EL DIA MENOS PENSADO


UNO

El saldrá de la casa con paso rápido para dirigirse al parlamento. El chofer que desde hace cinco años lo acompaña le abrirá con prontitud la puerta trasera del Mercedes. El Senador no sospechará que un hombre llamado Ricardo Cabezas sigue las huellas de su itinerario, conoce los sitios que frecuenta, el licor preferido, la marca de los cigarrillos y el reducido grupo de sus usuales contertulios. Tampoco que pasará a figurar en los periódicos con aquella foto de orador que reproduce en carteles poco antes de las elecciones, que será comparado con Galán y los otros muertos ilustres y la lista de hijos por orden de edad, con las fotos de la primera comunión, será multiplicada. Ahora el Senador se acomoda el cabello y el Mercedes Benz toma rápido la avenida mientras él ojea con solemnidad los titulares de la prensa, se detiene superficialmente en el editorial pleiteando por la elección de Contralor y bota una mueca de disgusto. Observa sonriendo las caricaturas y sin haber terminado de examinar la totalidad de las noticias, siente que el carro se detiene en el parqueadero.

Ricardo Cabezas está allí, en su espera, mira el reloj negro grande con un tablero que indica la hora en cualquier lugar del mundo y toma notas en una libretica de bolsillo. Compara, nerviosamente, la llegada exacta durante dos semanas. Es el sitio adecuado porque las salidas son varias y la congestión del tráfico ayudará con sus propósitos. El automóvil de sus nuevos conocidos seguirá en el sitio acordado de media cuadra más abajo y arrancará tranquilamente, luego de recogerlo. Después de los disparos Ricardo Cabezas guardará la pistola automática con silenciador y se irá a una laguna en las afueras de la ciudad para hacerla desaparecer. Como en las películas, al llegar al hotel pedirá la llave de su habitación y marcará el número del bar solicitando una botella de whisky y una hielera. Prenderá el radio portátil sintonizándolo en las emisoras con servicio de última hora y escuchará nervioso las especulaciones. Más tarde comprará un boleto de cine y tratará de distraerse con una película que anuncia ser comedia. El parlamentario sigue por los pasillos del edificio y con la suficiencia de quien lleva un largo número de años allí, no saludará a nadie. Largo tiempo estará sumergido en los documentos del debate que prepara en contra de los paramilitares y prenderá un cigarrillo para aspirar su próxima victoria. Ricardo lo seguirá paso a paso hasta cuando la tarde acordada llegue y le permita irse a su casa con la misión cumplida.

 

DOS

Vas estando contigo mismo y es como si te asomaras a un extraño y hasta tuvieras el valor de ir escuchando tu historia. Son las ocho en punto y tras ducharte te diriges al espejo mientras secas la cara fresca sobre la que se escurre aún el agua goteando. Son tus mismos huecos en el rostro, los mismos ojos abotagados que se quedan estáticos en el paisaje de la mañana y el mismo cansancio del regreso después de los disparos. Estás frente al espejo viendo que la barba te asoma, que tienes la patilla derecha más corta que la izquierda y que las uñas permanecen limpias, muy limpias, a pesar de que te han dicho desde niño que las manos se manchan con un muerto y jamás termina de pasar la marca.

Estás observando encima de la mesa pequeña, al lado de tu cama, los cigarrillos y los fósforos que colocarás en el saco después de prender el habitual. Irás consumiéndolo en el camino hacia el café donde el viento es siempre fuerte. Has cambiado mucho últimamente. Te revuelcas angustiado por los hechos recientes. Te preocupas. Te sientes un ganador y un perdedor de la vida. Escuchas las noticias de la mañana interrumpidas a cada instante con extras que mencionan el crímen de aquel parlamentario. El locutor transmite los decretos de duelo, los homenajes póstumos, la voz del difunto en una de sus últimas intervenciones, las obras realizadas, los antecedentes, los hijos, los rostros conmovidos de sus compañeros y el ruido marcial de las piernas formadas en la guardia de honor. En la calle, seguro, la gente del común estará sintiendo una oculta dicha, un siquiera le tocó a uno de los arriba, a los que hacen y deshacen de éste país, a los que se lo han tirado y robado y lo tienen como está. Un cambio de emisora, una música suave, un locutor que anuncia el último éxito de un baladista de moda y un pasar la peinilla por última vez, antes de guardarla en el bolsillo trasero del pantalón, te hace olvidar, transitoriamente, que vas estando contigo mismo y que es como si te asomaras a un extraño y tuvieras el valor de ir escuchando tu historia, toda tu historia para terminar soltando un llanto inesperado que se estrella en las paredes del cuarto revolviéndose como una mariposa negra.


