SOBRE LAS NOVELAS DE JORGE ELIÉCER PARDO

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Jorge Eliécer Pardo, Líbano,1950, viene obteniendo una sólida aceptación literaria como lo demuestran el estudio, los comentarios y análisis realizados sobre su obra, enfocada principalmente por críticos norteamericanos, franceses o de América Latina, al tiempo que se elaboran estudios monográficos notables sobre su obra, entre ellos Imagen femenina en sus novelas, elaborado por Margarita Prada y Jackeline Pachón. De otra parte, surgen sus traducciones al inglés y al francés y varias ediciones de sus libros, particularmente su primera y segunda novela, la inicial, ya con seis ediciones y llevada con éxito a la televisión como telenovela bajo el título de La estrella de las Baum. Después vendrá Irene, donde profundiza en el lenguaje poético, muestra el dominio de la técnica narrativa y el audaz manejo de las situaciones que selecciona para sus libros, donde es la mujer su principal protagonista y el símbolo la base de sus proyecciones. Por último Seis hombres una mujer, novela urbana signada por el amor y el desamor, la literatura y la música, las vicisitudes de la clase media que lucha por sus valores generacionales en medio de la absorbente corrupción política y trabajada a fondo con el rigor de un escritor que elude el facilismo literario y que sabe que la novela debe contener una fuerza en el lenguaje, en los personajes y en la historia, así se trate de una anécdota con una cronología no convencional.

El jardín de las Weismann aparece cuando el autor tiene veintinueve años. Es un libro terminado a los veintisiete y “refaccionado” en algunos detalles. El crítico francés Jacques Gilard, culpable de la recolección de toda la obra cuentística y periodística de Gabriel García Márquez, opina, por ejemplo, que “no es una obra de o sobre la violencia colombiana, sino una poética evocación de la violencia en general”.1

Seymour Menton, autor de La novela colombiana, planetas y satélites y connotado crítico estadounidense, afirma: “Al igual que Manuel Mejía Vallejo en El día señalado, Pardo mitifica el período de la violencia con base en un sistema dualista y binario; la temática del amor y de la muerte; el sargento Peñaranda contra el guerrillero Ramón Rodriguez; los oligarcas de los dos partidos políticos que colaboraron con el dictador militar frente a los guerrilleros”.2

El novelista colombiano Eduardo Santa, dice que “este joven valor de la literatura colombiana nos ha dado una lección: el tema de la violencia a nivel literario requiere un toque humano de amor, de ternura, de poesía. En realidad Jorge Eliécer Pardo ha descubierto esa brecha”3

Germán Vargas declara que “en este libro Jorge Eliécer Pardo logra recrear un clima de nostalgia y de magia que sorprende de modo agradable al lector donde el joven autor demuestra el acertado manejo de un lenguaje eficaz y sugerente”4

Fernando Ayala Poveda advierte que, “con una profunda concienda de la historia, con un profesionalismo y una clara concepción de lo que es una novela, Jorge Eliécer Pardo se destaca por la economía del lenguaje, por la dosificación del diálogo y de la información histórica y aprovecha las conquistas que realizan los narradores de violencia como Álvarez Gardeazábal, Caballero Calderón y Manuel Mejía Vallejo”.5

Pero ampliemos el panorama de los conceptos enunciados para ver desde una perspectiva más concreta la novela. Gilard puntualiza que “algunas trampas ofrece el primer capítulo de El jardín de las Weismann y una de ellas es su longitud relativamente distinta a los demás, merced a la cual se abren pistas contradictorias y engañosas. Lo más engañoso quizás radique en la anécdota que cierra ese capítulo inicial: una anécdota de tipo realista, típico de una veta conocida de sobra en la narrativa colombiana. Y cuando un escritor tolimense nos cuenta una historia por donde cruzan las botas, las órdenes mortíferas y los disparos de un sargento matón (el recurrente Peñaranda de sus cuentos), recorrida además por la fantasmal volqueta nocturna que arroja al río su cargamento de cadáveres, es inevitable pensar que se está frente a otra novela de la violencia colombiana, si bien por motivos generacionales, hay que suponer igualmente que el libro no incurre en los facilismos truculentos de esos relatos que fueron surgiendo en caliente hace unos 25 años. Ante El jardín de las Weismann se hace evidente que fueron sorteados los consabidos escollos: Jorge Eliécer Pardo es de los que decantan las cosas y alcanzan la esencia del fenómeno histórico; y quizás lo haga más que otros, hasta tal punto que el lector llega a sospechar que El jardín de las Weismann no es una novela de o sobre la violencia colombiana, sino una poética evocación de la violencia en general”.6

“Es notable que en ningún momento del relato se nos hable de Colombia, sino solamente de América, una América donde se habla español, a menos por ello es importante la figura del poeta español desterrado a quien las primeras Weismann conocen en el barco. Ellas llegaron a un puerto tropical, respiraron con alivio el calor del puerto, ubicado en el Caribe porque “ellas nunca supieron en qué puerto desembarcó el poeta, un puerto que puede ser Barranquilla o Cartagena o Santa Marta”, más que todo porque la ciudad a la que más tarde viajan las primeras Weismann “una ciudad fría y agobiante” tiene que ser Bogotá. El pueblo aparentemente de tierra caliente por la suntuosidad con que brotan las flores, podría ubicarse en el Tolima. Pero nunca se pasa de una razonable y bien superflua hipótesis, porque el texto no se deja apresar en un marco geográfico definido. Es Colombia y es más que Colombia. Algo por el estilo destaca decir con relación a los hechos “históricos” que menciona la novela. La cronología real y las peripecias de la violencia no son tan reconocibles, y poco importa saber si la violencia se inició en el bogotazo o dos años antes”.7

Fernando Ayala Poveda en el libro Novelistas colombianos contemporáneos,8 titula en un capítulo dedicado a Pardo que, allí pueden verse “los desencuentros del amor o cómo la violencia se muerde por dentro”, desentrañando su historia que trascribimos y en donde comienza por la fábula, resumiendo que El jardín de las Weismann es la historia del éxodo, fundación y tragedia del amor de una familia. Después de huir del fascismo alemán, las hermanas Weismann llegan a una ciudad americana donde fundan la casa del amor y la ternura y procrean descendencia -La saga vengadora-, la cual será recluida en un convento. De allí saldrán las siete hermanas de las Weismann hacia una aldea, fundarán una casa jardín y progresivamente participarán en la lucha contra el régimen opresor apoyando la resistencia. Entre la soledad del amor y la muerte de Ramón Rodríguez, el guerrillero, las hermanas Weismann quedarán atrapadas para siempre.

Sigue Ayala Poveda precisando que en la novela hay “Dos historias paralelas”: La historia de la alemanas llegadas a América, está subordinada a la de su estirpe. De modo que el itinerario anecdótico de la primera generación se convierte en memoria, nostalgia, recuento, entre los pasos de sus descendientes. El confrontamiento entre las dos historias genera una parábola de historia humana: los horrores del fascismo alemán y del fascismo americano. En estas dos generaciones de mujeres se cruzan los regímenes más terribles de la historia y se confunden en uno sólo: el del apocalipsis, el de la masacre y soledad del amor”.9

La familia Weissmann es un arquetipo de la familia universal que ha padecido los rigores del éxodo, la prostitución y el desgarramiento interior. Su soledad es la ausencia del amor que les fue negado por las circunstancias. Para sobrevivir entonces en medio de la hecatombe, las Weismann buscan la vida a través del amor, único camino posible para quienes han sido degradadas por el fuego y la orfandad. La estructura paralela del jardín es la historia que se mira para perpetuarse en memoria, conciencia y horror.

Determina igualmente el novelista y crítico que se ve la frustración del amor. Gloria Weismann es la protagonista del relato. Junto con sus hermanas, gemelas de su destino, buscan una remota aldea americana para hacer su propia vida y recordar a sus antepasados. Surgen en su vida, entonces, dos hombres marcados por la cruz de ceniza de la violencia. Gloria no podrá perpetuarlos a su lado porque los hombres, el alcalde y el guerrillero, morirán a manos del régimen opresor. Bajo estas dos muertes, Gloria quedará atrapada, de modo que no podrá escapar a esa violencia que se muerde la cola y que la convierte en una víctima moral. A partir de la muerte del alcalde, Gloria comienza a oscilar entre un amor romántico y leal y una pasión solitaria y convulsionada por el guerrillero Ramón Rodríguez. El deseo por el guerrillero empieza a consumirla, a desintegrarla.

Como contrapeso, Gloria opone un monologar para sobrevivir. Este fluir de la conciencia alcanza los estadios de testimonio y amor por Ramón Rodríguez, del llamado del hombre, en premonicion de su muerte. Así mismo, a través de estos monólogos líricos descendemos al mundo interior de Gloria, capaz de entregarse al guerrillero. Yolanda no tiene personalidad sólida y su única pasión es la de soñar con los hombres que ha poseído su hermana.

En un momento crucial del relato, Clara Weismann se une a la resistencia para tener un hijo de los guerrilleros que le permita preservar en él los deseos de venganza contra la Alemania nazi, la cual fusiló a su padre y lanzó el abandono y el desarraigo a sus antecesoras. Los acontecimientos políticos y sociales que se desencadenan en el pueblo van girando en torno de las siete hermanas. A medida que el deseo de Gloria por Ramón Rodriguez aumenta, se novela la cadena de horrores que cometen los bárbaros del régimen. Ante ellas van sugiendo las claves que cristalizarán el rostro de la violencia: los fusilamientos, el toque de queda, las profanaciones del ejército en lugares sagrados, el camión hacia el río, los ahogados, las masacres de civiles indefensos junto al cementerio, la traición de los hombres que se acogieron a la amnistía del dictador...

El Sargento Peñaranda no se atreve a tocar a las hermanas Weismann en primera instancia, pero después irrumpe en su casa y las violenta con requisas e interrogatorios. La historia del jardín es una historia con pasadizos subterráneos. El espacio del relato es el jardín, símbolo de fertilidad y vida, pero también la casa humana, donde la intimidad, el amor y los secretos la convierten en lugar sagrado. Toda la violencia confluirá sobre este espacio familiar como una amenaza hasta lograr destruirlo. Las presiones que soportan las hermanas no son sólo físicas sino morales, psicológicas y sociales. De este modo, en torno a este espacio sagrado, la biografía de la violencia va unida a una biografía familiar y personal. Al final de la tragedia, se perpetúa la ausencia del amor en la casa humana, en el reino de esa aldea americana sólo quedarán cenizas y una mujer sin esperanzas, una mujer de luto por Ramón Rodríguez y un destacamento de niños que anhela seguir los pasos de la resistencia.

