.

Para entonces ya era posible trazar su trayectoria. Como estudiante tenía 20 exposiciones en participación colectiva que fueron curándole el temor, el miedo a exponerse al público. Hoy, por el contrario, como profesional del oficio del arte, las asume como un goce donde, él lo sabe, han primado el trabajo consciente, seleccionado, autocrítico, con un concepto y una técnica depuradas, con una obra en proceso evolutivo, con el objetivo de conquistar logros plásticos concretos y, sobre todo, con la total convicción de que los años en apariencia, sólo en apariencia perdidos, hacen parte también de ese tozudo laborar diario en su amplio e iluminado taller de Bogotá.

Carlos Penagos Valencia, hasta hoy, se ha paseado entre el dibujo y la pintura. Se caracterizan, tanto sus dibujos como su pintura, por la combinación de la mancha y la línea. Su primera pintura postacademica se identifica por sus ramajes, la descripción de la manigua, el paisaje trabajado desde la perspectiva de lo microcósmico y que coquetea grácilmente con lo abstracto. No existe aquí el tradicional enfoque de lo panorámico sino que, tomando una parte de él, trabaja en descomponerlo, lo ofrece desde la perspectiva de lo minúsculo como reflejándolo con el recurso de que su mirada y su pincel son una lupa que lo agranda. Aquella etapa, que él denominó biomorfismo, le proporciona la respuesta elemental que asume la pintura como alquimia dentro de lo ortodoxo.

Después Penagos Valencia comienza a interesarse por la figura humana pero con la sana prevención de huirle a la trampa fácil de lo dulce o lo decorativo. Se vive, a nivel nacional, un clima de violencia. Aprehendido el contenido, inquietante y sedante al tiempo, de lo clásico que aprendiera en la Escuela de Bellas Artes, repasando los grandes nombres de la pintura, la violencia es una de las cosas que conforman su realidad, la identifica como un momento fuerte y encuentra la fórmula de comunicarla en el expresionismo, en el neoexpresionismo, con mayor preferencia, donde la figura violenta, desgarradora, fuerte, agresiva, dinámica, es su mejor respuesta a la agresiva vivencia que caracteriza nuestro mundo actual.

Podría pintar bonito y dulzón, hacer retratos amables, enfrascarse en los bodegones, describir los paisajes, pero la etapa ornamental y de fácil mercantilismo no la siente. Sólo se entrega completo, a plenitud, con el brochazo amplio, el rasgo fuerte, la intención visceral, todo aquello que transgreda lo evidente y convencional.

Parte de su trabajo al finalizar los noventa lo realiza a la sombra y el pretexto de la música como tema central y es tan sólo la reafirmación de su concepto plástico.

En el año 2003 expone en la prestigiosa galería Francisco Nader de República Dominicana y en el 2004 en la galería Goyas de Bogotá.

En su estudio de Bogotá se encuentra una atractiva muestra de Quijotes, un desfile casi interminable de mujeres desnudas, una serie elaborada sobre sus pintores preferidos, mientras aún le queda el eco de aquellos inolvidables 7 años en que escuchaba un concierto por semana. Fue a partir de ahí que emprendió su serie sobre la música buscando plasmar la plástica del ejecutante, el enamoramiento que le despierta la figura de los intérpretes, la atmósfera mágica que le proporciona el binomio músico-instrumento en su marcha hacia los terrenos de lo inefable. Sus dibujos, realizados de manera invariable en tinta pues, según dice, no podría percibirlos en lápiz porque así ni le gustan ni los siente, son muestra clara de su maestría.

Allí, con el manejo de la rapidez, de la espontaneidad que sólo se alcanza en la acuarela, en donde lo que quedó quedó, su punto está bien alto. Y esto es lo que vale finalmente. Atrás quedaron sus premios, por ejemplo el de 1986 dentro del segundo concurso anual de pintura, literatura e historia que fuera convocado en Ibagué en 1987 por la alcaldía o las tarjetas de navidad que circularon con un grabado suyo que obtuviera mención en el Salón de Artistas Tolimenses. Atrás, también, su importante participación en la Jornada de la Cultura Colombiana en Berna, Suiza, en 1989 y adelante su terca persistencia, su dedicada entrega a la pintura, su seguridad insobornable de ser un soñador en un mundo cada vez más hosco pero que él ha sabido delinear ya con su marca y su prestigio: no ser ya el hijo del maestro Penagos sino el maestro Penagos Valencia.

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