TRES

Te casaste a los diez y siete años cuando creías haber conocido el mundo y hasta sentir el tedio de la disipación. Te casaste una noche bien de noche con un vestido oscuro de rayitas y unas pocas personas a tu lado. Todas, recuerdas, conservaban el silencio de quienes han acabado las palabras por verte en esas demasiado joven. Ni siquiera te tomaste un trago porque para entonces te sobraba valor, te faltaba prudencia y era la ceremonia, en el fondo tuyo, sólo uno de aquellos juegos infantiles que años atrás abandonaste cuando ya la vida dejó de sonreirte y te puso una cara seria como si fuera irremediable. Caminaste con tu mujer de la mano sin jugar también al escondite porque ya para qué. Confesaste unos pecados que nunca cometiste para tener algo que decir frente al sacerdote anciano que te conoció desde niño. Habías recorrido un pequeño mundo pareciéndote grande, ya que siempre tuviste capacidad para engañarte. Algunas de tus novias estuvieron haciendo coquitos en la esquina de la iglesia y te cuentan después que se distribuyeron en columnas, al pie de las figuras de los santos, dejando tu recuerdo en una oración de ira y machacando tus frases en los reclinatorios percudidos.

Recordabas, en el calor de su mano temblorosa y en la mirada furtiva e impaciente, muchas de las noches anteriores de un paraiso placentero, de aquellos besos sin frontera y sin cansancio y de los silencios rotos por la respiración inagotable. Cuando levantabas la cara sobre los invitados forzosos, sobre las miradas serias, dubitativas, pensaste se te iba la indiferencia acompañada de la voz llorona del único cantante escondido detrás de un piano fantasma y en un silencio inexplorado que no acataste encontrar. Te leyeron las epístolas, te indicaron la necesidad de que te arrodillaras a una señal de la mano y te estiraron la hostia seca y simple que fue ablandándose con el roce de tu lengua y la humedad de tu boca. Dijiste sí, levantando la voz y las dos letras se estrellaron contra los rincones formando un eco que aún te parece oir, a veces, cuando sólo, con un cigarrillo que prendes, te recuestas en una de las bancas del parque y mueves la hierba revolcándola con los zapatos que suponías habían recorrido el mundo.

Sí, te casaste a los diez y siete años y hoy los cuentas de uno a diez con la gracia del niño que aprende a escribirlo y como si no hubieran pasado nunca o si pasaban, era un sueño sin agonías grandes, con rutina y con imaginación, con ardor siempre, con lo inagotable, con la emoción de casi todas las noches y con el placer recóndito de ser feliz. Nunca te has enamorado desde entonces.