Pero también está, dice Ayala Poveda, la vida, pasión y muerte del guerrillero Ramón Rodríguez, cuya historia es el relato típico del hombre que antes fue perseguido político y que se convirtió en guerrillero al sumarse a la resistencia. Luego, al ser traicionado por su directorio político trama su propio rumbo y genera un nuevo tipo de lucha contra el régimen. Finalmente, como irreductible que es, padece una segunda traición y después de haber pasado la noche con Gloria Weismann, es dado de baja. Su biografía es la misma de Teófilo Rojas, alias Chispas, de Desquite y de los innumerables rebeldes que no lograron superar la violencia dictatorial del régimen con una acción revolucionaria y que quedaron atrapados en el nudo ciego de un caos apocalíptico que no pudieron comprender desde sus raíces. Es en sí la tragedia del guerrillero mítico, capaz de amar aunque más de odiar, muerto una y otra vez en los rumores populares, con poderes misteriosos y casi divinos para burlar las acechanzas de sus enemigos. Su destino no pudo ser el amor de Gloria porque todos los caminos de la violencia lo acorralaban: su única salida era la muerte.

En el relato aparecen chispazos de humor negro, que tienen por objeto pulverizar la realidad que invoca. El presidente no pudo salir porque estaba resfriado, connota su derrocamiento por el golpe militar, pero además parodia, desentraña la voluntad de la sociedad del poder en sus actos de ocultar lo que realmente ocurrió.

Por otro lado, en el caso particular de la primera generación de las Weismann, muchos hombres se mueren sin ellas, se lanzan al mar con el sexo erecto entre las manos, porque entre ellos y la belleza de las mujeres media una tragedia cruel que no puede ser profanada. En algunas escenas el humor se desquicia. Cuando Clara Weismann desea tener un hijo de Dios, de un sacerdote, la pasión por legar a un descendiente la venganza para el nazi, se transforma en demencia. La esquizofrenia de las Weismann es comparable a la de un entorno social que vive bajo el toque de queda, insomne y hambriento, contemplando la sangre de sus seres amados que no borra los vendavales del invierno. El humor negro empleado en algunas escenas no muestra sólo el rostro grotesco de la barbarie, sino que parodia el comportamiento de los dictadores.

Frente a lo que Ayala denomina “la magia verbal”, establece que el estilo del relato es indirecto. No alude a las masacres ni hace una taxonomía del asesinato sino ofrece claves, alusiones que al ir acumulándose crean una atmósfera irrespirable e infernal comparable a la tensa densidad de la La peste, de Albert Camus. A partir de esta estrategia, se genera la tensión psicológica y dramática del deseo del amor y la violencia. El pueblo, no las Weismann, no duerme porque las botas de Peñaranda avanzan por las calles enlutadas mientras prosiguen los incendios y el lamento de los moribundos innominados. El relato no bautiza la violencia con nombre propio sino que recurre a la elipsis.

De esta manera el lenguaje pretende agotar el fenómeno irracional y despiadado sin apelar al inventario de muertos y cortes descabellados. El rumor popular, las confesiones íntimas entre Gloria Weismann y Ramón Rodríguez, la correspondencia secreta entre la resistencia y los pobladores, crean la memoria histórica y clandestina de una colectividad. Por otro lado, los personajes están inmersos en la magia lírica de la palabra. No son personajes esquemáticos sino dotados de un alma y una gran ternura. La visión de sus problemas es múltiple y por ende ellos surgen del vértice de la violencia como seres humanos llenos de sufrimiento pero también de inspiración y nobleza. El enfoque erótico no se resuelve en un regodeo entre Gloria y Ramón. Al contrario, las escenas amorosas están iluminadas por un halo de angustia y los encuentros entre el hombre y la mujer son trágicos y apasionados.

Finalmente Ayala concluye, bajo el título Un novelista del futuro, que El jardín de la Weismann es una novela poética donde el amor se asfixia entre los velos implacables de la muerte. Es un relato que conjuga la misma economía del lenguaje de Los asesinos de Ernest Hemingway y mantiene al lector sujeto a una atmósfera de tensión. En cada una de sus páginas condensa por medio de un aliento sugestivo y evocador toda la angustia y la soledad de aquel reino acosado por el fuego. Los monólogos interiores se distinguen por su fuerza sugestiva que acentúa la personalidad de Gloria Weismann y constituyen uno de los elementos más logrados de la novela porque permite un registro de la desesperación de los múltiples deseos de las hermanas Weismann.

Jorge Eliécer Pardo se esmera por crear personajes irrepetibles y situaciones singulares dentro de una atmósfera mágica. Por otro lado, el autor supera la visión partidista de la violencia que en otro tiempo emplearon los denominados cronistas. En ningún momento pretende atacar ni moralizar con nombres propios a tal o cual personaje político real sino más bien revela la tragedia personal de un pueblo y de una familia. Sin apelar a los inventarios de muertos, a los personajes buenos y malos, verdes y amarillos, el escritor indaga los problemas del hombre americano y colombiano, desenmascara las raíces de terror y la barbarie a través de situaciones complejas y tortuosas por donde el amor cruza como una ráfaga de lluvia fugitiva o como un fuego que va desgarrando las magnolias y las caricias clandestinas de Gloria Weismann y el guerrillero. Sin abandonar este tono humano, Jorge Eliécer Pardo desentraña, además, las parábolas de los grandes luchadores de nuestro pueblo que no pudieron darle otra respuesta que la de sus contradicciones y limitaciones políticas y culturales.

Con una profunda conciencia de la historia, con un profesionalismo y una clara concepción del arte de narrar, Jorge Eliécer Pardo transforma la conquista que realizaron narradores de la Violencia como Eduardo Caballero Calderón, Manuel Mejía Vallejo y Álvaro Cepeda Samudio. Entre estas conquistas se destacan el buen uso de las formas literarias, el rigor estructural y la creación de un mundo imaginario que pretende rescatar y simbolizar la historia secreta de nuestros pasos, nuestras victorias y nuestros silencios.

Seymour Menton, por su parte, advierte que esta obra es un nuevo satélite en la novela colombiana.10 Dice que “En el sistema solar de la novela colombiana acaba de descubrirse un nuevo satélite interplanetario que, a pesar de girar tanto en la órbita macondiana de Cien años de soledad como en la de El día señalado, brilla por su propia belleza. Se trata de El jardín de las Weismann del joven tolimense Jorge Eliécer Pardo, cuyos nombres de pila atestiguan la admiración de sus progenitores por el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán asesinado en 1948, apenas dos años antes de que naciera el futuro novelista. Puesto que el asesinato de Gaitán y el llamado bogotazo marcan el comienzo de la violencia -aunque en realidad empezó en 1946-, no es nada raro que con esta primera novela Pardo se incorpore en el ciclo de los novelistas de la violencia, colocándose al lado de Eduardo Caballero Calderón, Manuel Mejía Vallejo, Gabriel García Márquez, Alba Lucía Angel, Benhur Sánchez y Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Igual que Manuel Mejía Vallejo en El día señalado, Pardo mitifica el período de la violencia con base en un sistema dualista y binario: la temática del amor y de la muerte; el sargento Peñaranda contra el guerrillero Ramón Rodríguez, los oligarcas de los dos partidos políticos que cooperan con el dictador militar frente a los guerrilleros desconfiados que siguen peleando; las dos generaciones de las hermanas Weismann en las cuales abundan las gemelas; los dos novios de Gloria: Antonio, el alcalde destituído por los militares, y el guerrillero Ramón; la lucha contra el gobierno militar tanto de Alemania como de Colombia. Como era de esperarse, el estilo de Pardo también es binario: el monólogo de Gloria en que implora a Ramón que no se aleje de su lado está lleno de frases repetidas o paralelas o sinónimas: “sé que… sé que… colgando de un helicóptero o llenando un hueco en la montaña… cerca a mis cobijas, junto a mis soledades…” Hasta las dos dedicatorias son dobles “Para Pablo e Inés… Para Martha y Darío Ortiz”.

Además de captar la misma fase de la violencia que la obra teatral Guadalupe años sin cuenta, Pardo logra crear unas protagonistas que no obstante haberse inspirado en Cien años de soledad, cobran vida propia. Las dos oraciones del primer párrafo de la novela establecen tanto el carácter pintoreso ocurrente de la hermanas como el tono mágico-realista de la obra.

“Las Weisman con las cabelleras entre los pañolones bordados, las edades separadas en el color de los vestidos y el corazón palpitando al mismo instante como si respiraran el mismo aire y vivieran el mismo momento, atravesaron el parque sin saludar a nadie. En el mejor hotel señalado por alguien a su llegada, descargaron el equipaje, las cajas de madera marcadas con letras grandes y negras en donde transportaban un automóvil desarmado y se bañaron de dos en dos haciendo turnos para vigilar los alrededores”.

El modo poco enfático con que se refiere el automóvil desarmado, establece desde el principio el tono mágico-realista que predispone al lector a aceptar con la mayor voluntad las situaciones más inverosímiles. La idea de mandar un automóvil desarmado desde Europa hasta Colombia tiene sus antecedentes en el avión que espera Gastón en Macondo -y que nunca recibe porque lo mandan a Macondo, Tangañika-. Sin embargo, lo que hace aún más raro el transporte del automóvil es que las hermanas Weismann escaparon de la alemania de los nazis a una edad impúber. En el cuarto capítulo, que presenta algunos antecedentes de la protagonista, se revela que las mayores de las hermanas apenas cumplieron los trece años en el barco que las llevaba al Nuevo Mundo. El otro elemento inverosímil y macondiano del trozo citado es la manera de bañarse las gemelas, que hace pensar, por contraste, en los baños espiados de Remedios la bella. Entre las hermanas se destacan las gemelas mayores de la segunda generación: Yolanda y Gloria, que tienen otros antecedentes macondinos. Cuando tienen unos veinticinco años, Gloria inicia al adolescente Ramoncito en los juegos amorosos que evocan las relaciones entre Amaranta y su sobrino Aureliano José; la diferencia es que en la novela de Pardo se realiza el acto sexual, de una manera muy lírica sin el menor toque rabelesiano y se funde acertadamente con el tema de la violencia: “Amor mío, no te vayas nunca de mi lado, de mis noches, de mis flores, Ramoncito mío, no te dejaré ir nunca, nunca; repetía las palabras en el dolor inicial abrazándolo íntegramente. No mi Ramoncito, así como tú quieras, sólo y gemía en la nostalgia del placer, en el arrullo del llanto de quienes morían esa noche en el cuartel y en el río”. Al enterarse Yolanda de los amores entre Gloria y Ramón, se le despierta una envidia terrible que recuerda la que siente Amaranta por Rebeca Buendía.

