COLLAGE
Introito
Lo que aquí se cuenta requiere el tono que Edgar Allan Poe le imprimía a sus Narraciones Extraordinarias y exige la meticulosidad balzaciana que odian los enamorados de la prosa ágil, los amantes de Norman Mailer, Tru¬man Capote, Ernest Hemingway, los norteamericanos que lindan el periodismo con la literatura.
El adjetivo que no da vida mata: siempre hay que disparar al blanco, partir la manzana.
No es esta historia la que resume la justeza de un relato o el orden de una estructura. La presencia de mi mujer, de Ignacio y los amigos, es clave, no puede omi¬tirse porque significaría que pertenecemos al tiempo concreto que demarca esta larga y singular ficción.
Los personajes no deambulan del todo en este siglo que agoniza, pertenecen a esa cronología estática que hace que los objetos y las personas se suspendan en un eterno presente como si el futuro y el pasado se negaran. Esta narración podría pensarse o escribirse como una pieza de teatro isabelino pero no se trata de la ostentación sino de la peculiaridad, quizá sí, de la simpleza que Lovecraft daba a sus relatos; él se sentiría complacido que transcurriera en una casa campestre. Sin temor a equivocaciones este autor maneja —de ma-nera insuperable—, la temática de lo inesperado o mejor, de lo impensado. A pesar de las apologías del amado Julio Cortázar a Poe, el verdadero manipula¬dor del nivel agreste del siglo XIX, del tiempo sin tiempo, ha sido Lovecraft.
El secreto de la estructura del cuento poco importa al lector pero sí al autor que sufre por no caer en la obviedad o en el ridículo. Ejemplo: gasté mucho espacio para empezar: no golpee en la primera línea, no no¬quee a nadie con la frase inicial; no resumí en el primer párrafo el argumento; mi visión de mundo —al decir de un entendido— es premoderna, en conclusión: debo revisar lo escrito, a lo mejor, desconectar la palabrería y en¬trar a hablar de Victor Hugo, el amigo de Ignacio.
Antecedentes
No siempre acababa la fiesta en la urna rococó del apartamento oyendo la música que nos ubica en el tiempo que queremos. No. Algunas veces asistía¬mos a la casa de un pintor, un poeta, un cualquiera, o a un sitio donde cono¬cen a Ignacio, cantan nuestras baladas o leen poemas que admiramos. Otras muchas íbamos a ese lugar extraño y mágico donde Victor Hugo pasa gran parte de sus horas.
La casa de Victor Hugo
Localizada en el norte de la ciudad; sector burgués y comercial que alberga el ambiente que Maupassant da a sus espacios llenos de pintorescos adornos y peculiares acaeceres. La casa de Victor Hugo se halla al lado de un parquecito que tiene en el centro la imitación del puente por donde cruzó la muche¬dumbre enardecida que originó la primera revolución y la independencia de la que aún llaman Madre España. La edificación toma una singular aparien¬cia sin ser descubierta fácilmente por quienes transitan por sus aledaños. Pocas veces —o mejor pocas personas—, se percatan, de que arriba de las aceras de una ciudad, encontramos otra ciudad, que el primer plano capta sólo la inmediatez de los territorios, sin afirmar con esto que en esas aceras no se cose y descose el mundo en la podredumbre que cubre al ser humano en to¬dos los tiempos y generaciones.
La visita y el anticuario
Mi mujer y yo tendríamos —por primera vez—, la oportunidad de visitar el apo¬sento de Victor Hugo, tan recreado en la verbalidad ágil de Ignacio. Nos llenó de emoción porque Victor Hugo se apropió del afecto inmediato que damos a quie¬n va por la vida sin importarle su trascendencia y que hay que cuidarla para la vejez.
Victor Hugo corazón de conejo
Una descripción cervantina de Victor Hugo podría acercarse a esto:
uno: de rostro irsuto más no triste, un poco melancólico lindando en lo des¬preocupado.
Dos: de cuerpo delgado más no por ello escaso de músculos ... de poca com¬plexión atlética.
Tres: de estructura ósea resistente sin muestra visible de practicar deporte alguno.
