SOBRE LAS NOVELAS DE ALBERTO MACHADO LOZANO

 

Por: Carlos Orlando Pardo

 

Alberto Machado Lozano nació el diez de julio de 1915 en el municipio de Líbano y fue durante muchos años colaborador de periódicos nacionales como El Tiempo, figurando como finalista del concurso Esso de novela en 1965 con su obra Los peregrinos de la muerte. Es autor además de otras cuatro novelas tituladas La tierra los llamaba; El castigo de la sangre; Bajo los cedros y Katia.

Su obra en general se caracteriza por contener gran parte de la epopeya de hombres que participaron en la colonización antioqueña y se convirtieron en fundadores de poblados. Se encuentra en sus páginas el asombro ante la tierra nueva y la tenaz aventura de quienes contra el miedo realizaron el éxodo en búsqueda de un paraíso perdido y convivieron con el peligro, el silencio y el anhelo de tener un lugar digno para vivir y morir. Pero no sólo se estaciona en una geografía particular, sino que desarrolla historias en la Bogotá del nueve de abril sin caer en las truculencias de tanta obra generada sobre el tema por la época, con un dominio de ambiente y diálogos, profundización sicológica y una bien medida estructura de su edificio narrativo, viajando hasta la costa y el mundo de la hechicería a través de un personaje femenino digno de ser recordado o mostrando las relaciones entre personajes del campo y la ciudad bajo tramas amorosas que son el punto de partida para mostrar su universo.

El castigo de la sangre, 1951, novela escrita en su primera versión como guión de cine, abunda en personajes, voces y situaciones hermanadas con el melodrama y el tinte con que luego se rodearon tantas telenovelas muchos años después.

A lo largo de ciento ochenta páginas divididas en diez y nueve fragmentos, el autor nos ofrece pistas a través de sus títulos porque existe de una vez la ubicación del lugar de la acción. Toda ella se desarrolla entre una hacienda y la Bogotá de los años treinta-cuarenta que es atravesada por tranvías y empieza su proceso de crecimiento. Describe el paisaje sabanero en un lugar que no define, pero parece cercano a Bogotá por la facilidad con que los personajes se mueven hacia la capital. Igualmente, por el tipo de alimentación y los trajes que usan, puede concluirse que son de Boyacá, complementándose esta aseveración con los términos que el autor coloca en boca de sus protagonistas que reproducen un lenguaje campesino a la manera de los costumbristas.

Los hechos dan cuenta de cómo un hombre recio, Eufrasio, ante la noticia de la llegada desde París de su hijo Eduardo, estudiante de medicina, le pide a Graciela, su otra hija, que abandone la casa porque ella supuestamente ha deshonrado la familia al tener amores con un abogado que servía de apoderado en un pleito contra él.

Pedro, un campesino que trabaja en la hacienda de Eufrasio y que representa la bondad, acompaña a Graciela hasta Bogotá donde ella reside. A su regreso, Eufrasio se entera de que Eduardo ha llegado, devolviéndose de inmediato para avisarle, de acuerdo con su pedido, porque ella quiere darle su versión de los hechos. Jesusita, otro personaje, es una campesina experta en brevajes y medicamentos para hacer el bien y ella es la que conoce detalles de cada una de las vidas, los que devela a Pedro y le solicita que la mantenga al día para ver cómo puede ayudar a Graciela. Su madre, Enriqueta, una mujer enferma, gorda, de temperamento fuerte que demanda la atención de todos, antes de morir perdona a su hija por datos que se revelarán más adelante y al entierro asiste Amelia, tía de Graciela por parte de su padre, encargada de hacerle mala atmósfera.

Jorge, el abogado apoderado del pleito, es casado por lo civil con Amelia, tía de Graciela, bogotana y medio aburguesada y cuyo matrimonio contrae Jorge por interés. Desde luego, por el temperamento insoportable de la mujer, la abandona. Amelia, por su parte, conserva resentimientos y no ocultos propósitos malévolos que la llevan a intentar envenenar a Graciela para quedarse con la herencia, pero no puede consumarse el hecho por la ayuda de Pedro, quien persigue al muchacho que entrega manzanas envenenadas para terminar al final accidentalmente asesinando al joven.