CUATRO

Asumiste la vida de manera distinta. Con la cédula de ciudadanía llegaste a creer que ya eras mayor y te enfrentaste a un medio duro donde siempre es difícil conseguir un empleo. Fuiste acumulando resentimiento por cada fracaso al que te sometían, por cada humillación y por cada negativa. La última vino cuando después de varias horas te negaron la entrada a esa oficina y allí tenías tu última esperanza. Por las siluetas borrosas al otro lado de los vidrios supiste que estaban ahí, que tendrían la sonrisa colgate dispuesta a tirártela a los ojos y unas manos grandes listas de pronto a recibir las tuyas. Tenías de nuevo la ilusión de que más tarde o más temprano deberías estrecharlas para salir del túnel de tu desocupación. Tal vez por eso, sin atreverte a mirar el reloj buscando un nuevo pretexto y con el deseo de acabar con el vuelva más tarde, con el estoy leyendo la correspondencia, con el estoy ocupado, oiste que le ordenaron a la secretaria que no podías seguir, que de pronto vinieras en ocho días. Inútil, todo inútil. Primero te esforzaste con tus pocos ahorros a la compra de loterías, a las rifas de beneficiencia y a los juegos de azar permitidos e ilegales. En las mañanas, ahorrando hasta el dinero del bus, te detenías a dos cuadras de tu transitorio trabajo para leer los resultados en las últimas páginas de los diarios. En las noches, sin parpadear, habiendo mirado con angustia el momento en que giraban las ruedas, sacar las balotas o presionar unos botones, te quedabas como hipnotizado al final de la gira con un aire de desencanto. Después, con el deseo de llorar, terminabas dándote entusiasmo, diciéndote que otra vez será y examinabas minuciosamente el plan con el nuevo sorteo. Y ésta vez como otras veces suponías que sería el término de tus angustias, la recompensa a las esperas, la realización de tu sueño dorado. Pero nada. Luego te ibas a la peluquería para leer detenidamente en el periódico los avisos clasificados y con rapidez y esperanza veías los anuncios citando a jóvenes sanos, como tú, altos y descomplicados, como tú, con iniciativa, con deseos de trabajo, como tú y eran agencias pidiéndote dinero y la hoja de vida para después llamarte y nada. Entonces te dijeron que la mejor opción estaba en los políticos, que los acompañaras a sus manifestaciones, que te hicieras sentir gritando más que todos, que te volvieras espontáneo en sus directorios, que de tanto verte, de tanto saber de tu trabajo te conseguirían un empleo. Levantaste tarjetas de recomendación de los directorios azules y rojos y rosados y nada que nada. Hasta ahora que te juraste no volver, que alguien te daría una ocasión no importara que fuera donde fuera y al precio que tocara.


CINCO

Y la oportunidad se hizo. Se llamaba Sonia. Así, a secas, como si no necesitara ni apellidos y sólo con la mirada penetrante de sus ojos rasgados estuviera diciéndolo todo. No podría olvidarla con su porte militar desde el día aquel de las presentaciones. Su mano fuerte y decidida, sus labios carnosos, sus piernas largas y velludas, eran como la tentación despertando escalofríos.

De la compañía para la que ahora trabajas no conocerás ni obedecerás a nadie más que a mí. No se aceptan preguntas.

A Ricardo Cabezas no le importaron las condiciones ni el aparente misterio que rodeaban sus nuevas circunstancias, sino la ocasión felíz de terminar con su espera del empleo. A pesar de las tareas al principio tontas y luego complicadas que le propusiera, no se le despertó ningún temor para hacerle caso a ciegas porque su voz delicada y sensual lo hubiera llevado, desde un principio, al abismo que le diera la gana. La oferta del dinero, del cuídese mucho porque trabajamos con personas peligrosas y un error es suficiente para marchar al otro mundo, fue una oportunidad suficiente para aceptar convertirse en vigilante oculto de personas que no se imaginaban espiadas, en fotógrafo de ocasiones para registrar movimientos y compañías, en mensajero en clave por teléfono, en invitado a fiestas donde tenía la misión de examinar las casas y ver sus puntos débiles para ingresar un día o una noche. Después comenzaron a saberse muchas cosas. Que se le veía cruzar por la calle sin reirse con nadie, que se había dejado crecer el pelo más de lo previsto y que nunca dejaba las manos libres de sobres y paquetes envueltos en papel manila. Eso al principio. También que era una apasionada por el italiano y el inglés, por coleccionar fotos en colores y a pesar de lo retirado del sitio del correo, caminaba rápido hasta allí a retirar paquetes faltando sólo los domingos. Eso. Y hasta que le agradaba escuchar música gringa durante horas y horas y que de vez en cuando leía revistas de ciencia ficción. Eso. Pero el asunto comenzó a complicarse de veras cuando dieron la noticia por la radio. Y cuando le llegó su letra menuda, ligera, con tres o cuatro palabras que eran de por sí un compendio. Sí. Eso. Entonces se puso a los tres días a recoger el correo, a abrir la pequeña ventanita del apartado, a dejarle los paquetes en la casa de alguien por el que nunca preguntó y al que nunca supo si se trataba de una o de varias personas porque siempre se lo recibieron diferentes manos, a veces sólo manos.