La confusión causada por el hecho de que las dos generaciones de hermanas Weismann lleven los mismos nombres, también provienen de Cien años de soledad, sólo que Pardo confunde al lector mucho más que García Márquez porque los nombres son totalmente idénticos (sin leves variantes de José Arcadio Buendía, José Arcadio, Arcadio José, José Arcadio Segundo y el papá José Arcadio) y no se separan con bastante claridad las escenas en que interviene cada una de las dos generaciones. Después de pensarlo mucho, se llega a la conclusión de que la primera generación, la que huye de la Alemania de los nazis, tal vez hacia 1933, consta de dos parejas de gemelas separadas por un año, Yolanda y Gloria; Mercedes y Clara. Las cuatro deciden tener hijos que se encargarán de vengar en Alemania las humillaciones y el abandono.

Las tres últimas, o sea Gloria, Mercedes y Clara dan a luz, cada una, gemelas que se llaman Yolanda y Gloria, Sofía y Angela; Mercedes y María Victoria. La última en concebir, la primera Yolanda, “sintió que debía tener un descendiente de Dios” y escogió al cura para ayudarla y así nació “la última de las Weismann sin gemela”, a quien llaman Clara. Así, la primera generación de las cuatro hermanas, las mayores cuando tenían quince años, inauguró una casa “con cariño de precios módicos”, un prostíbulo que raras veces aparece como tal; y fue la segunda generación de las siete hermanas que se crió en el convento y que participa en los acontecimientos relacionados con la violencia hacia 1953 durante la dictadura de Rojas Pinilla. Si las fechas no corresponden exactamente con la edad de las hermanas Weismann, esto se le podría perdonar al autor dado el carácter más histórico que poético de la novela.

El jardín de la Weismann carece de la tensión dramática de El día señalado y de la trascendencia microcósmica de Cien años de soledad, pero no deja de ser una novela bella y original sobre la violencia. La selección de unas protagonistas alemanas con la asociación de la violencia colombiana con la de los nazis, contribuye a envolver los acontecimientos en un ambiente extraño mágico-realista. Los deseos sexuales de las dos generaciones de hermanas, expresados siempre con gracia y toque poéticos, se entrelazan con una visión histórica de la violencia donde no faltan ni héroes, ni traidores, ni verdugos ni víctimas.

María Victoria Rayzábal11, escritora española, por su parte, en un ensayo titulado La ternura como venganza contra la violencia en el jardín de las Weismann,11 dice que es esta una “Novela-testimonio no realista, en contra de la guerra y la violencia de los de arriba. Muestra secular de lo ocurrido en alemania -tal vez, lo peor fue lo que los alemanes fascistas hicieron al propio pueblo alemán-, en una familia representada arquetípicamente por las hermanas Weismann. La historia es cíclica, o mejor dicho la guerra es la misma, aunque con otras realizaciones materiales (circunstancias), en el país (Colombia o cualquiera con cafetales y selvas de América del Sur) en que recalan las gemelas para perdurar, para cumplir su destino de amor y venganza. Allí, la militarización de una nación, aquí un Golpe de Estado efectuado por los militares. El héroe popular, Ramón Rodríguez y el mismo pueblo, son traicionados por los partidos que ansían el poder.

Pero la realidad textual no puede confrontarse unívocamente (ni debe) con la realidad objetiva; no sólo porque la cronología ha sido alterada, y los acontecimientos se ordenen con una lógica que no es la del pasado-presente-futuro, (estructura destructurante que sin embargo no destruye la novela) sino porque se conforma un mundo mágico del que un narrador impersonal da una visión que por momentos se aproxima al caos, o se recompone para que los personajes actúen y digan.

En rigor, si los hechos de los opresores tienen características demenciales y los de los oprimidos parecen dirigidos contra sí mismos, dado que todo lo cotidiano se altera, entonces el narrador suspende las leyes del pensamiento coherente para mejor transmitir la destrucción y el aniquilamiento del ser humano.

Hay un conjunto de referencias que pautan un anclaje histórico para la narración: la alemania nazi, París de noche; la España franquista; el beso del vasco; el profesor universitario, poeta exiliado que recitaba versos de García Lorca y Miguel Hernández, el país que está al otro lado del mar. A través de las Weismann y localizados espacialmente en su casa -ternura, comprensión, cariño, precios módicos-, se desenvuelven los acontecimientos. Las confusiones premeditadas -o mejor dicho, las fusiones-, son múltiples. Una suerte de ideación al estilo de uno, ninguno y cien mil pirandelliano, con resonancias de Carrol, rige la construcción de estos personajes femeninos.

En síntesis se puede plantear que al referirse a sólo dos generaciones de la familia Weismann, la responsabilidad interpretativa es del lector. Luego, al parecer, las hijas asumen los roles de sus antecesores; existe una especie de memoria generacional y una consustanciación de la personalidad que se transmite con el nombre: una Gloria sobrina, o simplemente descendiente, actualiza a la Gloria tía o simplemente antepasado. Pero además, los acontecimientos no ocurren de un único modo. Las generaciones de las Weismann confieren temporalidad al mismo tiempo que la anulan, duración, continuidad, expansión a la conciencia de que es necesario resistir y oponerse a la violencia. Por el contrario sólo hay un Peñaranda y un Ramón en la medida en que son suficientes para personalizar las respectivas ideologías.

En conclusión, se trata de una pequeña gran novela, en la que por debajo de la denuncia, sosteniéndola, dándole fundamento, está el oficio de escritor, que se siente como actividad lúdica, como juego en que la fantasía dispone los caminos de una creatividad que tiende a desarrollarse en todas sus posibilidades, y reta al lector”.

La crítica Luz Mery Giraldo en un ensayo titulado El jardín de las Weismann o la nostalgia y la soledad, 12, advierte que en las palabras creadas para Gloria Weissman están la ternura de la voz y la poesía de su autor que nos ha ido llevando en esta bella y breve novela hacia el camino donde se vive, se ama, se muere y se respira entre flores, la nostalgia y las soledades.

El jardín de las Weissmann es un novela de la tierra donde conviven la violencia y el amor: de la tierra solitaria que florece hombres que viajan al encuentro de sus banderas en el estruendo de la lucha, y vuelven también hacia sus tierras en las respiraciones entrecortadas del amor, hecho ternura, una sola entrega, una sola esencia, una sola palabra, una sola ilusión: una sola oportunidad de vivir.

El universo creado oscila entre el amor y la violencia; dos fuerzas que desde siempre han movido al hombre en su condición de ser, que lo han llevado a buscarse y a buscar, a hacerse y a expresarse; es, como en otras circunstancias diría Jorge Luis Borges: “un jardín con senderos que se bifurcan” para hacerlos íntimos e intensos, personales y lectivos, solitarios y comunes. Un jardín de guerra y amor, como otro lugar para soñar, donde se vive y se muere: Jardín o vida, nacido en esta técnica del paralelo tras el telón de la guerra que obligó a las hermanas Weismann a atravesar su país y el oceáno, confundiendo su idioma, abordando la tortura, conociendo la soledad, el abandono y la destrucción antes que el amor, tropezar siempre con la violencia, hasta anclarse a la provincia donde ésta también se agita y ellas viven el testimonio de una época y una conducta que se repite en el toque de queda, en la persecución, el estado de sitio que, como fantasma, deambula en el corazón de los niños que crecen entre lágrimas de odio y los desfiles de muerte, seguidos del taconeo de las botas de Peñaranda y los pies descalzos de los hombres que huelen a monte, mientras las mujeres miran con resentimiento a las alemanas, dejando ver en el ambiente la profundidad de los conflictos que enraza la violencia desatada en Europa y en el eco del pueblo de los Andes. Violencia que se cuenta en forma velada, dejándola entrever sin la crudeza del que protesta o denuncia, pero sin evadirla, en un lenguaje sugerente, siempre sutil, que igualmente sabe cantar a la lucha armada y al abandono, al grito y al susurro, hasta crear un mundo de soledades y nostalgias, reflejando en esas hermanas “con cabelleras entre los pañolones bordados, las edades separadas en el color de sus vestidos y el corazón palpitando al mismo instante como si repiraran el mismo aire y vivieran el mismo momento”.

Como novela lírica, lo anecdótico queda velado para irse revelando en pautas de imágenes, expresando de esta forma el conocimiento interior donde el autor se acerca a las emociones de hostilidad y amor del hombre, presentando íntimamente una sociedad estremecida por la violencia, desde ese reducido ámbito de la provincia que multiplica en sus ecos y resonancias, haciendo que sus anécdotas y personajes vivan en un presente encantado de dulzura o de dolor, de persecusión y soledad.

La novela maneja con sutileza momentos fuertes que fusionan el contenido de la violencia en el amor y en la lucha, logrando, como dije anteriormente, crear una atmósfera mágica, donde se unen también soledad y desesperanza, siempre en un ambiente telúrico, logrando verdaderos clímax poéticos en las secuencias monologadas con anterioridad, y aunque en algunos momentos circunstanciales decae dentro del relato la calidad de estilo, por la palabra misma que parece herir la altura, o por el tratamiento a veces también gratuito del tiempo repetido en los personajes en fusión de pasado-presente, la novela resulta una promesa en nuestras letras donde el encantamiento de la palabra logra fascinar el tema, superando el estadio de la mera denuncia o de la novela sentimental para, sin alejarse de la realidad, penetrarla en sus más recónditas emociones.

Gustavo Álvarez Gardeazábal13 escribe que “Resulta verdaderamente imposible ser justo cuando uno, novelista de hace mucho rato, encuentra libros tan tonificantes que acaso le entusiasman en algún momento, pero en los cuales llega a ser difícil emitir una observación imparcial porque en fugaces recovecos, o en palpitantes acciones, se alcanza a vislumbrar aquello que uno, como novelista, escribió alguna vez. Resulta casi que imposible quedarse callado ante los valores y trascendencia que posee la novela de Jorge Eliécer Pardo, El jardín de la Weismann, que Plaza y Janés acaba de poner al mercado en su colección Rotativa. Y no se puede guardar silencio pese a todo el sentimiento de espejo que pueda removerse, porque cuando un novelista da sus primeros pasos, luego de quebrada y no muy lúcida carrera por los caminos del cuento, y se presenta ante sus lectores con una obra adherida al esquema recordatorio de sus elementos anteriores, pero con un tono y una altura que la convierte en asimilable, cuando eso sucede, lo menos que puede hacerse es guardar respetuoso silencio o esperanzadora observación.