Eduardo decide ir a Bogotá para encontrar a su hermana Graciela sobre la que no tiene noticias, pero se entera de que va por las tardes a la tumba de su madre. Allí se encuentra con Gonzalito, el hijo lustrabotas, quien lo conduce a ella y logra convencerla de que regrese a la hacienda. Su padre la perdona y acepta al final de la novela el amor de Jorge y Graciela, del cual ya existen dos hijos, Silvia y Gonzalito. El le ha incumplido su vieja promesa de matrimonio al estar unido a la tía, a quien inclusive intenta arrojar desde el tranvía para quedar libre y cumplir su compromiso, pero todo es vano y desaparece.

Raquel Olivares, madre de Jorge, el abogado, quien fue abandonado por ella desde tiempos tempranos, se tropieza con su hijo a la salida de un café donde pide limosna. Le extiende a ésta unas monedas pero en su mirada algo lo conmueve y termina invitándola a su despacho para intentar brindarle una mayor ayuda. Ella lo ha reconocido de inmediato y allí le cuenta toda la verdad. Por eso resulta curioso el ciclo de Jorge al encontrarse con su propio hijo, Gonzalito, haciendo de lustrabotas, oficio que desempeñara durante los días de abandono. Pero este es un dato anexo porque el fondo de la historia, que su madre le relata, es que su padre es el mismo Eufrasio. Jorge, al saberlo, enfrenta a su progenitor, quien le reconfirma la situación y a él no le queda más camino que huir al sentirse que tiene encima el castigo de la sangre por estar enamorado de su hermana.

En la obra se advierte que todos están signados por la tragedia generada por la sucesión de engaños y cómo el clásico melodrama hace aquí su curso en un libro que se deja leer, que mezcla personajes que en ocasiones se adivinan importantes pero aparecen finalmente intrascendentes y que van tejidos en una trama que no se adivina fácil desde el comienzo porque dosifica la historia de manera debida. El lirismo raya muchas veces en la cursilería como por fortuna no ocurre en sus novelas posteriores, y los diálogos parecen cargados de interjecciones y términos que no dejan de caer en lo vacuo, pero que pertenecen a la manera de ser de sus protagonistas. Su denominación frente a viejos oficios que hoy ya no existen, retratos que frente al paisaje mismo tienen calidad, lo mismo que los de la moralidad pacata de entonces, son un buen testimonio de época.

Los peregrinos de la muerte, escrita en 1952, narra algunos acontecimientos sucedidos antes y en pleno nueve de abril de 1948 en Bogotá, enmarcándose en aquellos hechos de violencia que acompañaron el memorable y triste acontecimiento. Pero no se trata aquí de lo descrito como el inventario de muertos a que se refiriera Gabriel García Márquez sobre la literatura colombiana de la época, sino que está escrito como el drama visto desde la interioridad de los personajes, particularmente a través de un estudiante de abogacía inmerso en profundos problemas existenciales.

Por el dominio de lenguaje, su técnica narrativa y aunque en ocasiones, además de las reflexiones de tipo filosófico con términos retóricos y excesos líricos que le quitan impulso, puede afirmarse que se trata de una novela precursora que sobresale por estar fuera del lugar común de tanto libro publicado en Colombia sobre los aconteceres del denominado Bogotazo.

El libro tiene ciento treinta páginas y está dividido en dos partes. El primer escenario es la Universidad Nacional de Colombia y el protagonista es Ricardo Luna, quien hace una confesión a su amigo Efrén Suárez. Le cuenta que se prepara para abandonar sus estudios de abogacía cuando cursa ya quinto de derecho y decide no volver “para cultivar la libertad”. Luna vive en un hotel de cierta categoría con lo cual muestra que dispone de recursos económicos y allí, al sentir nostalgia por la despedida de su amigo y en medio de reflexiones angustiosas, se lanza a caminar por la carrera séptima hacia el sur, buscando la casa de Isabel Beltrán Devia, su novia, quien trata inútilmente de disuadirlo de su determinación. Su comunicación, páginas adelante, dentro de la misma ciudad, se cumple a través de cartas y notas que ella deja bajo la puerta de la habitación en el hotel y continúa con el propósito de apartarlo de su decisión, pero Ricardo recibe esto con desdén.