Cuatro: de pelo negro sin rizos ni ondulaciones de consideración: corte deli¬mitado por moda reciente. Al decir verdad y observándolo sin detenimiento, una lejana huella divisoria que cruza el parietal izquierdo lo circunscriben como adolescente de los años sesenta, seguramente víctima del por entonces denominado "corte Humberto".
Cinco: de estructura mediana, superando en unos pocos centímetros la me¬dia generalizada de la especie latina, colombiana.
Seis: de ojos taciturnos, corazón peludo de conejo cortazariano y sonrisa cer¬cana a la soledad.
Siete: de labios poco carnosos más sí demarcados: los silencios también es¬tán pegados a su boca.
Ocho: sin pelo en el labio superior que afianza más su apetencia por Los Beatles que por Bienvenido Granda, al abrir la boca su rostro lampiño se hace alegre y no aparenta la cercanía con las cuatro décadas calendario.
Nueve: de trajes modernos, sacones, chaquetas, bombachos ...
Diez y último: de desesperadas carreras de conejo perseguido por el tigre, en su Alfa Romeo, comiendo carretera pavimentada y semáforos en rojo.
La ceremonia y el escenario
Victor Hugo, vestido con paño inglés, camisa de cuello duro y corbatín púrpura, se mueve, como un arlequín, en medio del escenario, animando a la concurren¬cia que admira los decorados y las obras de arte que serán vendidas —como todos los jueves a las ocho y treinta—, esta noche. Damas y caballeros be¬biendo escocés, trasluciendo en sus joyas y ornato una sociedad que de¬rrumba impedimentos frente a una aristocracia sin dinero, que desaparece de los salones, los banquetes y El Parlamento. (Victor Hugo nos saluda clandestino, malicioso, arrugando los párpados izquierdos, como una señal con los dedos, vulgar y perversa). La ceremonia de entrega se inicia: los narcotraficantes —nuevos ricos— borrachos y alevosos, ofrecen grandes sumas por joyas, marfiles, biombos, aguamaniles, consolas, aderezos, visones, pinturas, porce¬lanas, cristales, estatuas, lámparas, relojes, mármoles ...
Empieza la función
Victor Hugo, voz de trotamundos, tono de años que exige cada pieza que remata, martillo arriba, vuelta otra vez, y la palabra que embruja de nuevo los ob¬jetos, el párrafo que ilumina, que destella sobre las pupilas del público, que levanta la piel vanidosa de las señoras de reciente clase distinguida, amantes drogadictas, somnolientas, indicando —índice arriba—, para entrar en la competencia de los precios, no importa el valor, posesión y rumbo a las ofertas, y Victor Hugo, aullando como un proxeneta que implora el despojo total porque sabe ven¬der las ausencias y las presencias, crear sueños y destronarlos con dos adje¬tivos. Secreto de otros secretos que desenhebra vestido de corbatín, pretencioso bufón, gnomo gigante, trovador, encantador de serpientes, pre¬gonero y poeta, balanceando el cuerpo en un círculo de medio metro, ofi¬ciante del aquelarre, puyando a los mendigos de la usura y a las superficia¬les, mientras Ignacio y los amigos, camaradas de carpa en la ciudad, ga¬lanchines y segundas voces en la pista de las subastas, consuetas aduladores, expertos en arte, levantan las manos de gorila en busca del manjar que otros salivan, voces de tenores alejados de los micrófonos, avivadores de la ho¬guera de los nuevos y recientes millonarios con conexiones united states, hienas de sonrisas hipócritas que se llevarán la ansiedad de esta noche para guardarla celosamente, colgar el estatus encima de la chimenea y rumiar la envidia de las amistades que siempre traicionan.
