WILLIAM OSPINA

 

Convertirse en el mejor poeta joven del país no fue algo que le apareciera de pronto, ni han sido gratuitos los elogios a su trabajo de un Nóbel como Octavio Paz o García Márquez.

Sus repetidos premios, su participación como coeditor de importantes publicaciones nacionales, sus traducciones y su genio, la persistencia terca en el mundo de la sensibilidad y la investigación, lo llevó a esos estadios.

Este muchacho algo encorvado y que vive en olor de poesía, nació en el entonces caserío de Padua, en Herveo, en 1954, cursó estudios primarios en el corregimiento de Santa Teresa, en el Líbano, y los de secundaria en el Fresno. Un día emprendió la carrera de abogado en la Universidad de Santiago de Cali donde alcanzó la meta de los seis semestres pero se dejó robar por su entusiasmo al periodismo. Allí, con Daniel Samper y María Mercedes Carranza, fue redactor del suplemento literario del diario El Pueblo, hizo de traductor y creativo de publicidad, mas un día empacó sus maletas a Francia donde decidió estudiar literatura. A su regreso, desempeñó cargos como el de coeditor de la edición dominical del diario La Prensa, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Aurelio Arturo en la Universidad de Nariño, el Premio de la Crítica Literaria en 1990 dentro del marco de la Feria Internacional del Libro y el Premio Nacional de Poesía en 1993, con su libro El país del viento.

Quien ha sido jurado del Premio Nacional de Poesía en la Universidad de Antioquia y de otros eventos trascendentes, al que las más destacadas revistas y periódicos del país le dedican páginas enteras, publica en 1986 su primer libro en Colcultura, Hilo de arena, y su segundo, La luna del dragón, en 1991, año en que aparece su libro Aurelio Arturo en la colección de clásicos colombianos.

Un recorrido por la literatura le demuestra que está convertido en un lector fiel y persistente, que se disciplina por el placer enorme de la lectura y que escribe poemas y ensayos para ocupar gran parte de su tiempo. Ofrecer recitales, leer conferencias, escribir trabajos por encargo como el de la Casa Silva para la que hizo varios capítulos de la Historia de la poesía colombiana, con cuatro intensos estudios sobre la poesía indígena, de la conquista, la colonia y la independencia, realizar traducciones al español, gozar con las que hace de Marguerite Yourcenar, Shakespeare, Víctor Hugo, Flaubert y programarse otras, laborar en revistas literarias, enmarcan su activismo de intelectual sin pausa en el camino.

Pero su historia tiene detalles que perfilan la vida del poeta incluído en las más representativas antologías del género en el país y otras que, como en México, le brindan honores tipográficos, empezando, ahora, a recibir abrazos de su tierra, el Tolima de siempre.

Padua, levantado entre verdes colinas y la bruma que procede del páramo, se vió de pronto reunido alrededor de una lectura pública de poesía. La gente, cordial, sinceramente interesada, conservando silencio y atención, examinaron curiosos al joven alto, de barba y voz lenta que venía precedido de varios premios nacionales y algo que les importaba demasiado: había nacido allí. Frente a un homenaje programado en su honor, el bardo William Ospina, 35 años después, recordó haber declamado su primer poema a los siete años en el salón parroquial del mismo sitio y regresó corriendo a los días de su infancia.

En la primera fila, con rostro satisfecho, sus padres escuchaban. Luis Ospina, oriundo de Villahermosa e Ismenia Buitrago, de Petaqueros, evocaban el tránsito de su hogar de seis hijos donde sólo uno había nacido calavera. El mayor, economista, subdirector del Museo del Oro, Ludivia y Patricia instaladas en Nueva York o los otros con vidas muy tranquilas habitando en Pereira y Medellín, integraban el panorama. Pero hoy era fácil hacer ese inventario. Así como lo fue para la gente de Padua, en el municipio de Herveo, al norte del Tolima, donde don Luis Ospina, el padre del poeta, era uno de los tres escasos liberales.