Llega al café Gato Negro donde los hombres discuten alrededor de sus mesas y en una de ellas está uno de rostro afeado que termina siendo, al final, figurado, el mismo Roa Sierra, asesino de Jorge Eliécer Gaitán. Conoce también allí a Ezequiel, un ciudadano extraño que le llama tanto su atención como para ser seguido por el estudiante y en otro cafetín, La Botella de Oro, es abordado por Ricardo con la disculpa de que se parece a un amigo que hace tiempo no ve. Ezequiel lo enfrenta advirtiéndole que el rostro no es exactamente la revelación del alma, citando a Víctor Hugo, y en largo diálogo trazan analogías con piedras preciosas, falsas y verdaderas, hasta que finalmente, mientras le cuenta de su determinación, discurren sobre el bien y el mal. Ezequiel es un hombre culto y viajero, dos particularidades que le otorgan una atípica energía, la que cubre a quienes llegan al café, Irma y Daniel X, amigos suyos que viven con él en El Paraíso, de día mansión y de noche cabaret, lugar al que es invitado. El tranvía de la calle veintiseis lo lleva al sitio atraído por la belleza de la mujer a quien compara con Semiramis, identificando a Daniel con el Minotauro y a Ezequiel con Mefistófeles. Antes ha viajado a Cartagena que aparece como referencia superpuesta porque adelante el dato no tiene ninguna importancia, pero al llegar describe a la manera decimonónica lo refinado del Paraíso. Irma conserva un baúl donde guarda prendas que los clientes han dejado olvidadas y allí mantiene un guante con las iniciales I.B.D. Magnolia Cifuentes, Carmenza y Jobita González, tres admiradoras de Ezequiel, le cuentan que para la reunión donde irá Ricardo, están invitados políticos, diplomáticos y estudiantes extranjeros. Tras su viaje a Cartagena visita a Isabel Beltrán Devia quien le muestra el guante evocando la noche maravillosa que ellos tuvieron como sello de su pasión. Vendrán escenas buñuelescas aclimatadas con vodka y allí Ricardo conocerá al mico Isaza, un excéntrico, con quien va al teatrino de la casa donde al correr las cortinas surge una luz roja encendida que causa molestia casi hasta el desmayo. A las once de la noche empieza el show especial con la danza contrapunto que bailan Irma y Daniel de manera sensual, pero Ricardo, para superar su miedo, fuma antes un cigarrillo de marihuana. Su visión ahora en el escenario es la de ver cadáveres sangrantes a medida que el humo va ascendiendo. En medio de la fiesta, un doctor le pide a Ezequiel que lo llame cuando llegue un hombre al que describe minuciosamente, vestido con una gabardina gris. El misterioso personaje aparece y entre murmuraciones y secretos se adivina una larga conversación con él. La fiesta termina y sólo queda Ricardo dormido tras desear a Irma que lo rechaza porque está cansada, pero la voz de Jorge Eliécer Gaitán en la radio, la hace levantarse para escuchar su discurso en el Palacio de Justicia lo que causa su llanto porque es una fiel admiradora del dirigente.

El asesinato de Gaitán pasado el medio día cambiará el ritmo de la casa y todos participarán activamente en el bogotazo hasta llegar al lugar exacto donde ha caído inmolado el jefe político. Luego vendrá la noche de Irma y Ricardo donde ella se pondrá el guante del baúl que él mismo ha grabado con las iniciales de su novia por lo que interrumpe abruptamente su escena para salir a buscar a la mujer en medio de un escenario plagado de violencia.