Escenario permanente: los extras repartidos en la sala, rigurosos en el licor y el trato, elegantes sin caer en la utilería del macho cabrío que todo lo domina desde el estrado, o mejor, desde el atrio, o mejor aún, desde el ara de su piel de noches públicas. Y las hermosas apuntadoras, negro profundo en las sedas naturales, pitilleras de diplomáticas africanas, uñas esmaltadas a lo Edith Piaf o Simone Signoret, zapatos de tacos altos, movimientos acompasa¬dos por la voz del director de la farsa, varita-martillo, del mango al mazo; y las otras mujeres, las compradoras, maquillajes de vedettes "play boy", pali¬dez de las humillaciones, susurrando al oído de su mafioso acompañante, pujando para evitar el rubor y la burla de la rubia oxigenada que le arrebata el aderezo por unos miles de pesos más, la muy descarada, la que sufrirá en la cama de hotel de cinco estrellas, pujando luego en el ridículo inodoro de pe¬dernal donde la degradación es inminente a pesar de las perlas y diamantes colgando de su cuello alargado, el maldito excremento emergiendo, classs, al agua, sin poder pagar una criada limpiaculos, la manita, aroma de Jean Pateau, envuelta en papel higiénico, aseando el orificio violentado, sin mirar el color de su interioridad, y «¿cómo encontrar un hombre como ese?», el falo erecto que sobresale del grabado, detrás de la puerta del W.C., damas, «¡qué horror, las cosas que pienso!», se dice mientras la vagina se contrae, húmeda de orines, otra contracción leve ante los eróticos de Picasso... de nuevo a la sala, luciendo las bolitas de sus pendientes o las aristas de sus piedras, un beso con punta de lengua dentro de la boca del girador de los cheques.
Victor Hugo, el agorero, se apresura... es otra historia de iluminación. No es un anticuario de la usura sino un intermediario entre el arte y el miedo. No remata la vejez de los objetos sino su presente jamás enmohecido por el tiempo, sin negarlo, albergándolo, sin borrar los años en la profundidad de la esencia.
Ha querido contárselo a los amigos pero se detiene ante el imposible del futuro y ante la luz de sus ojos que alumbran el contorno de las no¬ches perdidas y recuperadas al lado de a los que llama "iluminados".
¿Cómo no amar las Majas desnudas, las inalcanzables Venus, las solitarias y siempre presentes Galas?
La fiesta de la soledad
La subasta termina, los mozos recogen vasos, ceniceros... el anfitrión se confunde en medio de sillas, estatuas, adoquines. Como en un teatro de múl¬tiples decorados, de infinitas tramoyas, nuestra música luce las alas para rehacer el presente detenido. Entonces nos hacemos jóvenes, como realmente lo somos en el otro extremo de las cosas, allá, donde el pasado es presente y nunca será más que presente.
Victor Hugo lleva unos jeans ajustados, una camisa a cuadros y una sonrisa entre melancólica y alegre. Liba a grandes sorbos y brinda con sus actores de úl¬tima clase. No habla del resultado de esta noche y como un sátiro despropor¬cionado —en el centro de la sala vacía—, enciende un taco de luces pirotécnicas que se elevan desde los tapetes hasta la celosía, tocando los cristales. Mi mujer se abraza a mí. Veo pasar una ráfaga, luces de bengala lanzadas desde el volcán que sigue ardiendo en la mitad del recinto. Niño y fauno. El tóxico de la pól¬vora nos hace huir ... buscamos el segundo piso ... el primero ... la calle. Arriba, él danza y ríe en medio de la bruma: lo oímos. Los vidrios de los ventanales caen a las aceras y el humo se escapa en pequeños chorros, por las marquesinas. Oigo la carcajada. Sara ríe. Ignacio y los amigos no hacen comentarios. La casa parece emprender un viaje a propulsión... las turbinas pierden fuerza...
Se queda solo: sin nosotros, sin Ignacio y los demás, sin el humo y el fuego de las alfombras. Deambula con el vaso lleno de whisky hasta su habita¬ción-camerino. El tercer traje está listo, encima de la cama. Esta noche cami¬nará -como tantas otras— en medio de estatuas, óleos, acuarelas, pasteles, grafitos, mármoles... amores y odios.
Mi mujer y yo vamos por la avenida, unimos con las luces de los autos una ciu¬dad imaginada, inmensa telaraña que devora y vomita, que rumia y tritura. Transitamos mientras el cielo abre la mañana y Victor Hugo sigue en el éxtasis de sus sueños.