A la mitad del siglo, cuando los partidos tradicionales jugaban sus banderas al extremo, un hombre fuerte y recio en sus creencias no podía tolerarse. Algunas circunstancias de su vida llevaron a salvarlo. Era el enfermero del poblado o, en términos de entonces, el único curandero disponible que además tocaba sin descanso la guitarra. Dar serenatas, cantar en los cafés, alegrar muchas fiestas y ser un entusiasta y amigo verdadero, contribuye a tenderle un manto de protección sin que, al final, cesara el sectarismo. Emprender el peregrinaje para salvar a toda su familia, huir a Manizales o Pereira sin dejar el sentimiento de una tierra que amaba, lo trae de regreso, por lo menos, una vez cada año, en particular cuando en Padua, según noticias, la situación no estaba tan absurda. Sin embargo volvía a ser oscura y cada doce meses, otra vez - le decían - se había acabado la violencia y su esposa y sus hijos lo seguían encima de un camión con el trasteo. En 1960 le afirman que existe un hermoso lugar metido en las montañas donde todo es tranquilo porque allí son liberales. Le parece extraño por su eterna condición de minoría en el Fresno pero se va a vivir a Santa Teresa, corregimiento del Líbano, Tolima, en 1960, donde funda optimista su farmacia. Durante más de un año, sin otra ley en la región que el capitán Desquite, observa que arrecia la violencia y reinicia su ritual en el retorno a Padua. Se le ve un poco más tranquilo en aparencia y jugándose al ritmo de la hamaca, inicia un ir y venir hasta que marcha a Cali, huyendo de nuevo e instalándose en esa ciudad entre 1962 y 1964.

Para el poeta Willian Ospina, su amor por la ciudad de la salsa nace de aquellos tiempos de paz y rumba, lejos del clima de opresión y violencia. Encontrar por fin un asilo, ver a otros que como ellos huyen para tropezarse con cálidos abrazos, es la experiencia grata. Vivir con la nostalgia de los abuelos y su finca, sentir el llamado de la tierra, les marcan, en 1964, el regreso al Tolima. El Fresno, enclavado en la montaña con sus calles empinadas, su pequeño parque y su iglesita, sus gentes y su forma de hablar a lo antioqueño, les deja saborear la sensación de que la crueldad ha terminado. El poeta no regresará pero sus padres, que se quedaron, viven en el lugar desde hace 30 años.

Un paso trascendente que va a marcar en serio su trabajo es partir a Francia para estudiar literatura y aprender el idioma; viajar por Grecia, Italia y Alemania, emocionarse visitando la casa de Hölderlin en el verano de 1980, asistir en la Sorbona al Coloquio de Cuentistas Hispanoamericanos, leer a Fernando Herrera sus poemas de manera secreta para medir un poco si no se ha equivocado, inician su aventura literaria de una manera seria.

Nada en particular se proponía al escribir poemas. Empezó a hacerlo a su pesar porque en su adolescencia sentía por ellos rechazo. Desconfiaba de aquella literatura rimada cuyas estructuras verbales le parecían insinceras y truculentas y despertaban su desconfianza. Sus intentos le salían con rimas para sumirlo en el pudor y la vergüenza, lo que hacía que no mostrara a nadie sus trabajos. Le parecían divertimentos secretos y nunca imaginó que fueran a convertirse en su destino. Después, cuando asume su vocación de escritor, aún sin una intención bien clara, va encontrando el lenguaje. Es él quien va conduciéndolo para hacerle saber qué le gusta, en qué autores y tonos se reconoce y así las estructuras verbales van decidiendo por él.

Una de las grandes revelaciones de su vida como lector fue el descubrimiento de Borges. "Fuera de él no hay salvación". Por aquellos días significaba la hipérbole del afecto y el entusiasmo y como afirma Borges de Macedonio Fernández, “hubo años en que lo admiré hasta la imitación apasionada y el devoto plagio.” Influyó en él de dos maneras: por la cantidad de obras y autores que le ha recomendado y que frecuenta porque se los presenta en sus prólogos y entrevistas y porque quisiera que en algo el rigor de su prosa influya en sus esfuerzos literarios. No olvida, por prudencia, su contagio valioso, su conocimiento y guía y su manera de manejar el lenguaje.

