DaríoOrtiz

Una ventana al mundo

 

Por Carlos Pardo Viña*

 

Sí. Es una ventana al mundo. Pero también una ventana a su taller, ese sitio dominado por los grandes lienzos y las historias que se entretejen bajo su mirada. Darío Ortiz es, sin duda, un narrador, un narrador contemporáneo, un narrador plástico que hace de la pintura su mejor manera de afrontar sus miedos y sus obsesiones más íntimas. La fábula del tiempo como protagonista innegable de los nuevos tiempos, esos que se han visto limitados por los artistas que rinden culto al objeto.

En el siglo XX, en las obras paranoico-críticas de Salvador Dalí y en la atormentada relación Diego-Frida que subyace en toda la obra de la Khalo, el mundo de la narración inició un nuevo viaje. Y es que el movimiento conceptual de los noventa catapultó a una larga serie de artistas que, contrario a lo que se pensaba, basó la fuerza y la importancia de su trabajo en los argumentos de su obra y no en el hecho estético que producía. Era, de alguna forma, el retorno a la narración como una forma justificada de arte. Del mismo modo, la influencia de los artistas consagrados en la década anterior, que habían pertenecido a la generación de los sesenta y cuya obra eran cosmogonías particulares cargadas de discursos y significados como Lucian Freud, Francis Bacón o Fernando Botero, permitieron la relectura y el surgimiento de jóvenes que, aparentemente al margen del movimiento no objetual, utilizaron la pintura de caballete para contar sus historias. Es el caso de los artistas norteamericanos Mark Tansey y Vincent Desiderio o del noruego Odd Nerdrum, quienes han sido agrupados en lo que genéricamente se ha llamado la narración contemporánea o como escribiera Mark C. Taylor: el final de la representación.

Y es que la fe occidental comprometió en esa apuesta de la representación, a que un signo podía hacer referencia al fondo del significado, que un signo podía intercambiar sentido, y que algo podía garantizar ese intercambio. Sin embargo, el concepto de Dios, por ejemplo, no podía ser superado por el signo que lo representa. Así, la apuesta fue perdida y la representación, asesina de su propio modelo, dominó el siglo XX para morir al inicio del nuevo siglo.

En América Latina, la larga tradición de la pintura académica en países como Méjico, Colombia o Chile ha permitido el surgimiento de figuras dentro de las diferentes tendencias realistas como Claudio Bravo, Ricardo Maffei o Guillermo Muñoz Vera en Chile, Rafael Cauduro o Roberto Cortazar en Méjico, y Darío Morales o Luís Caballero en Colombia. Pero la misma tradición ha hecho que se fundan y confundan los límites del realismo, del surrealismo fotográfico, del hiperrealismo, del foto realismo, de la pintura tradicional de caballete y de las nuevas propuestas de narración contemporánea, haciendo que la gran mayoría de nuestros pintores figurativos estén perdidos entre la tradición y la modernidad. Sin embargo, la narración contemporánea, más cercana al movimiento conceptual de los noventa que a las academias del siglo XIX, pretende, en medio de sus imágenes reconocibles y de la unicidad de sus obras, confrontar la tradición pictórica a la vez que crítica o confronta el entorno desnaturalizado en el que cumple su ciclo vital. Es en este marco en donde se encuadra el trabajo de Darío Ortiz; y el tiempo, el lugar donde residen sus historias.

Ortiz encuentra en la mitología íntima un espacio en el que la historia se narra fuera del tiempo en el que parece circunscribir cada obra. Para el espectador, es casi una experiencia lúdica, pero con una gran carga narrativa. Las múltiples historias que subyacen en sus lienzos, habitados por personajes que parecieran pertenecer a cualquier cultura, a cualquier tiempo, van contando una historia que nace y muere en la carne de sus figuras y que trasciende al tiempo inexistente de la reflexión.

El tiempo de Ortiz inicia en un momento en el que la metáfora renacentista hacía parte de la búsqueda plástica de su experiencia, a finales de los noventa, justo cuando Europa y Ortiz se habitaban mutuamente en sus lienzos. Un tiempo detenido y cargado de símbolos que nos permite imaginar la historia. Aunque el alma de los renacentistas pareciera flotar entre sus manos, la metáfora religiosa, en sus inicios, fue sólo una excusa para contar lo que le era inmediatamente cercano. Sus relatos, autobiográficos, cuentan un universo personal, cargado de simbología pero a su vez absolutamente ligado a la contemporaneidad, en eso que Germán Santamaría llamó la moderna antigüedad.

