SOBRE LAS NOVELAS DE EDGAR OSORIO AGUDELO

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Edgar Osorio Agudelo, Planadas, 1956, Bogotá, 2001; es señalado por José Nodier Solórzano en un diario de Armenia como autor con tonalidad grandilocuente propia del neorealismo mágico, cuyas desmesuras ya no son verosímiles. Advierte eso sí que los componentes poéticos, verbales y narrativos de su escritura dejan entrever, hacia el futuro, grandes logros con sus producciones literarias.

El sudor de la abnegación es ya de por sí un título que refiere una retórica y lo muestra como fuera de época. Desde su carátula que refleja a un anciano en el patio de su casa de campo recostado en su taburete al lado de la vivienda con techo de paja, se advierte el clima en que van a desarrollarse los hechos. La obra, publicada en 1998, con un total de ochenta y cuatro páginas, es la historia de Téofilo Bautista que vive en la búsqueda del eterno retorno y está reunida en veintidos pequeños fragmentos a manera de capítulos.

La pequeña novela puede inscribirse dentro de la ya superada literatura costumbrista no tanto porque sus acciones se desarrollen en el campo y en tierra caliente o por las tareas domésticas que se describen propias de este espacio o por los personajes y los oficios que desempeñan, sino por el tipo de tratamiento que les ofrece.

Si bien es cierto tiene párrafos de impecable factura literaria, cae en la vacuidad de los adjetivos y en la de las ingenuas evocaciones de un anciano esperando la muerte bajo el signo de la derrota. La soledad, la traición, la violencia referida, el desplazamiento de entonces abandonando el lugar de las querencias, la evocación de su paisaje bajo refranes que son el saber popular, ofrecen el marco de la cotidianidad campesina.

Entre Téofilo y su hija Hermelinda, rezandera y agorera, se suceden los hechos donde lo narrado no significa casi siempre sino un adorno en la historia sin cumplir ninguna tarea fundamental. Dos abnegados y por supuesto dos fracasados se mecen entre otros personajes menores que apenas se definen por nombres y ocupación sin alcanzar a ser más que figuras de palabras.

Mientras Téofilo conserva intencionado y largo mutismo como en busca del perdón, al tiempo que presiente el final entre el dolor y el rencor, se mencionan indios como Cristobalina, madre de Saturia a la que en su juventud quiso Avelino el leñador; Ana Tulia, vendedora de bizcochos; los hermanos Repizo: Terror, Peligro y Veneno; Mardoqueo Capera, comprador; Roque Tapiero, dueño de trapiche; Gregoria Valencia, la maestra, en fin, un desfile que sugiere la funcionalidad de un mundo pero que apenas queda en la intención.

En la hacienda El Castel que antes era el símbolo de la abundancia y el progreso, se metaforiza el paraíso perdido al que se desea regresar. Fuera de los amigos de tertulia donde aparece un médico, se sabe de Magola, la loca del pueblo que cria cerdos, de Paulino Murillo, gracioso inspector de policía, de Elvia, la tendera, apodada La Guacharaca, varios abuelos, a mas de educadores como Eutimio y Agripina Cabezas, pero sin un papel diferente al adorno referido y a lo superpuesto y apenas calificado como para dar la idea de comunidad.

No es relevante el aporte del libro a la riqueza de la narrativa escrita por tolimenses y parece mejor un acto preparatorio para otras obras en las que se encontraba empeñado el autor cuando lo sorprendió la muerte.

Un año después de su muerte, su esposa María Inés Guzmán se encargó de editar Hojas para un teorema, una hermosa obra a la que dedicó profesionalismo y entusiasmo con magníficos resultados.

Lejos parece la novela colombiana hoy del lenguaje poético, salvo raras excepciones como la de Edgar Osorio Agudelo con Hojas para un teorema. Desde una prosa lírica pero no empalagosa, el autor tolimense nos remite a la saga de una familia examinada desde el recuerdo que parte de los primeros años de la infancia hasta el momento en que el protagonista, consciente de estar escribiendo sus memorias, sabe que se va definitivamente de este mundo. El libro es un notable fresco sobre la violencia Colombiana como su común denominador. Es la muerte la que transita sin tregua todas sus páginas como la presencia mayor, en medio de evocaciones bucólicas que parecen arrancadas de los grandes óleos de los figurativistas.

Entre su primera novela y Hojas para un teorema, existe un diferencia abismal no tanto temática como en el trabajo del lenguaje. Si bien es cierto, que en su ópera prima la historia de Teófilo Bautista, vive en la búsqueda del eterno retorno  y esta reunida en 22 pequeños fragmentos a manera de capítulos, aquí pudiese ocurrir algo similar como estrategia estructural del libro, pero ya sobrepasa la atmósfera de la literatura costumbrista para incursionar  con destreza y demostrado talento en un texto existencial con páginas de impecable factura literaria.

Demuestra el autor que tiene plena consciencia del lenguaje, racionaliza  la anécdota y revisa simultáneamente sus textos anteriores para superarlos ampliamente. Lástima grande que un escritor tan en pleno camino de madurez haya sido sorprendido por la muerte de manera abrupta, pero queda, para gracia de sus futuros lectores y de quienes tuvimos la fortuna de su amistad, esta pequeña gran novela como perenne legado de su devoción por la literatura y como un testimonio fehaciente del triunfo sobre su patria.