Cuando casualmente supo la noticia de su desaparición repentina y a lo mejor que estaba detenida, se dijo que a la pobre la tendrían por equivocación y que si algún error hubiese cometido lo entenderían los señores que ella llamaba peligrosos. Una vez, sin proponérselo, se dio cuenta del hombre que le recibía los paquetes esa tarde y advirtió que era el mismo que salía seguido en los periódicos dando declaraciones al país. Si ella no aparecía pronto hasta terminaría en una inspección de policía ofreciendo sus datos pero mejor guardó silencio a ver qué iba a pasar en adelante. Y se dijo el nombre del hombre pero no se lo dijo a ninguno. Era como aún siguiendo las órdenes de Sonia porque le advirtió que por más cosas que viera o que escuchara, salvo que fuera ella, no se atreviera nunca a decírselo a nadie. Se lo dijo a secas, así con el mismo tono que le lanzó su nombre cuando los presentaron. Sí, se llamaba Sonia. Cuando apareció su cuerpo, las noticias de las emisoras hablaron de un ataque sin tregua al corazón. Y era cierto. Lo supo cuando lo agarraron con los paquetes, con la llave de ese apartado que de acuerdo a sus cuentas y a sus precauciones ninguno lo veía abrir y lo supo más claramente por la voz del hombre que le dijo: Ya ve, ¿no? usted tan joven y mañana se morirá del mismo mal de Sonia.

Ella a lo mejor tenía sólo principios pero a él ya no le importaban sino los finales. Por eso dijo que sí, que haría lo que le ordenaran. Quedaron de llamarlo, que estuviera dispuesto.


SEIS

Antes de tu matrimonio pensabas que la hombría se jugaba sólo en los moteles y en el número de veces que cohabitaras, en el cambio contínuo de miradas y en la ceremonia con ritual en que caen las prendas sobre el suelo de una habitación cualquiera. Pero un buen día te cansaste de estar por ahí de puerto en puerto. Cambiaste de vida y salvo la falta de empleo te creías feliz. Ahora, el entusiasmo de las posibilidades que tienes se te esfuma en los remordimientos por haberla dejado. Cambiaste de vida, de sueños y problemas. Quieres identificarte con la canción aquella que habla de rifar el corazón pero te pierdes locamente en la evocación de las sábanas de tu mujer ardiente y sin cansancio, volátil y apasionada, avasallante y absorvente, tierna y deliciosa. Después de las evocaciones el hastío te llena y quieres salir, conversar, ensayar el amor en otro sitio. Tú, que basabas el orgullo en tu capacidad para el amor, en las veces que no podían alcanzar tus amigos, en las camas estrenadas y en los besos inaugurados de tarde en tarde o de noche en noche, has cambiado. Lo sabes y te mortificas por ahora entre un terreno límite a la desesperación, al odio de tí mismo y al olvido de los valores en que siempre creiste y que pareces tener en el sitio opuesto de tu vida. La noche se te viene de pronto y miras hacia el firmamento cuando retumba todo por lo inmenso de un trueno, pero afuera una leve llovizna comienza a caer para tranquilizarte.

Cuando abrió los ojos supuso que eran las nueve de la mañana y hasta un poco más temprano. El ruido de un carro que prendían, los gritos inocentes de un niño corriendo, la campana de la camioneta ofreciendo el gas y el ramaje de unos árboles moviéndose por el viento, fue lo que alcanzó a percibir mientras se quedó lelo mirando hacia el techo de la alcoba. Quiso gritar pidiendo un jugo pero se acordó que estaba solo, que tenía la garganta completamente seca y que la nevera estaba vacía. Dio la vuelta en la cama y su mano descolgada hasta el piso le hizo rozar una de las medias que con premura se había quitado la noche anterior. Volteó de nuevo el cuerpo y buscó el radio para saber con qué noticias había amanecido. Se fue hacia el baño con la vegija llena y se puso a mirar la espuma levantada con el chorro que ya iba perdiendo fuerza al terminar. Descargó el agua y volteó para quedarse frente al espejo donde se notó excesivamente despeinado y con la cara llena de saliente y repugnante baba. El sabor agrio en la boca lo llevó a lavarse los dientes cuanto antes y regresó descalzo añorando el cuero de ovejo que le regalara un día a su mujer para darse la impresión de que eran ricos.

