FERNANDOMOLINA

 

Hacia 1985, cuando Fernando Molina se acercaba a los 30 años, fue invitado a una exposición individual en la Fundación Nueva Colombia que dirigía Gabriel Millán López. Para entonces llevaba diez exposiciones colectivas y tres individuales que le empezaban a otorgar el perfil de un concienzudo trabajador del dibujo. Este joven valor del arte que nació en Melgar en 1955 no se quedaba, literalmente, quieto. Por eso su escolaridad de primaria y secundaria van de Cundinamarca al Cesar o de Bucaramanga a Ibagué.

Estudió artes plásticas en la Universidad Nacional entre 1976 y 1977, pero regresó a la ciudad musical para refugiarse en el Centro Cultural Roberto Ruíz Rojas, fundado por el maestro Jesús Niño Botía. Se matriculó luego en un taller que en la Universidad del Tolima dirigía el pintor Edilberto Calderón y continuó así en su búsqueda desesperada de un estilo propio. Entre 1983 y 1984 se estaciona en el Instituto Departamental de la Escuela de Artes Plásticas de Cali, fundando con otros compañeros, por la misma época, un taller de pintura llamado Calidoscopio. Fue clave para él, en este momento, su relación con personas interesadas en el mismo oficio cuya atmósfera ofrece el estímulo necesario para no desmayar.

Aquel intercambio permanente de opiniones, el trabajo mismo y la experiencia con autodidactas, obreros, comunicadores sociales y relatos de viajeros internacionales enamorados de la misma ruta, reforzaron su espíritu. Realiza un taller de ilustración en la biblioteca Darío Echandía y otro de grabado en el museo Rayo de Roldanillo en 1986, complementando su itinerario de formación y esfuerzo. Una muestra colectiva en el Centro Cultural Roberto Ruíz, su participación en el Tercer Salón de Artistas Tolimenses en Ibagué, en la Casa de la Cultura de Venadillo, en el centro Colombo- Americano del Valle del Cauca y en el IV Salón Regional de Neiva, fueron acostumbrando a los visitantes a su nombre y a su obra.

Sus cuadros huyen de lo cotidiano y son su interpretación onírica de la realidad. Nos enseña desde las primeras muestras una forma surrealista de conocer el mundo que nos rodea con la selección de imágenes y colores apuntalados de modo un tanto monstruoso en su obra. Aparentes trazos abstractos y geométricos lo insinúan como un pintor decorativo en lo superficial pero lo que está retratado es el escenario de sus reflexiones sobre el hombre del mundo contemporáneo. El placer por los acabados audaces donde combina la tradición y la innovación en la búsqueda de un estilo, deja notar el dominio que tiene de su oficio. Existe un ritmo en sus cuadros donde la arquitectura, la forma y los tamaños ofrecen una armonía visual a pesar o gracias al caos que refleja. Sus paisajes interiores, la insinuación hacia los contenidos secretos, el juego de su línea y su forma, sus colores, armonías y texturas, muestran el vigor de su ingenio. Vive entre fantasmas reales y ficticios imaginando en el sueño las imágenes del universo trastocado que le ha correspondido en suerte. Olfatea siempre nuevas posibilidades, escruta vías y selecciona elementos para su obra. Todo mientras continúa aspirando a recorrer los grandes museos, examinar de cerca la enseñanza de los grandes maestros y darse el gozo pagano y espiritual de las obras legadas a la humanidad por los virtuosos de este arte.

El maestro César Zelandia, en la acertada nota del catálogo en el que se presenta a 4 nuevos pintores tolimeses, señala que la muestra de Fernando Molina recoge sintáticamente varios momentos de su proceso como trabajador del arte y lo corrobora definitivamente como un dibujante (...) Pero al tiempo de asumir las novedades formales, Molina permanece fiel a sus bestiarios, a su temática, a su manera de fabular. Ha transformado esos homúnculos exornados por máquinas vermiformes, que en ocasiones aparecían débiles, aislados y sin espacio, por seres mejor definidos y sólidos; en movimiento, con atmósfera, es decir, en el tiempo y en el espacio.

Aunque parezca un retruécano, sus fantasías ahora parecen reales. Fernando Molina, en su última exposición individual realizada en la Universidad del Tolima en diciembre de 1994, se empeña definitivamente en el óleo, técnica por él trabajada desde 1990. Allí mostró 30 cuadros de gran formato en donde lo onírico y lo surrealista siguen primando como la mejor manera encontrada para mostrar su universo personal. Mónica Vega sostiene que Molina no cesa de trasegar espacios y cosechar imágenes, las alas de sus figuras se convierten en remos y recorren un oscuro campo de atmósfera azulada. Sus peces alados o sus cabezas de aves fusionadas con cuerpos femeninos, llaman la fantasía del espectador y hacen que su mente vague entre personajes mitológicos o de otros universos.

A su vez Polidoro Villa Hernández aclara en un texto sobre el artista que Los delirios de Fernando Molina, hechos imágenes, nos muestran un mundo inquietante que si bien a veces escapa a nuestra comprensión visual consciente, nos traslada a una dimensi—n en la cual la constante de la mitología de lo fantástico, en donde existen monstruos ovnívoros y gráciles figuras, seres alados y árboles que se nutren de material onírico, objetos y figuras enredados en la noche, criaturas grotescas, hieréticas, sombrías, aves mensajeras de presagios siniestros, son símbolos todos de una mente atormentada y creadora. Molinna - concluye - además de manejar diestramente los códigos de la composición pictórica, exorcisa sus fantasías, pero hace visibles las que no sabíamos que eran nuestras hasta ver sus cuadros. El famoso novelista Oscar Collazos, en una nota sobre Molina, advierte que no ha dejado de repetirse, según el título de un aguafuerte de Goya, que el sueño de la razón engendra monstruos. Y agrega igualmente que la razón no se opone a la locura; la realidad no es un antagonismo de lo imaginario y razón y locura, realidad e imaginario, son conceptos complementarios en la libertad del artista.

Cuando es libre no encuentra obstáculos ni limitaciones. Fernando Molina - precisa - es heredero de esta tradición y acaso lo sea sin saberlo. El hombre inventa, a veces solo, a sus parientes y predecesores. Sus grabados, por ello, son como nacidos de las turbadoras conspiraciones del sueño. A éstas se debe la hermosamente extraña imaginería del artista,un tolimense que no oculta sus delirios y para quien la locura (una tramposa invención de la razón), es la fuente de un sugestivo mundo plástico.

Sus grabados - aclara Collazos - no llegan al espectador como creaciones inmediatamente traducibles. Es preciso descifrarlos, buscarles su lógica, y aún así algo queda en el misterio de lo indescifrable, pues Molina, a medida que traza líneas e inventa monstruos, figuras antropomórficas o simples caprichos de la mano que se desplaza sobre el papel; a medida que construye la obra, está interrogándose sobre la fuente de tanto misterio. Molina no debe nada a modas o tendencias de último momento. Se debe a sí mismo, a sus obsesiones y si sueño y conciencia conspiran, es para introducirse en la razón libérrima del arte. Para un pintor gordo y grande que recuerda al joven Lezama Lima, que tiene una carcajada franca, amplia y ruidosa al estilo de Otto Morales Benítez, que sabe gozar la gratitud y el recuerdo de su mentor y guía, el maestro Manuel León Cuartas y que supo alejarse a tiempo de la bohemia, los cafetines y las esquinas donde se gasta el tiempo inutilmente, por sobre todo el mundo está la militancia en el oficio. Su consigna de arte o muerte parece una bandera que ondeara sin apagarse como una llama olímpica.

Galería