Entre dos mundos

 
 
“La civilización no evita la barbarie
la perfecciona”
Montaigne
 
 
A veces, sabes que no hay nadie detrás de la puerta y te quedas soñando despierto. Te sientes triste. Te ganó la carrera la nostalgia que como decía Cabrera es la puta de los recuerdos, y recorres las calles llenas de miseria y desesperanza sin un lugar dónde dejar descansar la mirada. Caminas lento para que nadie note que la suela de tu zapato se ha despegado. Los perros también van arrastrando su flacura. En medio del bullicio de la gente y los carros y los pitos y los parlantes, se alcanza a escuchar la música de diciembre. Otra vez.  Y todo es gris aunque el cielo del atardecer te regala un color naranja que se pierde entre las montañas. Tanto cemento cubriendo la tierra. Sientes que la suela pierde contacto con tu zapato en cada paso y que debes levantar un poco más tus pies para no caer. Levantas tu mirada y la abandonas en la tercera ventana de un bus grande que deja dormir a una mujer con los audífonos puestos. Tanta gente navegando a través del ruido. La suela se dobla y se deja pisar haciéndote tropezar. Sientes rabia, miras a tu alrededor para comprobar que nadie lo ha notado. Que nadie te mira. Nadie lo hace.
 
No sientes miedo. Crees dominar el mundo porque vienes de un país en guerra y porque has caminado cerca de asesinos y cuchillos blancos que desafían el aire y el silencio. Te hablan en una lengua que escasamente conoces. Te miran como extranjero y te huyen como a la peste porque traes el olor de la muerte entre la ropa, entre las axilas, en tus cabellos. Y sin embargo, no sientes miedo. Te correspondió la huída y perdiste la tierra que es como perder la infancia y esa primera vez que caminaste con ella entre la lluvia y el olor a tierra mojada. Perdiste también el recuerdo de cuando la inocencia te dejó por primera vez y por segunda y por tercera hasta convertirse en una suerte de abandono. Lo perdiste todo. Hoy sólo cargas el sabor a tierra húmeda en tu lengua y esa tristeza que todos notan mientras huyen de tu mirada de extranjero, de tu piel de extranjero, de tu boca de extranjero que solo guarda el sabor de la tierra húmeda entre su lengua.
 
En la esquina, dos hombres esculcan la basura en medio de la indiferencia que tú también sientes. Tantas ganas de llegar a la casa así no te espere más que una vieja radio, una cama metálica que amarraste con un alambre para evitar que las tablas cayeran al suelo en medio de la noche y una mesita con una carpeta llena de hojas de vida que el dueño de la pensión te imprimió para que empapelaras la ciudad. Y sabes que también te espera el silencio. Cuentas mentalmente las monedas del bolsillo derecho de tu pantalón y sonríes al caer en cuenta que alcanza para un café y una empanada en la tienda. La suela de tu zapato vuelve a doblarse y levantas la pierna con rabia. Pero ya no alzas la mirada. Sabes que nadie te está viendo.
 
No soportas el exilio porque nadie te enseñó a morir en vida: te creías inmortal. Y tuviste que aprender a cambiar tus rutas y tus horarios y a mirar por el rabillo del ojo a todo aquel que se te acercara, que te hablara, que te preguntara. No. No te enseñaron a huir aunque a tu padre y al padre de tu padre los persiguieron igual, los desplazaron igual, los mataron igual. Hoy te toca callarlo todo y mentirlo todo y llorarlo todo. ¿Cuándo se te quitará el sabor a tierra húmeda de tu lengua?
 
El viejo de la esquina de la pensión te ofreció vender minutos de celular en la calle y mantienes la propuesta como la última posibilidad antes de agotar las hojas de vida de tu mesita de noche. Sabes de contabilidad y de inventarios pero nadie toma el riesgo con un hombre ya entrado en años y llegado de un pueblo de esos que sólo se mencionan en los noticieros de la noche y que pareciera esconderse de todo, huirle a todo. Tienes la experiencia, los estudios, pero ningún amigo: están escondidos, como tú. Y la plata se está acabando. Y los días.
 