El jardín de la Weismann es una novela breve embuída de lleno en el mundo mitológico de la Colombia de las últimas décadas de la violencia política. Una novela cargada de realismos mágicos y de alusivas reiteraciones a lo eterno de los problemas del hombre en nuestro país, del hombre latinoamericano.

La historia de las mujeres alemanas que llegaron a un desconocido pueblo de los Andes colombianos a buscar la tranquilidad que los comienzos de la guerra les hicieron perder en sus nativos lares, son vistas como frutos de la observación tropical que las encerró en su casa-jardín para mitificarlas y cargarlas con todo el peso del misterio y toda la responsabilidad de una historia muchas veces narrada en la literatura colombiana, pero muy pocas veces contada como lo hace Jorge Eliécer Pardo en este libro.

La vertiginosidad del relato elimina los problemas del tiempo. La estrechez de la estrutura dificulta un poco las aparentes modificaciones ideológicas que pueden soportarse. La imposición general de las alemanas originales que llegaron con un carro desbaratado y guardado en cajas para nunca armar sino en sus recuerdos, se nota demasiado en las siete hijas criadas en conventos mientras ellas hacían el amor en medio de jardínes.

Y aunque se crea lo contrario, esa transmisión de poderes a las alemanas originales que llegaron a un pueblo de Los Andes en un día y fecha que nunca se dicen, resulta demasiado poético para quien espera un mayor cubrimiento de los ángulos de la anécdota grandiosa de siete alemanas encerradas en un pueblo chico haciendo el amor a escondidas todas las noches con los guerrilleros que bajan del monte.

Pero aunque todos estos aparentes defectos se noten en la novela de Jorge Eliécer Pardo, el gran mérito de ella reside en la forma ajustada como ha decidido manejar los elementos de la tradicionalidad narrativa de la violencia política colombiana, para envolverlos en actitudes mágico-míticas o, si se quiere decir más claramente, en los faldones de las alemanas que llegaron a ese perdido pueblito de Los Andes.

Cargada de alusiones, la novela utiliza el lenguaje concreto de los poetas. Siempre en la descripción de las actitudes y las circunstancias, tal vez le permite conocer al lector el manejo de lo narrado y las estructuras habituales de cuentista le pesan demasiado. Pero si bien ambas cosas pueden resultar siendo fallas para los perfeccionistas, en la pequeña novela de las Weismann se convierten en herramientas agradables para un cometido ambicioso.

Por lo reducido del relato -rezago del cuentista que se mete a novelista-, la historia no pierde el peligro en epopeya panfletaria y gana en tensión lo bastante como para saltar sus indudables armaduras de ambigüedad y confusión que posee. Por lo concreto del lenguaje -asomos del poeta que debió haber sido Jorge Eliécer Pardo-, la novela gana en el derecho a jugar con el realismo, con la mitología provinciana, con esa chismografía que escala tras escala va volviéndose mito y se mete de lleno a la eterna verdad del guerrillero latinoamericano, ansioso de una noche de amor o de una tarde de gloria inútil.

Para ser la primera novela de un antiguo cuentista, la obra es de excelsas calidades. Para la literatura colombiana, ansiosa de nuevos valores y de amables empeños germinantes, un bastón de especialísima importancia. Para los lectores de novelas, una obra recomendable”.

IRENE

La simbiosis entre la ciudad y la metrópolis, esas categorías sociológicas, son integradas en la novela Irene de Jorge Eliécer Pardo. (Plaza & Janés, Bogotá, 1986). Sobre esta nueva visión del mundo de Jorge Eliécer Pardo han conceptuado distintos críticos y analistas. En España, el escritor catalán Fidel Vilanova,14 opina en su ensayo Irene: una novela de amor, que esta segunda novela de Jorge Eliécer Pardo supone una grata sorpresa en la actual narrativa colombiana. Pardo, a través de un lenguaje fluido y en ocasiones poético, acomete con gran brillantez y singularidad una historia de nuestro tiempo. La obra es un todo armonioso que se articula en breves capítulos, y en donde tan importante como la palabra son los silencios que hay entre las líneas.

Irene es un novela estructurada en el símbolo y en donde la complicidad del lector no solamente es manifiesta sino activa. La obra es fundamentalmente una historia de amor. El amor entre Octavio Sarria e Irene. Octavio Sarria, profesor universitario, apasionado poeta y músico, representa uno de los arquetipos del hombre de hoy: el activo, sensible, inconformista, soñador… pero definitivamente atrincherado en la soledad de sus pesadillas.

Irene es una obra densa, de obligada y atenta lectura, en la cual Jorge Eliécer Pardo consigue plenamente enmascarar y desenmascarar al hombre que se debate entre los límites de la soledad y el amor. La novela hace este recorrido en un tono intimista y poético y en el cual el discurso de la palabra embellece un texto con sabor a amargura. Por todo ello, Irene está llamada a ser una obra mayor en la literatura hispanoamericana”.

La literatura como vanguardia del psicoanálisis es el título con el cual el médico psiquiatra Alberto Fergusson Bermúdez15 analiza la obra de Pardo. Este ensayo, que podríamos catalogar como psicocrítico, ha sido publicado en distintos periódicos y revistas. Inicialmente apareció en el suplemento cultural Intermedio, del Diario del Caribe, el 10 de mayo de 1987. Dice Alberto Fergusson:

“En cuanto psicoanalista, estoy acostumbrado a observar la manera como la literatura siempre anticipó múltiples hallazgos psicoanalíticos. Para Freud dicha situación fue evidente. Ahora es Pardo, quien en su novela Irene, nos impone a los psicoanalistas un nuevo reto: conceptualizar acerca del erotismo del acto de morir. Sabemos que la líbido se apoya y se manifiesta en todas las funciones vitales (comer, defecar, orinar, procrear). ¿Por qué dejar entonces de lado aquella función vital, esencial, denominada muerte? Pardo nos trae en su novela descripciones como ésta: “¿Cómo suicidarse de esa forma? ¿Dónde encontrar una mujer como la mantis religiosa? La tina caliente y las venas destrozadas le parecía grotesco; la horca, su cuerpo pendiendo de una corbata, macabro; un disparo en la boca, el fusilamiento utilizado por los verdugos de su país; ¿envenenamiento?… terribles dolores… no, necesitaba placer en la decisión culminante. A través del amor la muerte se suma al abismo del orgasmo para hallar la fugaz felicidad, para quedarse siempre en la cuerda floja del risco, donde todo se junta, donde la vida y la no vida son una sola conjunción para el infinito.”

Esperamos que con el paso del tiempo, la verdad de la ciencia pueda complementar, al menos en parte, la estética del literato. Es curioso que la primera y última manifestación de la vida, el parto y la muerte, tiendan a escapar a la teoría de la líbido. El proceso de una novela no es responsabilidad exclusiva de su autor. El lector debe terminar de montar el escenario que el escritor presenta. Debemos terminar de armar a Irene y a Octavio, a Marta, al estudiante y a todos aquellos personajes cotidianos, solitarios, citadinos que nos describe Pardo. En mi caso, por ejemplo, sin que el autor lo dijera explícitamente de su obra, decidí, no sé bien por qué, que casi todos los días de la novela eran lluviosos, grises, nublados. Decidí que Octavio es muy arrugado para su edad. Decidí que la abuela se avergonzaba de mostrar toda su sabiduría. Decidí que las camas permanecían destendidas crónicamente y que los personajes se negaban a dar el paso definitivo que separa el dormir de la vigilia. La vida para todos los personajes parecía ser un aperitivo de la muerte.

Pardo nos enseña en su novela que el ser humano no logra existir si se alimenta únicamente de sí mismo. Debe existir en el otro. En el recuerdo y en el deseo del otro. Así precisamente logra Octavio que su abuela viviera mientras recordaba ciertas sensaciones: “No es tu palabra, abuela, la que ahora suena, es la sensación de lo que ella descifraba… trato de alcanzarte como si con ello evitara la muerte”. No podemos privarnos de imaginar qué ocurriría si Octavio pudiese manifestar todas sus ocurrencias en un diván de aquellos psiconalistas. Quizás observaría entonces Octavio todo su erotismo infantil con su abuela y cómo todo ello determinaba ciertas peculiaridades de su relación actual con Irene. Observaría quizás, que su abuela lo inició en aquellas sensaciones que ahora busca, y de las cuales también huye con terror. De hecho, la abuela buscó activamente el acto de morir: Se suicidó, y el cura no la rezó. Diariamente observamos de qué manera utiliza la religión lo anterior, a través de integrar a los fieles alrededor de la muerte, así se logran intentos, vínculos libidinales, vividos como “lo sagrado”, a condición de que lo erótico permanezca en lo inconsciente. Siempre que alguien se suicida, se genera una sospecha de orgasmo camuflado. Octavio, sin embargo, retorna a la novela, no deseaba una muerte en medio de un erotismo solitario. Él deseaba compartir dicho erotismo con alguien. Con la migala. Con irene. Con gran belleza nos dice el autor: “Ninguno había muerto en una prolongada caricia como lo buscaba Octavio Sarria”.

La anécdota no inunda esta novela. Queda espacio para la reflexión. Se presenta un universo simbólico. La araña simbolizando todo lo femenino, lo tierno, lo agresivo, lo erótico, lo enigmático, lo silencioso y lo hábil. El caballo, como elemento masculino. El hombre conquista con el ruido equino. La mujer conquista con el silencio de la araña. Lo brioso y lo inaudible obtienen una preciosa dinámica a lo largo de la novela.

Debemos comprender que el denominado “erótismo del morir” se refiere al momento más dramático y extremo de un elemento erótico que en menor grado hace parte del erotismo humano en general. Podemos pensar que en cada coito se muere un poco. Los placeres que busca Octavio Sarria con Irene, en el acto de morir, se refieren a sensaciones que de no ser por la acción de la represión estarían presentes en todo acto sexual. En otras palabras, el acto de morir poco o nada tiene que ver con lo muerto. Es una acción de la vida plena, que además podrá estar presente a lo largo de la vida entera.

