Carlos Orlando Pardo.

 

En El alto del crimen, los textos de Fabio Morales, que son en esencia curiosas y divertidas instantáneas alrededor de las minucias de un país que ya desapareció en mucho, reconstruyen con gracia y con humor, no por ello exentos de dramatismo, la suma de paisajes humanos que conforman el panorama de una familia sobreviviendo en un pequeño pueblo que parece estacionarse en el tiempo. Y es sobre esa rutina en la mitad de la pobreza, la violencia y el marginamiento, como los protagonistas irrumpen con sus aventuras y las desventuras no sólo de ellos, sino con la mirada espía recorriendo la de sus gentes de todas las edades. Con un lenguaje lejos de las afectaciones y de la retórica, sin dejar de tener muchas veces destellos poéticos, Fabio Morales logra, como buen pintor que es, una acuarela intensa manejada con la destreza de un maestro de la narrativa. No puede uno con este volumen sino evocar al gran escritor Sherwood Anderson en su famoso libro Whinesburg Ohio. Ese mundo ingenuo donde la picaresca tiene su escenario natural, pero donde resucitan las desigualdades y una desolación de fondo frente a los sucesivos fracasos que produce la miseria, tiene aquí un aire atrevido y más que audaz para representar con la atmósfera que logra un interesante aporte a la narrativa colombiana. Es que frente al festival de técnicas en donde el texto se complica a nombre de la postmodernidad, Morales hace alarde de la sencillez y la riqueza de la sobriedad.

Para el joven lector contemporáneo, muchas de las escenas recreadas por el autor tolimense podrían parecer arrancadas de una imaginación febril. No. Se trata de una memoria privilegiada que va construyendo, ladrillo a ladrillo, todo un mural en el que sin esfuerzos se retrata a una generación de provincia que nace, crece y se reproduce en medio del asombro, tan escaso para los días que corren, pero en esencia con el común denominador de la penuria, el desamparo atávico y la muerte. En Morales Restrepo, por ser este su primer libro de relatos, los asuntos arrancan de los años de la infancia y de la adolescencia, “la verdadera patria del hombre”, de la que hablara Tolstoi, diseña ese doloroso éxodo que va de los campos a los inquilinatos, deja un testimonio diferente a lo que se ha contado hasta hoy de los duros años de la violencia de mitad del siglo XX, genera risas ante lo ingenuo y divertido de las situaciones como si surgiera frente al horror la hora del recreo y termina con una atmósfera de espantos, fantasmas y espiritistas. Si aquel pequeño y maravilloso primer libro de Eduardo Santa titulado La Provincia Perdida nos legó de manera poética cómo era la vida de un poblado por los comienzos del siglo XX, ahora, Fabio Morales, con la provincia encontrada, nos regala, por lo menos a los de mi generación, la seguridad de que existe alguien capaz de retratarnos de la manera más sutil, más desolada y más divertida. Pienso que él, en forma inigualable, no pasará inadvertido para nuestra literatura porque nos ofrece un hermoso libro como el mejor testimonio de una época más que inusitada.