Salió como huyendo de sí mismo. Después, sin detenerse en nadie porque le parecía que alguien, por sus ojos, iba a saberlo todo de sus actos, caminó a paso rápido hasta el parque. Así como antes era su costumbre. Le gustaba sentarse en una de las mesas de la cafetería del frente de la catedral durante varias horas del domingo. Primero sintonizaba una emisora desde las cinco de la mañana mientras se desperezaba advirtiendo cierto encanto en esos movimientos y camino del baño hacía una inefable revisión al estado de una pequeña pecera que siempre le despertó el deseo de cuidarla. En el puesto de los periódicos compraba el diario y luego lo leía letra a letra, hasta los avisos minúsculos, sin llegar a sorprenderse con las noticias por más muertos que fueran registrados. A las once doblaba las páginas y con el filo de la argolla golpeaba la superficie de la mesa buscando la atención de la empleada que conociéndolo entendía el deseo de un café grande, oscuro, poca azúcar, un paquete de cigarrillos y una vaso de agua fría. Más tarde los ojos se quedaban observando minuciosamente el paso de salida y entrada de la catedral.


SIETE

Sabes que llegarán por ti haciéndote creer que se trata de una nueva misión, que te darán un buen dinero para que vayas de vacaciones a la costa, que te invitarán a una fiesta donde los jefes dizque porque desean conocerte para saber tu arrojo en la mirada y darte otras misiones. Sabes perfectamente que no habrá más misiones, que no te darán ningún dinero, que nunca irás al mar en vacaciones y que nunca verás el rostro de los que dan las órdenes. Sabes que las cosas se pusieron agrias y que otros sectores del gobierno investigan a fondo de dónde pudo salir aquella orden. Sabes que no es extraño que tengan un retrato tuyo hablado como el que sale repetido en cuanto noticiero sintonizas y es como si los noticieros te señalaran. Te han delatado, sabes. Y sabes que pronto darán tu nombre y aparecerás muerto con una arma parecida a la que tuviste en el momento de ir a la misión. Los esperas y apenas tienes nostalgia de tu esposa. Pareces verla. Es como si ella ahí, parada al lado de tu cama, te despertara moviéndote las piernas y haciendo un esfuerzo para que abras del todo y bien los ojos, para que huyas, para que desaparezcas en medio de la gente y que te pierdas, de seguro con éxito porque eres un don nadie. En las manos ella lleva una bandeja con humo que empieza a volverse invisible al expandirse en el aire y el espacio que termina en el techo de tu alcoba. No sientes el más mínimo deseo de hacerte el entendido y te arrepientes de no haberle advertido que lo dejara por más tiempo, que no quería despertarse, que no quería ir a buscar más el empleo que nunca conseguía. El sueño te atropella y un dolor en tu cabeza por las horas anteriores se acrecienta como el cúmulo de nubes espesas que observas desde la ventana al abrir bien los ojos. Supones que no existe alternativa diferente a levantarte con el deseo de estar debajo de la ducha todo el tiempo del mundo a pesar del calor de las mantas para combatir el invierno que se anuncia. Existe algo del dinero por el trabajo hecho y vas al baño sin colocar las chanclas en los pies porque no aparecen al paso de tu mirada y sientes que el frío de los baldosines comienza a espantarte el sueño. Luego del descanso te ves de verdad en el espejo y te pasas la mano por la cabeza tratando de aplacar el pelo, los malos pensamientos, los absurdos presentimientos de que van a matarte, de que el que a hierro mata a hierro muere. La única manera de sentir el descanso es decidirse al baño pero antes te fumas el primer cigarrillo. Te acuerdas de las tres veces que dijiste sí, en mayúsculas y cómo en ambas terminaste sin nada entre las manos como perdiendo el juego. Te acuerdas del sí de tu matrimonio cuando las dos letras se estrellaron contra todos los rincones formando un eco que pareces oír. Te acuerdas del sí para Sonia que surge con sus ojos rasgados y su mirada penetrante, su mano fuerte y decidida, sus labios carnosos, sus piernas largas y velludas, que eran como la tentación despertando escalofríos.

Debajo de la regadera abres la llave con suavidad y te devuelves un poco cuando el agua comienza a caer con fuerza y te moja los pies y decides ya meterte en el agua fría para que toda tu pesadez huya y huya la pereza y el sueño y el miedo y sientes que alguien rompe la puerta y que nada te importa. Con el agua fría sientes que la vida te recorre el cuerpo mientras piensas en ella. Suenan varios disparos.


 

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