En ocasiones, la migala parece transformarse en la moral. Sin embargo, no en cualquier moral, sino en aquella que por ser infantil es cruel, y sirve de máscara para expresar el sadismo humano. Toda persona que lea esta novela encontrará la migala interior que todos llevamos. La novela se llama Irene, pero bien podría llamarse Octavio. Este último es descrito desde el interior de sí mismo, mientras que Irene y el resto de personajes son vistos precisamente a través de Octavio. Se nos presenta Octavio como un ser fracasado, medio desesperado, nieto de una abuela sabia que de niño lo montaba a caballo, hijo de una madre que él veía “escapándose en un automóvil negro, con un hombre, sombrero de fieltro, zapatos combinados”,(página 21), hijo también de un padre asesinado. No hay duda que este personaje se nos presenta como un gran masoquista. Sin embargo, nos pone a pensar si el parecer masoquista no será un truco de aquellos que poseen un placer secreto, que desaparecería si es descubierto. Si calificamos a alguien de masoquista, ya no deseamos su deseo. La envidia humana tolera el goce del masoquista, pues supone que sufre simultáneamente. Parecería en ocasiones que el ser fracasado o el ser exitoso, representaría únicamente diferentes formas de obtener satisfacciones secretas. A través de la novela comprendemos que su autor debe tener peculiares características en su mundo interno. Me refiero a aquella capacidad que poseen algunos seres humanos de comunicarse en su interior con impulsos e ideas que habitualmente están excluidas de la conciencia”.

El escritor caleño René González Medina,16 escribe, en El País de Cali, Suplemento Dominical:“No es que el amor en la literatura se haya puesto de moda. Tampoco que el hombre contemporáneo ame más, o menos, que el de ayer. Si bien es cierto que El amor en los tiempos del cólera, gracias al boom publicitario montado en torno al nombre de Gabriel García Márquez y su Nobel ‘82, trajo a colación un elemento que como el amor juega en la historia del hombre preponderante papel, no es menos cierto que con la actual pérdida de los valores sociales ella, la novela de García Márquez, reinvindica un sentimiento que refleja, en el parco trato literario que se le da, el temor quizás a hacer el ridículo. Porque hablar de amor, hoy equivale a eso: a hacer el ridículo. El hombre mismo se encargó de limitar sus pasos y es él quien ciego por sus conquistas tecnológicas, pone un hasta aquí a todo aquello que suene a pasado.

Y ha pretendido cercar ese intangible del amor que nadie, con certeza, puede definir cuándo nace ni cuándo muere. Hay contra él, contra el amor, una persecución total. Cultivarlo es un estigma y los románticos deben preservarlo en la clandestinidad como su mayor pecado. Muy pocos se atreven a declarar en público que “aman el amor” porque corren el riesgo de ser dejados de lado o lo que es peor: ser mirados con lástima. Entonces, cuando el atafagado presente nos asfixia y nos enreda en su piélago de inventos y maravillas, cuando todo minuto de fantasía amorosa parece extinguido, qué agradable es tropezar con trabajos como el de Jorge Eliécer Pardo.

Irene, segunda novela en la carrera literaria del escritor tolimense, es amor porque no puede ser otra cosa.Gala asomada a la ventana, pintura de Dalí, es la carátula. El amor está allí, adherido, aprehendido y de su nombre se desgranan, sugerentes, mil imágenes. Irene es la novela urbana, que con la poesía como tránsito, descubre las flaquezas y desarraigos de sus personajes citadinos que entran y salen por las páginas, circunscritos al vicio de su monotonía, cotidiana como ellos mismos. “Cuando se quedó en el pequeño apartamento de una ciudad que no era la suya, donde se redujo con sus libros, y documentos de investigador social, la guarida tomó proporciones mayores. No le agradaba estar solo porque le agradaba el mundo y sabía que la felicidad es un momento fugaz entre dos angustias; por ello, las mujeres que pasaron por su lecho tibio se marchaban de la misma manera, con un adiós fraterno y un mensaje escrito sobre cualquier papel”.

Octavio Sarria, sujeto de la novela, es el hombre prototipo del síndrome presente. Es el resultado del progreso urbanístico que centímetro tras centímetro le roba a la vida su espacio. Es aquel ser que vaga de sueño en sueño porque la realidad terminó matando sus ideales, acorralando de modo irreversible sus ansias de libertad y reduciéndolo a un ir y venir por las avenidas de las ciudades-cárceles. El ahogo, el anhelo oculto de hacer quién sabe qué, cualquier cosa que le resucite el apego a la existencia, se palpa en la manía de recordar, con insistente masoquismo, aquella pesadilla de la migala y el ratón. La araña, insecto protagonista de muchas narraciones fantásticas, es retomada por Pardo para succionar la poca fortaleza de un hombre que, ante los tropiezos perennes, termina por hacinarse en un edificio de inquilinato. Ante la ausencia del afecto, Sarria revive en las noches de vigilia y en los días de impuestas supervivencias, los recuerdos transparentes de su padre, madre y abuela. Esta última, auténtica obsesión, no le abandona. Los instantes que marcaron su edad de párvulo son, años más tarde, en la etapa de su insegura madurez, los únicos que su orfandad reclama. “No puedes abrir la boca abuela, estás atrapada en el dibujo de la memoria, no como en las fotografías” (página 28), “Sólo yo te he amado, abuela. Detrás de tu sombra están tus asesinos. Nadie puede justificar la envidia que los devora porque sus rostros se desdibujan definitivamente en todas las memorias. Con mis doce años enfrenté la realidad de tu destino y prometí no dejarte sacar de mi corazón ¿sigues ahí, verdad, abuela?”

Octavio Sarria, desorientado, se entrega a la bebida. De bruces da con ella y entre copa y copa rechaza ese mundo que se le antoja hostil, injusto, y su mente de exmilitante político de izquierda se embota convergiendo en la etérea conclusión de la muerte. El suicidio, como mecanismo de escape, aparece una y otra vez en su insania embriagada, proyectándosele como la fórmula capaz de cortar su asco, su repulsión a toda aquella rutina que lo maneja, en una ruta sin sentido, de la casa a sus clases y de las clases a su casa. “No tenía el valor de quitarse la vida porque albergaba la esperanza remota de rescatarse. Rescatarse, sencilla palabra”. El discernir del profesor Sarria sólo encuentra asidero en su pretérito ya que allí, justo allí, su vida se detuvo. Todo cuanto podía haber sucedido le sucedió atrás: diez, veinte, treinta años, pero atrás, sus principios éticos, su solidaridad con las llamadas “causas perdidas”, su aferrarse a lo que debía ser y no lo que era, eso sumando todo le dejó como inventario una aflicción permanente en los labios. La tortura flageló sus buenas intenciones arrastrándolo hacia el único camino que el destino le había reservado: el de la resignación. Impotente para cambiar el curso de su rumbo encaminó sus pasos por la sola posibilidad que le dejaban sus escasas alternativas. Se dedicó a comer, beber y dormir. Y, cuando la inercia se lo permitía, a dar clases. Octavio Sarria aprendió muy tarde que el que de muchos sueños vive, nada es. “Cuando hablan de la placidez, recordaba las horas ya perdidas en la nebulosa de un tiempo muerto pero bello”. Pero su soledad no era la única. Igual que él o peor que él, sus inquilinos vecinos subían y bajaban con su propio universo de conflictos: el músico solitario que pulsaba a diario el violín, probando en cada nota que permanecía vivo; Nancy, la enfermera, inmaculada por fuera, de profesión soltera; Martha, la portera diligente, pendiente siempre de las urgencias de los demás; el abogado, hombre que recorría como león enjaulado, mosaico por mosaico, su cuarto: “Desocupaba los medios vasos llenos de whisky y la miraba con la misma ansiedad que ella le conoció las veces que le pagaba muy bien porque le lavara el carro, pues ella lucía unos short ceñidos, azul celeste, que transparentaban las cintas laterales y los dos triángulos que formaban sus calzones”.

Para Sarria, ex-combatiente de mil batallas, y para sus vecinos de residencia, no les queda consuelo distinto al del amor. El amor, en la más pura o más vulgar concepción, era cordón que los obligaba aún a la tierra. Había pasado por todo y todo fue vano. Menos el amor. Este surge impetuoso y la lascivia enfermiza del abogado del apartamento 401, Martha, la portera, ya no la puede contener. Y las salidas y llegadas de la inmaculada Nancy son cada día más irregulares. Y para Octavio Sarria, náufrago de Nereida, un amor que lo dejó tirado a mitad del camino, también el amor le concede una segunda oportunidad: Irene. Y ella, la mujer hecha novela, es la esperanza salvadora de un hombre que quiere abandonar su ruta desgastada de casa-clases, clases-casas, esperanza que le ayudará a sobrellevar el peso de una existencia que hacía mucho no consideraba suya.

En la página de libros de la Revista Semana, en su número 256, del 31 de marzo al 6 de abril, Myriam Bautista17, escribe: “Irene, el último libro de Jorge Eliécer Pardo, es ante todo una novela de amor, pero es también otras cosas: es la reflexión de un profesor universitario en conflicto permanente con el ambiente que lo rodea, y su profundo temor a enamorarse y su angustia cotidiana por sus pesadillas que lo siguen día y noche. Y es, finalmente, una acertada descripción de la vida de los inquilinos de un edificio de cualquier ciudad grande.”

“Esta novela, lanzada al mercado por Plaza y Janés dentro de la colección “Narrativa Colombiana”, tiene una sola pretensión: la de ser leída desde la primera hasta la última página. Y este “Encarrete” con el libro se da gracias a su personaje central, Octavio Sarria, quien logra envolver a los lectores a tal punto que no se puede tomar distancia frente a su suerte, sino que se entra a tomar partido. Y es que ese profesor universitario es incapaz de amar, porque en cada encuentro con una mujer, recuerda que su madre lo abandonó para ir tras un hombre de sombrero de fieltro y zapatos combinados; es también un hombre que añora a cada momento a la maravillosa abuela, madre sustituta que llenó todos los espacios de su vida y que sigue siendo su norte a la cual le pide autorización para hacer hasta lo más insignificante; y es también el hombre obsesionado con las arañas, esos animales que considera lo destrozarán en cualquier momento de su vida. Este Octavio Sarria logra despertar simpatía y el lector descansa cuando se da el desenlace de su angustiada existencia. La salvación de Octavio llega con figura y nombre de mujer: Irene, la típica representante femenina de la época. Enamorada pero independiente, dulce y recia a la vez, encantadora pero cortante cuando toca. En fin, esa mujer que atrae a primera vista y que se entrega cuando se siente enamorada pero que no entiende esa entrega como un sacrificio sino como el acto más perfecto de amor. Sin embargo, y he aquí uno de los méritos de la novela, la trama no se centra en Octavio e Irene, sino que involucra a otros personajes, otras historias sin salirse de los límites de un edificio de apartamentos como los hay miles en Bogotá, Medellín o Calí. Son esos vecinos que comparten sólo el techo que los cobija, pero que de alguna manera se enteran de la vida de los demás y llegan en algún momento a sentirse partícipes de triunfos y a lamentar desgracias, aunque estas expresiones no se exterioricen, por la celeridad cotidiana. Y estos personajes, con sus cuentos, se mezclan con Octavio Sarria e Irene, sin que su protagonismo se desdibuje, sino más bien haciéndose espectadores activos de esa realidad social que comparten mínimamente.”