Tuviste que dejar a tu mujer y a tu hija en el pueblo porque los de negro te enviaron la razón con un muchachito de 12 años. Que te tenías que ir ese día. Que ni un minuto más. Que te respetarían la familia si te ibas para siempre. Y nadie dijo nada. Te habías metido en política y hablabas duro en el café y en la plaza y en el billar. Y les decías tres verdades. Que se vayan los unos y los otros para la mierda. Pero el único que se fue fuiste tú y ahora recorres estas calles llenas de huecos y miserias rogando para que no te encuentres una piedra y te corte el pie justo ahora que la suela del zapato se despegó.
 
No fumas. No bebes. Intentas ir a misa todos los domingos y te echas una bendición encima cada vez que pasas frente a una iglesia, aunque te sientes abandonado por Dios desde esa primera madrugada que te sorprendió en la tierra fría de la ciudad grande donde fuiste a esconder tus sueños. Te golpeó el humo y ese maldito ruido al que no terminas de acostumbrarte. En tus ojos siguen las caras de los que se quedaron con la promesa de estar pronto juntos y sabes que cada día es más difícil cumplir tu palabra. Intuyes lo que deben estar sintiendo porque muchas veces tú fuiste el que se quedó pensando cómo se iban a echar raíces lejos de ti dejando a los de atrás la tarea de llorar.
 
En tu maleta, tres fotos y una hoja seca que encontraste al salir de casa. Nada más te dejaron sacar. Tuviste que aprender que la vida se aloja en cualquier maleta por si toca salir, correr, llegar, partir. Y quieres volver, así te maten, dices. Y el teléfono que no suena. Casi nadie sabe tu paradero. Eres un desalojado, un exiliado, un desplazado, un desterrado, un maldito desaparecido de los que se habla en voz baja porque nadie puede saber… un muerto que aún respira… y llora. Y sabes que hay muchos. Lo dicen los diarios, las encuestas, los amigos. Pero ninguno está contigo. Tú estás solo. Rodeado de la puta oscuridad que te recuerda que ya no vives, que ya no gritas, que solo tienes ese maldito sabor a tierra húmeda en tu lengua.
 
No tienes cómo pegar la suela de tu zapato y decides arrancarla de un tajo. Una delgada lámina de cuero es lo único que se interpone entre el frío y tú. Quieres correr al pueblo y mandar a los de negro a la mierda. Ya no temes la muerte porque sabes, en el fondo, que tus ojos se apagaron y que el corazón es el único que no se ha dado cuenta de tu fallecimiento. Sabes que tu mujer no aguantará hambre mientras siga en el pueblo rodeada de los amigos y los tíos y los hermanos. Puedes largarte de este mundo sin remordimientos pero quieres verla por última vez. Darle un abrazo de los que nunca le diste y jugar un poco con la niña y esa vajilla de plástico que le regalaste la última navidad. Quieres tomar el té de mentiras y sonreírle. Quizá salir al pueblo y comprarle un helado, llevarla al parque y volver con ella en tus brazos para dejarla en la camita que jamás pintaste del color rosa que ella quería. Quieres caminar a la cocina, sabiendo que ella estará allí, lavando trastes y pasando el tiempo para ver la novela que le gusta. Quieres llevarla a la cama y abrazarla hasta que los disparos de la noche solo parezcan una vieja pesadilla. Pero no lo haces y sabes que caíste en la trampa de la nostalgia que como decía Cabrera es la puta de los recuerdos.
 
Incluso tú crees, a veces, que todavía recorres las calles buscando empleo para traerte a tu familia, y hasta los conocidos juran haberte visto pasar en uno de los buses grandes. El viejo de la pensión aseguró, cuando le preguntaron los primos que nunca visitabas, que seguro que conseguiste trabajo y que una sobrina conversó contigo hace unos días. Tu hija aún tiene la vajilla de plástico lista para jugar contigo. Tu mujer aún lava trastos mientras espera las novelas de la noche intentando subir el volumen cuando se escuchan los disparos a lo lejos. Todo parece igual. Pero tú no estás. Nadie sabe de ti. Sólo las estadísticas.
 
Y en tu mente, el eco del disparo que vino directo a tu espalda una tarde cualquiera, el sonido de tu cuerpo a rastras por el potrero que tantas veces viste en tus viajes a la capital, el golpe de tu cabeza al caer en el hueco sin marcas, sin cruces, sin pistas,  y luego el silencio, y el sabor a tierra húmeda en tu lengua.