A su regreso al continente y luego de vivir en Estados Unidos, la mirada social y la violencia le entregan un nuevo universo en dónde narrar sus historias. Y entonces su taller y su modelo, y su vehemencia y la interiorización final de su experiencia en los últimos años, lo dejan recorrer un camino en donde el sexo y la muerte aparecen como finalidad de la vida misma.

Sus personajes narran historias íntimas, envueltos en los mantos de sus propios sueños, pero sin perder jamás de vista la mirada del entorno. Los negros profundos que hablan de nostalgias y tristezas, los blancos llenos de dibujos inacabados, muestran la condición humana de nuestras grandes derrotas y nuestros pequeños triunfos.

Ortiz basa su experiencia narrativa en un hecho detenido del tiempo: la interiorización de la experiencia. Su historia personal se puede leer a lo largo de diferentes momentos plásticos, entregando una relectura del entorno y una composición en donde el concepto del performance se encarga de narrar historias desde diferentes planos, en una teatralidad del absurdo que nos liga indefectiblemente a nuestra propia vida.

Y al fondo, entre tintas, una Colombia que necesita ser contada, reconstruida. Y es precisamente en la necesidad de un mito fundacional donde la narración contemporánea desde el tiempo y la memoria encuentra su mejor apuesta. Son los vasos comunicantes de una cultura que se identifica en sus raíces cotidianas para proyectar la manera de asumir su propia historia.

Luego de cada serie, Ortiz vuelve al pintor y su modelo. Pigmalión y Galatea como referente de un instante que narra el silencio y el vacío. El preludio de nuevos momentos narrativos que deja entrever historias escondidas entre las miradas ausentes de sus personajes y los velos que nos llevan, de nuevo, a otros lugares, a otros tiempos.

Y entre sus obra, El vehemente: Sólo cuando recordó que llevaba varios días sin pronunciar palabra, tuvo certeza de su soledad. Así que decidió lanzar un grito que la espantara de una vez por todas. Un grito que llenara la vieja casa y la calle y la ciudad entera. El momento de la vehemencia. El tiempo que se repite de manera cíclica en nuestras vidas, aparece como parte de los días y las noches en los que sentimos la rabia y la frustración. El sonido de una historia que llega al lector en el momento exacto de su propio destino.

La narración de Ortiz no siempre está velada por los elementos estéticos de su pintura. A veces, aparece el sonido de su voz como parte del diálogo sostenido en su taller. Fantasmas que guardan entre sus manos el soplo de su propia historia y que entregan en espacios que parecieran no pertenecerles, relatos individuales que a manera de coro cantan el momento fugaz de la noche o del día.

Un ángel velado nos lleva de nuevo a un viaje a la metáfora religiosa de Ortiz. La anunciación. No es San Gabriel envuelto en el manto de la divinidad ni la Virgen que escapa a su mirada. Es el tiempo de otro relato. La historia tantas veces contada de la vida no planeada. Del temor. Y el rostro de la mujer escondido, huyendo a su propio destino. El relato no tiene final. Es una pregunta abierta en donde caben cientos de respuestas. Nuevamente el tiempo detenido para contar una historia.

La condición humana y, por sobre todas las cosas, el arrepentimiento: el texto escrito sobre otro no terminado. Ese momento en que la violencia se convierte en otro tiempo, en otro lugar y en donde la muerte y el sexo caminan de la mano en el universo no sólo del artista sino del espectador que lee una historia donde para vivir morimos en la búsqueda incansable del placer.

Mujeres sin rostro. Cuerpos detenidos en el instante fugaz del erotismo. El tiempo vuelve a detenerse en la mirada del deseo. Relatos construidos a partir de un diálogo silencioso. La grieta desde donde se dibuja la lujuria y la vida como una respuesta a las obsesiones marcadas en todas sus historias.

Si. La obra de Ortiz es una mirada al mundo, a su taller en Europa, Bogotá o Nueva York, a sus lienzos, a sus manos que no ven una mañana sin pintar; pero en especial, es una ventana al tiempo, a la narración, a la narración contemporánea. Una ventana al arte. Un arte cuyo tiempo se doblega ante sus manos.

 

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