Irene” es la conjución de: el monólogo existencialista de Octavio Sarria, el diálogo sencillo entre enamorados, entre la portera de un edificio y sus inquilinos, es la soledad que habita como inquilina o propietaria en el ciudadano de las grandes urbes. Pero es también una tierna novela de amor que muestra lo dulce, lo erótico, lo pasional de una relación sexual, dibujando con preciosidad la placidez y felicidad del encuentro de un hombre y una mujer.”

La crítica española Carmen Martín18 dice que Irene, la novela del escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo, pertenece a la categoría de las obras literarias que han sido creadas desde la mente del inconsciente del autor. No es infrecuente encontrar en la literatura o en las artes plásticas obras en las cuales el artista se ofrece de portavoz involuntario del inconsciente colectivo de nuestra comunidad. Las obsesiones del ser humano giran siempre en torno a unos temas determinados. Prueba de que al hombre le han preocupado siempre las mismas cosas, salvando las distancias del tiempo y el espacio. Como veremos, los sorprendentes puntos de contacto entre Irene y El Angelus de Millet, no son en absoluto fruto del azar o la causalidad, sino que obedecen a a este interesante fenómeno.

Para contarnos su historia, Pardo se ha situado dentro del personaje. Con habilidad consigue que el lector le siga, y sin poder evitarlo nos encontramos dentro de su mente, de la piel y el universo de Octavio Sarria. De este modo, vamos conociendo al personaje y su historia, y pronto nos hallamos respirando su atmósfera. En Irene la atmósfera se palpa, nos envuelve y envuelve al personaje.

Cumple la finalidad de provocar nuestra angustia y de ser un atributo del protagonista. La atmósfera que envuelve a Octavio Sarria, como una telaraña, es un universo desolado, se mueve en un clima de angustia, soledad, apatía y desinterés por la vida. El mundo cotidiano que le rodea está también impregnado de esa atmósfera. Él, como sus vecinos, se mueve como autómata. Es un mundo envuelto en una atmósfera de soledad y muerte.

Octavio Sarria ha vivido una infancia cruel, abandonado por su madre y criado por su abuela. Sufre después la inestabilidad social de su país, hasta el extremo de ser detenido y torturado. Sufre en extremo el dolor físico y psicológico. Ambos, forzosamente, han de dejar huella indeleble en su personalidad. De otro modo, Octavio Sarria no resultaría creíble, ni su mundo de angustia lo sentiríamos tan real y coherente. Ha vivido la injusticia y el sufrimiento a todos los niveles, como individuo y como miembro de una sociedad. En el lenguaje simbólico de Pardo, son la migala y los enmascarados, respectivamente. Los dos lo persiguen en sus sueños y en su realidad. Se han convertido en una obsesión. Una mente obsesionada es la desesperanza, la opresión y el hastío que producen el no poder desembarazarse de unas ideas parásitas, que contra nuestra voluntad ocupan nuestro mundo y como él lo experimenta es una consecuencia de su mente.

La novela gira en torno al amor y la muerte. El eros y el thanatos freudianos. Octavio Sarria espera pasivamente que le llegue la muerte. Pasivo y concentrado en su automatismo cotidiano, desea que otra persona, una mujer, el amor, tome por él la iniciativa de hacerle morir. Él sólo tendrá que dejarse conducir como un niño de la mano de su madre. La temática está tratada en clave simbólica y surreal. Pardo no deja palabra o frase al azar. El lenguaje del inconsciente es sintético, lúcido y preciso. Aparece con frecuencia la palabra “muerte”, entendida en su cotidianidad, en definitiva ausencia de vida. El “diario sangrar”, “se dedicó a envejecer”; “preparando un nuevo día de muerte”. El cuchillo y el puñal se nos muestran como símbolos de agresión y destrucción, “el lápiz entre sus dedos como si fuera un puñal”; “saliendo como puñales lanzados de una mujer”. La barca que surge en su sueño, la barca sobre el mar cuando está con Irene, la barca simboliza la muerte entendiéndola como un viaje desde la vida.

Los símbolos del amor y la feminidad también son frecuentes, el mar y el agua, “..agua espumosa que empapa mi epidermis”, “era la primera noche y se prometieron no hacer el amor hasta no bañarse desnudos en el mar”. El espejo, símbolo lunar y atributo femenino, o las puertas, símbolo freudiano del sexo de la mujer, por citar algunos entre los que frecuentemente aparecen en la novela.

La complejidad simbólica llega al punto de que un solo término significa todas las obsesiones del personaje unidas, amor-mujer-muerte. El caballo, por una parte se asocia a la tierra, mujer y madre. Así nos parece cuando Octavio Sarria niño pasea a lomo de un caballo con su abuela-la madre de la madre-. Además posee un símbolo funerario, el caballo negro y el caballo blanco, la vida y la muerte, “Un tropel de caballos negros y blancos”, “Otro potro arrastra unas piernas sin cuerpo”. La araña es un animal lunar y femenino, en ella coinciden dos sentidos simbólicos distintos y a la vez complementarios, es de su capacidad creadora al tejer la tela, y el de su agresividad. Las arañas, construyendo y destruyendo sin cesar simbolizan la existencia y la muerte. Otras expresiones utilizadas repetidamente aluden a su vez al amor y a la muerte: “el filo de las sábanas”, “cuando se metieron en las cobijas entre el filo de las sábanas’.

El simbolismo nos conduce hacia el punto central de la novela. Amor, muerte y mujer son la misma cosa para Octavio Sarria. Así las conoce cuando es niño, y así no las olvidará nunca: el padre es asesinado y la madre huye con otro hombre, “¡Detén el caballo, ven, subamos a la barca de mi padre!”. Ha asociado la mujer con el amor, con el amor materno del que careció necesitándolo aún más por esta razón. Pero también le ha atribuído el poder de la vida y de la muerte unidos en la persona de la madre adúltera. Inconcientemente ha dotado a la mujer de un inmenso poder. De hecho, las mujeres han sido fundamentales en su vida. Una mujer que le dio aliento se lo arrebató también, le enseñó lo que era la muerte, y lo dejó desamparado de afecto, del afecto que es la vida para el niño. Otra mujer le mimó y le protegió. La madre de la madre sustituyó a la madre. La anciana que está más cerca de la muerte que de la vida, restituyó con su cariño la vida que la otra abandonó. Otra mujer, Nereida, le da la felicidad, “ese momento entre dos angustias” en el acto del amor. La muerte de Nereida radicaliza sus obsesiones, de nuevo; mujer, amor y muerte se asocian en su vida y en su mente. “En Nereida, encontró el regazo de la madre indiferente, de la abuela. Su muerte, como el abandono de su madre, le produce un terrible sufrimiento. La mujer le ha dado todo pero también lo ha desposeído de todo. El concibe a la mujer como la madre, dueña de la vida y de la muerte. La madre simbólicamente posee la significación de la vida, pero también el de la muerte, como la araña. Es la figura de la Madre Terrible. La Gran Madre ancestral rectora de la vida. De hecho, “regresar a la madre” significa morir. La madre -una mujer amamantando un niño-, aparece con cierta frecuencia en la escultura funeraria de varias épocas. Lo que había sido un sentimiento inconsciente a la muerte de Nereida. Su vida ha estado a merced de las mujeres, decide que también ha de estarlo su muerte, debe pues “encontrar a una mujer, que cumpliera, con las mantis religiosa, la labor de la muerte.”

Y es Irene la mujer, la migala, abuela, madre, amor y muerte, la esperada mantis, el eros y el thanatos de sus íntimos deseos y obsesiones. La conoce en una exposición de un amigo pintor que sólo pinta mujeres. Mujeres con el rostro de Irene. Es ella la que se dirige por primera vez a él. Él la encuentra -no la busca-, como había deseado. Ella inicia la seducción y la relación. La mujer es aquí elemento activo. El encuentro está marcado desde el primer instante en la acción y las palabras de Irene. “Soy la modelo de todos… ese amigo tuyo es un pintor loco… ¿Cómo pudo conocerme sin haberme visto nunca?”

En El Angelus los personajes están representados en el momento que pronto vivirán Octavio Sarria e Irene. El pasivo y receptivo, el hombre-hijo, espera sumiso -el sombrero en el sexo-, la agresión de la Mujer-Madre, cuya postura es idéntica a la de la mantis religiosa justo en el momento en que se dispone a amar-devorar a su pareja.

Dalí finalmente llega a la conclusión de que la cesta que se encuentra entre ambos, no es más que un disfraz del objeto mucho más inquietante que primitiva e intencionalmente pintó Millet, el ataúd de un niño. Un análisis de la pintura por rayos X, confirmó su hipótesis. Millet pintó encima la cesta, por razones no difíciles de imaginar. Significativamente, la cesta es uno de los símbolos del claustro materno.

Poco antes de que Octavio se entregue al acto del amor y muerte, la muerte de un niño aparece en la novela, como símbolo y presagio de su propia muerte. “Traían a un hijo envuelto en una cobija de lana azul. No respiraba”. También hay un ataúd infantil en la novela de Pardo. “El ataúd es blanco como su piel”. El niño había muerto en presencia de la madre. “Mi marido había llegado de la fábrica muy tarde, pues hizo dos turnos extras para ganar lo de la cuna.”

Finalmente, ya no habrá mas arañas para Octavio Sarria, la gran migala-madre; Irene se ocupará de ello. Irene lo protege devorándole. El motivo de su angustia es también el remedio de la misma. Contradicción fiel a su carácter masoquista.

La novela forzosamente había de titularse Irene. Irene es el todo, el punto de partida y el final del mundo de Octavio. Irene es el supremo poder, es lo temido y lo deseado. Es la Gran Madre, el factor que rige la mente del universo de Octavio. Irene es el definitivo encuentro con el supremo acto del amor y la muerte.

Pardo ha conseguido construir una novela densa y compleja, surreal y simbólica, conjugando hábil y profundamente el mundo del consciente y del inconsciente. La obra es un esqueleto que el escritor ha creado para que el lector acabe dándole forma. Es una suma, una obra abierta a múltiples lecturas que ponen de manifiesto las excelentes dotes narrativas de Jorge Eliécer Pardo.

