JEFE DE SECCIÓN

Usted es un hombre hecho, es decir

deshecho. Como todos los hombres a

su edad cuando no son extraordinarios.

Juan Carlos Onetti.

 

 

Ahora que estás ahí, detrás de un escritorio grande, con una silla giratoria, con un rostro que aderezas para ser tan importante como pareces, ahí, ahí mismo con tu aviso de jefe de sección, con gente que te saluda, que te hace venias, que te sonríe, que te invita, que te elogia, ahora. Simplemente ahora que tomaste estatura, que no sabes odiar porque todos supuestamente te aman, caminas distinto, te personifican con el todopoderoso, con el sabelotodo y te lo estás creyendo. Ja. Te has vuelto un pavo real. Cuando llegan las comisiones a tu oficina ellas estiran la mano con respeto, con reverencia, con una inclinación de cabeza que te recuerda algún cardenal en la familia. Cuando llegas, estiras los brazos significando una crucifixión y la secretaria de ojos verdes te quita el saco, lo coloca en el perchero con la delicadeza de una porcelana y te mueve la silla. Abres el escritorio, te miras en el vidrio y observas allí las fotos de tus hijos, de tu esposa, de tu madre, hasta de las tías lejanas. Observas. Entonces empieza la ceremonia. Ella, la secretaria de ojos verdes que sonríe permanentemente, como una hiena, rompe los sobres en ademanes estilizados, tiernos, te coloca los oficios encima y espera pacientemente mientras prendes un cigarrillo extralargo con la mechera a gas que te regalara una amiga en el día de tu cumpleaños. Con el estilógrafo dorado, buena marca, tinta negra, letra corrida, tipo médico, colocas instrucciones, dictas respuestas, sonríes con satisfacción, te indignas, te pones iracundo y espichas el timbre debajo de tu mesa a las nueve en punto. Ya sabes que al instante, que al mismo momento, por arte mágico, de una vez, Berta, la señora de los tintos, la viejita de los tintos, la que ni siquiera habla, entra por la puerta ancha, te mira, sonríe igual a los demás y descarga el tazón grande con un café oscuro. Entonces dices: Dile a la niña que no recibo a nadie, a ninguno, que la junta empieza ahora, que la junta.

Eres la autoridad. Antes, dicen, eras sencillo y afectuoso, madrugador y metódico, buen tipo, dicen. Pero desde que estás ahí, ya no eres comprensivo, dicen, supones un ascenso, una recompensa, la gratitud, el parrafito del discurso de tu otro jefe en el aniversario de la empresa donde te candidatiza para la medalla del honor, de la consagración, de la. Sales a las doce en punto, te sobas las manos, miras los números del ascensor, evitas los saludos, más tarde te recibo, con el mayor de los gustos, en la oficina nos vemos, estas no son horas de trabajo, voy a representar al gerente, me esperan hace rato, nos vemos, ciao, good bay, okey, al primero. Te recuestas en el rincón, en la barra, miras hacia arriba los números encendiéndose y apagándose, llegas. Sigues con los pasos de pavo real, con el afán de un anofeles, llegas. El chofer te abre la puerta trasera del yip, del campero, del carro feo que por ser carro te hace sentir jefe, como los otros jefes, como los verdaderos jefes. Jefes. Vamos a la casa, dices, rapidito, a como dé esta belleza, ¿le pusieron las llantas? ¿Tiene gasolina? El chofer responde con monosílabos, con un sí, con un no, con un más tarde. Como estamos en vacaciones, dices, me llevas los niños al parque, me los montas en los columpios, me les compras helados y crispetas que después cuadramos la pequeñez. En la mañana, dices, luego de que me descargues en la oficina, vienes por mi señora, y colocas la barriga hacia adentro, sacas pecho, arrugas la boca, ordenas, repites, vienes por mi señora, la conduces al mercado, la esperas, me le cargas el canasto, la traes, la diriges donde mi madre, que la visite media hora, pitas, vuelves, vas, ordenas, cambias este cheque, fumas poco, compras unas pastillas para mi garganta, regresas y hoy sin falta me esperas como debes hacerlo, como cumpliendo con tu deber, como buen conservador, como buen militante del partido, de nuestro partido, del glorioso partido. Gritas, te exasperas, levantas la voz, llegas. Alla voy, aquí vengo, recoges a mi compadre, recoges a mi comadre, llevas al doctor, llevas, recoges, llevas, estás.

Hoy tienes lágrimas que salen así, de repente, que te cambian el caminadito de pavo real, que te hacen saludar a la gente que antes despreciabas, que además, sabiendo por qué lloras, ni siquiera te alcanza a tener lástima, ni siquiera rencor, ni siquiera. Hoy has tenido que alcanzar tu propio saco, dejar la puerta abierta, abandonar las juntas, la importancia. Bertica, la señora del tinto, no aparece ni con el tinto ni con la sonrisa. Ya no te sientes el todopoderoso, el sabelotodo, el. Vas caminando por el corredor largo y desmantelado de tu piso y no ves reverencias, inclinaciones de cabeza, recuerdos de un cardenal en la familia. La secretaria de ojos verdes arregla la oficina sin que notes su sonrisa arropando tu cara, tu aliento, consolando tus lágrimas. Vas. Primero terminaste una pequeña libretica de notas con tu estilógrafo dorado haciendo muñecos, figuras sin figura, buena marca, tinta negra, letra corrida. Estabas esperando una recompensa, un ascenso, un parrafito en el discurso de tu jefe más jefe que tú, llegado el aniversario. Estabas. La barriga se te sale porque no tienes el valor de colocarla adentro, sacar pecho, ordenar, mandar, instruccionar, decir, resongar, alegar, ser suficiente. Vuelves a lo mismo, a lo de antes, a lo de hace unos años, al asfalto. Los demás siguen pasando derecho por el corredor y no dices nada, no recuerdas las frases del mañana nos vemos o del son horas de descanso. Hoy no estás mirando el encenderse y el apagarse de los números del ascensor que te llevan al primer piso, al sótano, dirías, que te llevan. El chofer no te espera, limpia el carro, se prepara, lo mismo que tu secretaria de ojos verdes, lo mismo que los otros. Se preparan. Saben que llegará otro, sabes que llegará otro. Entonces comienzas a caminar calle abajo, sin rumbo, sin pronunciar palabra. Llevas muchas cuadras, muchos pasos, muchas lágrimas y notas por fin que está lloviendo, que estás bien lejos y que esperarás un bus. Tu carro, tu antiguo carro, tu yip, tu gazz, pasa lentamente por tu lado y no te saluda, no te pita, no se detiene. Lleva otro como tú. Tú estás solo.