BARBADOS

 

Vi, a través de la indócil ventana del avión

bajo nubes macizas la estela de los barcos,

las proas apuntando hacia un puerto invisible.

Mi cuerpo, suspendido sobre la piel marina,

buscaba, por la espesa red de rumbos del aire

las orillas de Europa. Lejana, y a mi lado,

una joven británica recorría velozmente

las páginas de Tolkein. Su tersa piel dorada

por los soles de Australia, ardía en la penumbra

de la nave, y abajo secos vientos atlánticos

fatigaban las curvas ciudades de las islas.

 

Esa tarde, en Barbados, Eileen y yo, en silencio,

porque ninguno hablaba el idioma del otro,

recorrimos la playa. Verdes casas inglesas

con espaciosos porches sombreados de cipreses,

desnudos pescadores y niños y muchachas

como una rebelión de sombras en la arena,

y el pequeño cangrejo de ojos verdes, curiosos,

y la fresca cerveza en sus botellas negras,

y aquel bar descubierto donde el ron reventaba

claras piedras de hielo. Era hermoso sentir

como una bruma blanca el resplandor violento

de la luz, y esa hora en que el agua y la arena

palidecen fundiéndose con el aire, esa hora

en la que todo es blanco y ardiente y la embriaguez

cruza como un herido galeón por las islas,

resucitando siglos, encendiendo los faros

y estremeciendo manos muertas en los escombros.

Silenciada la luz, junto al mar invisible,

cruzaban la autoruta los buses rumbo al puerto

y una turbia taberna nos recibió en Bridgetown

cerca al verdoso estuario. Recuerdo, entre el licor,

las comidas de fuego, la cavernosa música.

Ya no sé cuántas noches oí cantar esas playas

y no sé si en su curso la vida imprevisible

me otorgará aquel don que reclamé en silencio

por las costas nocturnas: envejecer allí,

oyendo entre el rumor de las lenguas del mundo

el idioma del agua intemporal que anhela

cubrir la esfera toda como al principio; allí,

envejecer soñando con los viejos piratas

de Marcel Schwob, oyendo los crujidos del tiempo,

y ante el paciente océano que arroja sus reliquias

sentir cómo discurren poderosos los años

con ventiscas y extraños fuegos sobre los faros.

 

Vuelvo a mirar la roja moneda del imperio

que encontré en un cajón del hotel, horas antes

de abandonar la isla, y en el disco oxidado

regresa a mí el latido del mar, con negros ídolos,

el cuerpo de esa joven inglesa que dormita

mientras la brisa mueve las sombras en los porches,

y frente a mí, en el denso sopor de los crepúsculos,

en las negras botellas de cerveza algo tiembla,

huyen de los marbetes las esbeltas fragatas

y avanzan decreciendo por el mar de los sueños

a hostigar galeones tripulados de espectros.



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