Los profesores, María Elvia Bello, Lilia Emma Martínez y Miguel Humberto Herrera, escribieron el siguiente ensayo en la revista El carnero. 19

“La segunda novela del escritor colombiano Jorge Eliécer Pardo nos sorprende con su novedosa técnica narrativa, temática y estilística, jugando con dos planos: el sensual y el erótico, sobre un fondo de violencia y problemática social. Ya lo había hecho en El jardín de la Weismann pero en Irene perfecciona su técnica y cambia el espacio del pueblo por el de ciudad; aunque en algunas ocasiones haga referencias al campo, su novela es totalmente urbana.

Irene es una insólita novela de amor, donde el amor no existe; paradoja propiciada por la soledad, la violencia con todas sus implicaciones, los traumas de la niñez y la juventud; el laberinto de la ciudad le impide al protagonista tener capacidad para amar.

Octavio Sarria, migrante campesino, profesor universitario, vive en un edificio de apartamentos, vecino de otros solitarios como él y coarrendatarios del mismo espacio: una enfermera, un estudiante universitario, un violinista y una pareja de ingenieros pintores.

Octavio Sarria vive irremediablemente absorto en sus recuerdos: una abuela complaciente, una amante guerrillera asesinada, un padre igualmente asesinado y una madre huyendo con un desconocido.

Toda la obra se desarrolla en el ambiente denso y vaporoso de los sueños, la indiferencia social y la angustiante soledad.

Irene se estructura sobre bases sólidas cuya eficacia hará de esta obra una especie de joya literaria en miniatura. La soledad, los símbolos, el amor y la vida completan la muerte; el recuerdo, la problemática social y las agitaciones de la gran ciudad.

La ironía de los años finales del siglo XX es la terrible sensación de soledad en medio de la multitud. En la novela de Pardo se plasma esta situación angustiante de nuestra época, los personajes vecinos de Octavio son seres solitarios que viven en espera de la nada, que son incapaces de comunicar sus propios sufrimientos.“No hacía referencia ni comentarios de su pasado porque era una forma de revivir los malos tiempos que le marcaron su vida”. Cuando Octavio va al sicoanalista inventa interesantes historias para ocultar su verdadera personalidad y continuar así atado a su soledad. “Al sicoanalista le habló como tema de conversación acerca de la abuela, fabuló sobre los años de la niñez a su lado, de cómo lo llevaba a caballo por toda la hacienda hasta cuando la noche llegaba y tenían que regresar a casa. Ocultó lo de los arácnidos, el complejo y doloroso estigma no lo conocía muy bien y nada de lo suyo debía interpretarse como trauma”.

“Para Octavio la soledad es la identidad de la propia incomunicación”, dice el español Fidel Vilanova.

De allí su incapacidad para amar y ofrecer amistad, calor humano: sus relaciones se limitan al convencionalismo del lenguaje y la satisfacción de sus funciones vitales. Pero no es sólo Octavio el solitario, allí vive también un músico que pulsa a diario su violín y que va y viene a diario de sus repetidas clases de música, un abogado separado de su esposa y su hijo, solitario entre la selva de sus pleitos, una enfermera que deambula por entre los enfermos como si estos fueran seres inanimados que sólo saben quejarse y unos pintores náufragos ya acorralados entre los marcos y telas que plasman, todos ellos indiferentes ante el género humano y los problemas sociales, sólo, irremediablemente sólo, en medio de la muchedumbre.

El doctor Alberto Fergusson Bermúdez, médico siquiatra, en un artículo publicado en el Diario del Caribe, ya anteriormente citado, en su artículo La literatura como vanguardia del sicoanálisis, descubre a la luz de la ciencia algunos de los simbolismos y elementos míticos que utiliza Pardo en su novela. Todos giran al rededor de Octavio Sarria, quien es atormentado por arañas -migalas-, que simbolizan lo femenino, lo erótico.

Dice el Doctor Fergusson que todas las funciones vitales participan de la líbido, y esto es uno de los motivos que lo lleva a buscar en cualquier mujer “la mantis religiosa” que le de la muerte en el clímax del orgasmo.

Las arañas, además, son un complejo síquico que simbolizan lo tierno, lo agresivo, lo enigmático, el silencio y la habilidad que en síntesis son el reflejo de Octavio Sarria, un ser demasiado tierno que nos inspira compasión pero también agresividad: “Terminaron la botella y al salir el carro abierto descompuso el rostro de Octavio Sarria. La pérdida de la radio, los cassettes y los exámenes de sus estudiantes, lo enfureció”. Eminentemente es un ser enigmático, no se sabe qué es lo que realmente siente y busca, todo lo podemos imaginar pero nada podemos afirmar”.

Otro de los símbolos enumerados por Fergusson es el de los caballos que representa lo masculino con esa necesidad insaciable de satisfacer el ímpetu sexual y conquistador que, junto con el silencio conquistador de la mujer -arañas-, se conjugan a través de la novela dando movilidad e interacción a sus personajes. Retornando al caballo, es reticente en la mente de Octavio cuando pasea por el campo en compañía de la abuela y ahora desde su ventana ve en el tronco del árbol del patio la forma del caballo, desenfrenado, persiguiéndolo.

La evolución de esa imagen apacible, cuando era niño, ahora es desenfrenada, reflejo de la personalidad de Octavio Sarria. Pero la historia también ha mostrado a través de la literatura este símbolo en el centauro, el caballo destructor de Troya, en las grandes epopeyas como El Cid, La Iliada, La Odisea, La Eneida, los caballos apocalípticos, símbolo, todos ellos, del poder y las pasiones masculinas.

Las arañas simbolizan igualmente el sadismo, ¿estaba condenado como aquel arácnido que atrapó en su niñez, en la finca de la abuela? “Con frecuencia recordaba la escena en esos lejanos años; con los dedos temblorosos, rompió la tela, junto con los huevos de una araña, pequeña, verde, y la llevó a otra que por el tamaño de la madriguera había de ser diez veces mayor que la encarcelada en una hoja seca, y esperó. Siempre supo esperar en la vida, por eso la llegada de Irene era la eterna vigilia de la araña grande que emergía del hueco para enfrentarse a la verde. Apareció la alimaña y en fracción de segundos devoró a la otra y se refugió de nuevo. Un miedo a la muerte se le acumuló en el pecho y un sentido libertino transpiró su piel. Corrió hasta la casa, trajo gasolina y fósforos, llenó el orificio y le prendió candela; se puso a varios metros mientras las llamas penetraban la guarida y deseó que una masa de candela saliera y como una viviente enloquecida deambulara por el campo. No ocurrió”. A veces las arañas, como en esta cita, son símbolo de una moral. Sin embargo, no cualquier moral, sino aquella que por ser infantil es cruel, severa, de máscara, para expresar el sadismo humano, dice Fergusson.

Otro símbolo importante son los enmascarados: toda una gama de significados, lo desconocido, la traición, la violencia, la hipocresía, dados en la personalidad de los protagonistas de Irene, especialmente en Octavio Sarria: “La presentía cada vez que el ruido ronco del timbre se le metía por la piel; la imaginaba: primero los pies bellos, blancos y proporcionados los muslos… como si de esta manera la inventara, afrentándolo sin miedo”. La hipocresía de Octavio está presente tras la capa de soledad que lo cubre, como cuando fue a ver al siquiatra.

Los sueños, que de acuerdo con Freud son una gran conjunto de sentimientos humanos reprimidos en el subconciente y que salen a flote cuando el conciente está dormido, como un vapor liberado, a través de los cuales Octavio Sarria vive “irrealmente” sus más espectaculares escenas de amor, de erotismo y a través de los cuales Pardo logra bellas imágenes, aún cuando los sueños no sólo se presenten cuando esté dormido, sino en estado de embriaguez o extraviado en sus pensamientos.

Para Octavio Sarria el vivir la vida y el coito son eslabones hacia la muerte, en cada uno de ellos se muere un poco. Octavio Sarria busca la muerte en el orgasmo, pero desgraciadamente no encuentra “La mantis religiosa” que cumpla con esa misión. Pardo en este aspecto es un heredero del romanticismo al infundir en su protagonista ese desprecio por la vida y abocarlo al abismo de la muerte.

El recuerdo es un leiv-motiv en la obra de Pardo, especialmente el recuerdo de la abuela. Siempre que llega a la cima de su soledad llama a su abuela, la interroga y recrimina; luego a su amante guerrillera, Nereida, que fue asesinada convirtiéndose también en motivo de su recuerdo omnipresente y de sus constantes monólogos interiores. También rememora a su padre asesinado y a su madre fugándose con un desconocido. Los momentos de su niñez y su incapacidad de amar, estos recuerdos y muchos otros son el mar en el que naufraga Octavio, determinan su personalidad traumatizada, indiferente y retraída. Pese a todo, Pardo nos muestra que por más intensa que sea la soledad no podemos prescindir de los demás y que la soledad absoluta no existe.

A la mirada inquisitiva de Pardo no escapa detalle de la problemática de la gran ciudad, la inseguridad, la promiscuidad, la pobreza frente a la burguesía, la alienación, la violencia, en todo el sentido de la palabra, la subversión, la indiferencia social y la corrupción gubernamental (representada en el abogado y las fuerzas militares). “Venían a fusilarlo, soldados enmascarados, miles de enmascarados… lo dejaban a merced de muchas arañas, miles de arañas, para que lo devoraran” “¡Aquí, terminemos con él, en este llano! No, esperemos a ver si este hijodeputa se decide a confesar. ¡Qué va a confesar… Liquidémoslo de una vez!”.

¿Cómo desear entonces a una simple y mal trajeada portera de edificio? De alguna manera tendría que calmar la ansiedad; por eso se hizo el propósito, así tuviera que doblegar su orgullo, de hacerla su amante por lo menos una noche”.

Pardo nos cuenta una historia sencilla sin ruptura del tiempo, excepto feeb-backs para sacar a la luz los recuerdos o imaginaciones de Octavio Sarria; por lo demás no tiene nada de complicado. Pero el uso que hace del lenguaje, trascendente y universal, crea un espacio aplicable a cualquier gran ciudad de la tierra, aún de los países desarrollados, pues ellos tiene en menor o mayor grado la problemática planteada por Pardo en Irene.

Su estilo es sobrio sin recurrencias linguísticas, con una gran imaginación. Es, ante todo, un compendio filosófico, social y sicológico, que se adentra en el conflicto del hombre solitario, pasando por las clases sociales, hasta llegar a los problemas internos del ser humano.

La obra de Pardo se caracteriza por el uso del lenguaje poético pero de acuerdo con los esquemas de Cohen, el lenguaje poético en Irene, como desviación del lenguaje cotidiano, es un sentimiento semántico, aunque en algunos escasos momentos tiene desviación fónica. Apoyados en la escuela española encabezada por Dámaso Alonso de que el lenguaje poético es “Una transmisión individualizada de un todo afectivo-emotivo, conceptual” decimos que eso es precisamente la novela de Pardo, una novela poética, un híbrido de los géneros narrativo y lírico.