Sus libros Hilo de arena y La luna del dragón fueron recopilaciones de poemas sueltos en distintas épocas que no correspondían a unidad de conjunto sino a sensaciones aisladas, espontáneas e inocentes. En la actualidad, su proyecto poético es de más largo aliento y puede concebir un poema como libro, con muchos espisodios distintos al estilo de obras como La Ilíada o La divina comedia que no son otra cosa que un poema hecho de poemas parciales. Es allí, seguramente, donde encuentra la raíz de un género literario que le atrae, el de los monólogos dramáticos. Darle la palabra a los personajes para que cuenten su historia, como lo hiciera Dante en un espléndido recurso, le surgió en su trabajo. Tender a que el poeta se borre y saber junto a Lee Masters que es posible hacer un libro con los epitafios de los muertos en un cementerio, contar las vidas de cada uno, realizar con ellas un conjunto que será la vida del pueblo o nutrirse más cercanamente de autores como Robert Browning, le dieron al final el ejemplo clásico para sentarse a escribir un volumen sobre América. Así logra un fresco de distintos momentos de la historia anterior y posterior al descubrimiento español y en el cual, no tanto personajes ilustres sino seres anónimos y secundarios, relatan su existencia. El poeta se aparta de la erudición y la cultura para dar primacía a su sensibilidad y experiencias cotidianas y buscar un lenguaje posible, un camino posible hacia lo literario.

Su trabajo en los poemas de los últimos tiempos tiende a formar un libro compuesto por personajes y hechos de la historia del siglo XX como si realizara una especie de balance finisecular en el cual tropieza con un mundo complejo y rico. En su galería es facil encontrarse con Kafka, con un jerarca nazi que no fue condenado a muerte, Rudolf Hess, con un soldado japonés de la segunda guerra mundial, con un discurso del Duce o con la confesión de un famoso miembro del jet set. No faltan Porfirio Rubirosa, el dramatismo de Hiroshima, la muerte de Nietzsche y la asimilación del lenguaje poético de muchos autores ingleses y norteamericanos que van desde Chesterton, Robert Frost, Robert Graves, Ezra Pound, T. S. Elliot, sin olvidar los ecos del magisterio de Ruben Darío y el de los clásicos del siglo de oro español como Quevedo, Lope de Vega, San Juan de la Cruz, en fin, numerosas voces e imágenes que están flotando sobre él, dispuestas a prestarle su ayuda.

La acogida entusiasta de sus últimos libros, Es tarde para el hombre, que desentraña sus angustias y revisa sus máscaras o Esos extraños prófugos de occidente donde recorre las lecciones de vida y muerte dejadas por Rimbaud, Whitman, Emily Dickinson, Lord Byron, Faulkner o Hölderlin, reafirman su capacidad de análisis con criterio universal y su lenguaje eficaz donde triunfa sin remedio la palabra. Ahí quedan sus textos como un ejemplo de verdadero pensamiento y poesía, la que por fortuna, en su tierra, viene siendo reconocida como lo hizo la Asamblea del Tolima al exaltarlo con la condecoración Martín Pomala.

En 1999 publicó Las auroras de sangre, en 2001, su ensayo Los nuevos centros de la esfera, en el año 2002, La decadencia de los dragones.

Su trabajo poético fue publicado en el año 2004 bajo el título Poesía 1974 – 2004. En este mismo año publica América Mestiza.

2005 sería un año de giro para William Ospina. Publica la primera novela de la trilogía que le siera prestigio internacional: Ursúa, seguida en el 2009 por El país de la canela, que le hace merecedor al premio Rómulo Gallegos de ese año, uno de los premios más prestigiosos del mundo y considerado el nobel latinoamericano. La tercer novela la serpiente sin ojos, está próxima a ser publicada.

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