SOBRE LAS NOVELAS DE EDUARDO PALACIO SKINNER

 

Por: Carlos Orlando Pardo

Según lo que se anuncia en una brevísima nota introductoria, el autor ofrecía apenas una primera pequeña obra conformada por una serie de historias que testimoniaran el mundo campesino.

Lo que realmente surge como resultado de su trabajo es una novela breve que muestra las condiciones de la gente del campo hacia mitad y finales del siglo XIX y comienzos del XX, época en que se produce la crisis económica en Antioquia y Manizales, la cual genera la atmósfera propicia para terminar con el éxodo de familias que salen a fundar poblados.

Don Jerónimo es, entonces, una novela de ochenta y nueve páginas que a lo largo de tres capítulos describe el periplo de estos hombres y mujeres enfrentados a la necesidad de la aventura. El texto refleja el ambiente de cazadores, cantinas, autoridad, escasez de trabajo y testimonia la arbitrariedad del poder por la tenencia de la tierra. Por eso surge un régimen de terror impuesto por un hombre recio llamado don Jerónimo, contra quien se rebelan los cansados por sus abusos. En el segundo capítulo se plantea de nuevo el problema de la tierra circunscrita a los cafeteros, el abismo social existente entre quienes la ostentan y quienes la trabajan y se nos da cuenta de cómo surgen los enfrentamientos entre pequeños latifundistas y campesinos que cargan el mensaje de las nacientes organizaciones socialistas.

Rafael, voz narradora, es el encargado de difundir el nuevo evangelio entre los de su clase a través de discursos que ya cuestionan las formas de producción y la distribución de la riqueza, por una parte, o se señalan las funciones del Estado “corrompido” por el manejo arbitrario que sus dueños manipulan a su antojo. En el tercer capítulo, La travesía del Ruiz, está pintado el éxodo en busca del paraíso perdido, tratando de huir no sólo de la pobreza sino de la miseria, la enfermedad y la tragedia, donde ya la batalla del hombre es contra la naturaleza, en una lucha épica por sobrevivir a la adversidad.

Desfilan por la breve obra personajes como José, peón amigo de don Pablo que a su vez lo es de Rafael, la voz narradora, el terrateniente don Jerónimo, un cura que es sólo mencionado como autoridad eclesiástica; el corregidor y dos policías que no tienen ninguna trascendencia; Lesmes, compadre de Pablo que se destaca por ser un hombre bien vestido y de buenos modales, naturalmente aprendidos por la llamada comadre Pilar, su esposa, quien enseña a Rosalba a pulir la ramplonería propia de su condición. La madre de Rafael, quien por la muerte del padre dirige una familia de ocho hijos, los mínimos que una familia de entonces debía tener y completa el panorama con Silvestre, jefe de la travesía desde Manizales hasta el Tolima, concretamente a Murillo, en el Líbano.

La primera persona en que está narrada la historia, con evocaciones que rompen el tiempo y el espacio, la abundancia de diálogos que en sólo dos ocasiones más o menos reproducen el lenguaje campesino, terminan otorgándole al libro la clara intención de un sentido del oficio y una manifiesta responsabilidad con el lenguaje, pero desafortunadamente sin que alcance el peso suficiente para lograr una obra de valía.

De alguna manera se constituye como precursora en la región alrededor de un tema que después manejarán con mayor propiedad Alberto Machado Lozano y Eduardo Santa, igualmente hijos del Líbano, uno de los poblados producto de la colonización antioqueña.

La novela de Palacio Skinner, desde el punto de vista temático, perpetúa la tradición de quienes muestran regiones ricas en recursos naturales pero explotadas en provecho de minorías y consorcios, señalando igualmente de qué manera no existe una distribución equitativa de la riqueza. Tal conflicto parte de bases netamente agrícolas que, por la concentración de la riqueza, encuentra respuesta en una actitud de independencia y rebeldía como lo hacen usualmente los autores hispanoamericanos de entonces. La representación de lo pintoresco y regional, en cuyo marco se mueven hombres y mujeres comunes que anhelan con afán la justicia, nada tiene aquí de extraordinario ni en lo que se dice ni en la forma que se plantea.

Este tipo de novela realista y criollista que se ensimisma en la pintura y descripción de escenas costumbristas y los tipos locales, sólo alcanza aquí a convertirse en una copia más de los textos literarios que sí tuvieron categoría de obras literarias. Al no tener verdadera creatividad porque constituye la exteriorización sin inhibiciones de una conciencia rutinaria mistificada donde el lenguaje escrito parece reproducir anacronismos al agitarse en frases convencionales, la imagen del mundo dibujado vale como expresión de un proceso de la forma de vida que asumió una comunidad, pero, desafortunadamente, como medianía artística al no lograr un lenguaje eficaz que supere o por lo menos iguale a sus maestros. En esta novela hay, desde el punto de vista estético, para citar a Hegel, “una extensión vacía, pero también una profundidad vacía”