Aunque formalmente es una obra corta, estructural y semánticamente es una obra importante, densa y seria, que podrá llegar a figurar entre las grandes obras literarias.

Recomendable es el estudio de Margarita Prada y Jackeline Pachón Orozco,20 quienes para optar el título de especialistas en enseñanza de la literatura, profundizan en la obra del autor, particularmente en sus dos primeras novelas, examinando a las Weissmann y sus mundos de soledad y de nostalgia; Alemania en el contexto Europeo y a ellas como inmigrantes con herencia de guerra; la ideologización del lenguaje como apoyo a la resistencia y las Weissmann y la búsqueda de identidad. De otra parte, frente a Irene, examinan a la abuela como repetidora de la hegemonía patriarcal; la araña como símbolo cultural y el mundo poético en las dos obras.

Seis hombres una mujer, cuenta el amor de varios hombres por una misma mujer cuyo recuerdo los persigue como la imagen de la belleza ideal. Para ellos ella simboliza los sueños e ideales por los que se debe luchar aunque sean inalcanzables. Por lo mismo, su imagen sirve de escape. Ella representa la fantasía en la cual se sumergen los hombres que rechazan la realidad. La novela presenta la generación de los ideales de los años sesenta, incluso el grupo de escritores que en esos años veían la literatura en la maga de Cortazár.

En La Revista, número 37 de la Universidad del Norte, de Barranquilla, 1993, Alonso Aristizábal sostiene que “El aspecto formal de la obra se propone recrear a los maestros de la literatura latinoamericana y se trata de una narración poética que también se entrecruza con lecturas de poemas de grandes poetas modernos y de uno de los protagonistas. En esta novela la forma es tan importante que ella define la novela y su estructura, como ocurre con los autores del Boom. Llama la atención el lenguaje evocador en consonancia con el mundo de los sueños que cuenta. Ella le da a los hechos que narra un sentido de intimidad en el cual nos descubre a sus personajes. La novela es presente y recuerdo a la vez. Detrás se ocultan innumerables acontecimientos que hacen parte de una realidad que basta con ser sugerida. Por eso esta novela encierra al tiempo muchas novelas.”21

Ignacio Ramírez22 sostiene en su columna Heterónimos del diario El País de Cali, que su elemento básico es la atmósfera más que la trama o la técnica puesto que persiste en la memoria del lector tras la lectura de sus 170 páginas. El miedo y la soledad, la angustia del alma humana, las congojas del amor, los aires sórdidos y turbulentos de la política y la burocracia, son las columnas que sostienen la historia de Jerónimo Santos y Ruth Mazabel, un par de amantes de los años setenta, montados en la noria vertiginosa de la música, los libros, la cópula y la muerte.

Con escenarios determinados por la historia de dos décadas atrás, marcadas para siempre por hechos como el mayo del 68 o la música de la nueva ola, los personajes fluctúan entre el idealismo y la abstracción y recurren a la mención constante de ídolos y fantasmas: deambulan a toda hora, a veces en viaje paralelo, otras en forma simultánea, los nombres de Serrat, Verlaine, Baudelaire, Sartre, Aznavour, Hesse, Oliveira, la Maga...en fin, aquellos que algún día imprimeron su huella en el destino de los jóvenes que hoy son cincuentones. No faltan de cuerpo presente porque están transcritos algunos de sus versos, ni Whitman, ni Borges (desentrañar el significado de El Aleph se convierte en obsesión) ni Rubén Darío, ni Tolstoi. Se hace inclusive un homenaje al poeta colombiano Antonio Correa de quien también se inserta un poema. A pesar de todos estos elementos que de alguna manera dan a la novela apariencia de collage, es, repetimos, el hálito que se desprende de la narrativa, la sensación que perdura en el lector: el pavor del hombre ante la soledad y el abandono, el afán por escudarse en la cultura para ahuyentar el miedo, la melancolía de la vida y el temor a la muerte”.

Concluye Ignacio Ramírez que “el bar de Diva, la presencia de Leonor Valenzuela y de un par de muchachitos que “crecen sentados en sus rodillas, oyendo a Beethoven, Mozart, Bach, Aznavour y Serrat, el sastre, el relojero… seres y cosas que se dejan envolver por un gran remolino de tribulación. ¿Qué significa Seis hombres una mujer en el proceso literario de Jorge Eliécer Pardo? Un libro transitorio. Irene, publicada seis años atrás, había logrado ya consolidar el trabajo que más le interesa al autor a través de la literatura: dibujar el alma humana desde su condición de microcosmos”.23

Pedro Claver Téllez24, a su vez, escribe que “Seis hombres una mujer es una novela breve, de escasas 170 páginas dividida en 26 capítulos que recrean vivencias y episodios característicos de los años setenta, pero pese a las referencias de época, no es una novela histórica, cronológica, realista, anecdótica, que nos permita identificar hechos y personajes concretos. Es una novela simbólica, alusiva, surrealista, pero es algo más: es una síntesis, una emanación, un poema”.

“Técnicamente, agrega Claver Téllez, es una novela construída a la manera de un cuadro impresionita y armada a la manera de un puzzle, ese rompecabezas italiano que es un pasatiempo que consiste en componer determinada figura que ha sido previamente cortada en trozos menudos. Es un autor de pocos personajes pero explorados a profundidad. Casi todos ellos son obsedidos por el amor, la locura, el suicidio y la muerte; son personajes derrotados pero no destruídos, como decía Hemingway. Seres de alguna manera vinculados con el arte y la literatura. Por eso sus novelas están saturadas de referencias literarias. No porque tenga un prurito de vana erudición, sino porque esas referencias son el origen de su escritura y de su visión del mundo. Pardo teje su novela alrededor de una mujer, Ruth Mazabel, quien, a mi manera de ver, se erige como un formidable símbolo de la época. No porque su autor se proponga adornarla con una serie de atributos a la manera de la novela romántica decimonónica, sino porque siendo una mujer común y corriente, hija de un ferroviario pensionado, asume su destino, fiel y firme, a los postulados de la época: el amor libre y la utopía política. Y alrededor de ella giran las vidas de seis hombres que el destino o el azar unió a la suya. En primer lugar, Jerónimo Santos, un hijo de la violencia, hermano de un guerrillero que logra ingresar a la universidad. Allí conoce a Ruth y con ella comparte las aulas, humildes inquilinatos y unas aficiones comunes: el amor, las matemáticas, la literatura y la poesía. Todo permite suponer que una vez concluídas sus carreras, esta pareja se unirá para siempre y persistirán en la búsqueda y la realización de unos sueños. Pero ocurre todo lo contrario. Santos abandona a Ruth, se casa con una burguesa y sucumbe a las tentaciones de la burocracia. Ruth desaparece y mientras se convierte en un fantasma, en un recuerdo, en una ausencia cada vez más lejana, Santos arrastra su existencia del hogar a la oficina y de ésta al bar. Allí, en el bar de Diva, conoce a cinco hombres, también derrotados por la vida como él: un comerciante, un sastre, un exmilitar, un relojero y un carnicero. En medio de copas y palabras, se refieren mutuamente fragmentos dispersos de sus vidas. Jerónimo les habla de sus amores, secretas esperanzas y frustraciones. Y todos terminan enamorados de Ruth Mazabel. Y gastadas las palabras, los recuerdos y los tragos, se proponen buscarla hasta en los más ocultos rincones de la ciudad. No sin antes sellar un pacto: que quien la encuentre tiene todo el derecho a quedarse con ella. No se necesita mucho esfuerzo para comprender que se trata de la metáfora de la búsqueda de una generación a través del amor, el erotismo y la política. De una generación frustrada, en la que todo se derrumbó. Todo menos el arte y la literatura que son, quizás, los últimos refugios y sustentos del hombre. La única posibilidad de convertir la derrota en un triunfo”.25

Sonia Truque, por su parte, señala que el rasgo distintivo de las novelas de Pardo es que sus personajes viven en el pasado y ese peso y su apego a él agobian traumáticamente sus vidas.

Notas

1.-Gilard, Jacques; Jorge Eliécer Pardo y la otra violencia, Revista de Crítica latinoamericana, Lima, Perú, 1981, año VI, número 12, página 299.

2.-Menton, Seymour; Un nuevo satélite en la novela colombiana: El jardín de las Hartmann. Revista Café Literario, V 1, Número 6, Bogotá, noviembre de 1978, página 46.

3.-Santa, Eduardo; La novela de Pardo. Carta al autor.

4.-Vargas, Germán; Pardo: lenguaje sugerente, Revista Consigna, 1978, página 22.

5.-Ayala, Fernando; Jorge Eliécer Pardo en el pleno ejercicio de la palabra en Novelistas Colombianos Contemporáneos, Fundación Universidad Central, Ediciones Avance, 1983, páginas 101-115.

6.-Gilard, Jacques, op. cit.

7.-Op. cit.

8.-Ayala Poveda, Fernando, op. cit

9.-Op. cit.

10.-Menton, Seymour; op. cit.

11.-Rayzábal, María Victoria; La ternura como venganza contra la violencia en el jardín de las Hartmann, diario El País, Barcelona, 1981.

12.-Giraldo, Luz Mery; El jardín de las Hartmann o de la nostalgia y de la soledad, Suplemento Domincal Diario del caribe, Barranquilla, 1979, páginas 8-25.

13.-Álvarez Gardeazábal, Gustavo; El jardín de las Weissmann, Dominical de El Colombiano, Medellín, septiembre 10 de 1978, página 2.

14.-Vilanova, Fidel; Carta al autor.

15.-Fergusson Bermúdez, Alberto; Diario del Caribe, 10 de mayo de 1987.

16.-González, René; El País, Cali.

17.-Bautista, Miryam; revista Semana 256, 31 de marzo.

18.-Martín, Carmen; Carta al autor.

19.-Bello María Elvia y otras, El carnero Nº1, Bogotá, octubre de 1987.

20.-Pachón Orozco, Jackeline y Prada Margarita; Imagen femenina en la obra de Jorge Eliécer Pardo, ensayo, 257 páginas, Biblioteca Darío Echandía del Banco de la República.

21.-Fergusson Bermúdez, Alberto, op. cit.

22.-Aristizábal, Alonso; La revista, Universidad del Norte, Nº37, 1993.

23.-Ramírez, Ignacio; Heterónimos, El País, Cali.

24.-Op. cit.

25.-Claver Téllez, Pedro; La voz del norte, número 16, pág. 9.

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