PENSIONADO TRIPLE

A tres años de andareguear por una parte y otra como si su destino fuera el de presentar en forma inútil su hoja de vida, sonreír en los directorios políticos para que le extendieran carta de recomendación a funcionarios del gobierno y leer en las peluquerías los avisos clasificados para saber en dónde ofrecían un empleo, supo que ya no eran los tiempos en que las ocupaciones crecían como los árboles. También advirtió no sin cierta tristeza que sería una cifra más en las estadísticas no tanto de los holgazanes sino en las de los marcados por la mala suerte. Nada de lo que hizo, inclusive ofrecerse para asuntos que jamás había imaginado le resultó con un final feliz.

Pensar que no hacía nada al derecho lo llevó a actuar de manera contraria y ya a sus 33 años no llamó su atención conseguir una pareja por lo menos de la misma edad o siquiera menor, sino alguien que tuviera una situación económica mínimamente holgada para vivir de ella. No escapaba desde luego a sus apetitos desear muchachas con los senos erectos, la cintura bien delineada y una juventud que se saliera por los poros, pero de nada le valía su apetencia porque no cargaba en el bolsillo lo mínimo para cumplirle cortesías. Su madre abandonada desde tiempos tempranos por su esposo y sin oficio conocido diferente a la destreza de coser en su pequeña máquina Singer heredada de su abuela, adquirió pronto la habilidad y el buen gusto para hacer vestidos y pantalones que las señoras y vecinos del barrio le encargaban llevando las telas y los driles.

Mucha fue su riña para que Andrés terminara una carrera, pero a él esas cosas del estudio no le llamaban la atención y terminó apenas el bachillerato, hizo algunos cursos de contabilidad en el Sena pero eso sí, compensaba sus faltas con una manera de ser que cumplía las normas de caballerosidad. Quizá fue eso lo que realmente vino a servirle para el oficio que al final asumió de la manera más accidentada.

Una tarde de agosto cuando los vientos sirven para elevar hasta las ilusiones, terminó en medio de la desazón producida por el desempleo cumpliendo la larga paciencia de hacer una enorme fila que después supo era de pensionados buscando entregar a tiempo el certificado de sobrevivencia. No le fue difícil, por su estilo, identificar a una mujer de aquellas que no resignándose a su edad comienza a vestirse y a llevar ropa y maquillaje no correspondientes a su tiempo. La indulgencia de que hacía gala pronto le valió para ir conversando y poder fijar la mirada en los ojos bonitos detrás de los anteojos que miraban en él al hombre que quisieran haberse conseguido.

 

— ¿La señora es casada?

—Nunca quise cometer ese error le respondió coqueta y Andrés supo con claridad que ahí podría tener la puerta abierta.

 

Comenzó a buscarle cualidades por la forma simpática en que ella conversaba, por el gusto al tener una cartera elegante y un traje de marca, por la manera de mover los labios, por el colorete rojo profundo que anunciaba una pasión escondida y por un cabello encrespado que le recordaba a una actriz de cine.

Después terminaron en una de las cafeterías del centro contándose parte de su vida, él diciéndole de un robo reciente que le habían hecho por confiado y de su esposa joven que se había marchado con su mejor amigo. La mujer terminó consolándolo al advertirle que no se preocupara, que así muchas veces eran las cosas de la vida, que debía procurar no meterse con malas amistades, que se encontraba sola y que le agradaría comenzaran a ser buenos aliados.

Durante varios meses volvieron una conducta irreductible verse a diario, llamarse por teléfono si ella estaba ocupada o él cruzaba el invento de reuniones importantes. Las prevenciones y las desconfianzas comenzaron a ceder terreno hasta que por su cumpleaños la profesora decidió invitarlo a compartir un vino. La música, la semioscuridad, el abrazo del happy birthday prolongado y con apretujones extendidos, les abrieron la chispa del deseo. Para Andrés que cargaba todos los ahorros fue fácil permanecer todo el tiempo del mundo en diferentes acrobacias y para Marta, igualmente en ayuno desde años atrás como si ya hubiera perdido la esperanza de volver a sentir lo que sentía, la noche del debut se convirtió en regalo de los dioses.

La luna de miel duró por varios meses como si se quisieran gastar la última moneda y a Marta desacostumbrada a tales ritmos le comenzaron los achaques. En medio de cariños mutuos sin que les importara el qué dirán, la rutina vino a ser la visita a los médicos primero, a los especialistas luego y el hospedaje obligado en las clínicas por cortas temporadas. Para él que cargaba todo el tiempo del mundo no le fue difícil ni sacrificante acompañarla, quedarse en el hospital por las noches si fuera necesario, despertarse a horas insospechables para ofrecerle cumplido sus remedios e inclusive prepararle sus jugos y la dieta.

Nunca Marta había sido tan feliz en su vida y lo invitaba por las noches a que rezara el rosario para ofrecer las gracias por tantas bendiciones. Ni corto ni perezoso estuvo al pie de la jugada y tras dos años de lucha y convivencia tratando de que ella viviera, el plazo del destino cumplió sus cometidos.

Haber abandonado su trabajo, según se lo decía, no volver a su casa sino extrañamente, condujeron a Marta a enamorarse más de lo debido, a confiarle sus claves secretas para sacar dinero, a decirle que no se preocupara, que los fondos mensuales de su pensión bastaba para ambos, que por amor a Dios no fuera a abandonarla.

Andrés no tuvo que cubrir ni gastos funerarios y después de las diligencias del entierro donde en verdad estaba compungido, sus amigas y amigos declararon gustosos ante las autoridades y tras algunos meses en medio de la angustia, le transfirieron derechos legalmente.

Andrés supo desde ese instante, pasadas las tristezas, que debería empezar de nuevo a hacer la fila. Los halagos y las atenciones, la compañía y los cariños con las cuales las solitarias pensionadas sentían la recompensa, se le volvió un oficio lucrativo. Tal vez ninguna advirtió con claridad que todo placer tiene su precio y él sabía cobrarlo. Por eso cuando alcanzó las tres viudeces y no faltó quién denunciara su supuesto delito, ninguna ley lo obligó a desistir de las mesadas de las tres mujeres que corrieron a recibir amores de su parte y terminaron sin remedio alguno habitando la tumba.

Podrían acusarlo de todo pero no era perverso sino calculador, un hombre que estaba simplemente en su negocio. Los años pasaron como para verlo realizando la fila donde llevaba dos meses al año su certificado de sobrevivencia y luego se le vio de la mano de una mujer joven y agraciada que le hacía compañía y que lo conoció de la misma manera que él a Marta la primera vez.