El autor describe ese nueve de abril con un sabio equilibrio, dándonos la dimensión de la tragedia, lo mismo que lo hace con un cuadro o los apartados que muestran cómo Irma abanderará una multitud pero encuentra la muerte por un certero disparo. Será llevada al teatrino por sus amigos que colocan velas a su alrededor y le hacen el velorio, mientras por allí deambula el espíritu del hombre de la gabardina gris con el cuello levantado y las manos siempre entre los bolsillos. El asunto concluye cuando Luna, sorteando audazmente el peligro, atraviesa la ciudad para buscar a su novia y botarle al suelo el guante como muestra fehaciente de su oculta traición. Al agacharse para recogerlo, el ofendido exestudiante le propina un balazo en la cabeza y huye del lugar, pero a la orden de las autoridades para que se detenga no lo hace y muere.

Literariamente es su mejor libro, una novela urbana que encarna personajes diversos concebidos con equilibrio, los que surgen como víctimas del destino y encarnan la fugacidad de la existencia. El narrador omnisciente maneja la dosificación de la anécdota con cuidadoso rigor y cada detalle cumple un papel significativo que ofrece la medida de su profesionalismo.

La tierra los llamaba, publicada en 1965, es ingenua, lírica y constituye un canto al campesino y su vida, la necesidad del retorno a las raíces, y en medio de lo bucólico de todo su asunto una romántica aunque airada protesta por la condición de marginamiento y violencia a que está sometido el hombre del campo, sin que deje de instalarse la típica historia de amor de la cual se desprende toda la trama de la obra, con un final feliz.

Las ochenta y seis páginas que el autor divide en dos partes, tienen la inefable descripción del paisaje entre Tolima y Caldas, “un lugar del norte” y la acción de Floro Aguirre, el protagonista, un campesino tolimense, audaz, trabajador, sin miedo a aventurarse hacia territorios ubicados en el páramo donde existen tierras sin dueño. Se enamora de Berta, hija mayor de Damasia, pero se interpone Rosa María, a través de Eduvigis, la bruja del sector, quien mediante brevajes, cartas marcadas, mensajes inexistentes y otras triquiñuelas, hace lo posible por romper ese idilio, lográndolo inicialmente pero triunfando al final los verdaderos sentimientos tras develar las trampas.

No podría faltar el desplazamiento del campesino Floro al casco urbano, luego de recorrer su sembrado de trigo, ni tampoco la conversación con Damasia Ríos y sus hijas Berta y Sofía, quienes como salida de diálogo lo invitan a misa. Damasia es la clásica mujer viuda cuyo marido ha sido asesinado por razones políticas y debe levantar sola a sus hijas, Berta, veinte años mayor que Sofía, la una más o menos de treinta y cinco años y la menor apenas quinceañera. En el camino hacia la iglesia, el narrador omnisciente realiza una detallada descripción de época que nos señala su capacidad de observación minuciosa del entorno y nos deja, a manera de una pintura figurativa, un retrato fiel de atmósfera, objetos y situaciones de tiempo detenido. Las escenas van sucediéndose con una cámara que no pierde detalle. En el templo, Eduvigis, la bruja, fea y narizona, no le quita los ojos a Floro, acompañada de una risa medio burlona que advierten las muchachas. Quien interpreta la maldad ha llegado al lugar traída de Ráquira como amante de un hacendado sabanero. La maléfica ha sido contratada por Rosa María, una joven sencilla del lugar enamorada de Floro que acude a todo lo que le sea permitido para alcanzar su amor porque se siente poco atendida por él. El artilugio de que se valen al comienzo es una supuesta misiva donde Berta le pide que se aleje y la deje gozar la soledad que él toma como cierta e ingresa desde entonces al terreno de la indiferencia. Desde luego, no faltan los intentos para embrujar a Berta buscando atontarla, pero se salva porque su madre observa bien la taza de chocolate y advierte algo raro. Eduvigis juega su condición de consejera al leerle las cartas a Rosa María, recomendándole estrategias que terminan necesariamente en su contra. Los malos entendidos donde Floro trata de explicarle razones que Berta no escucha, mientras se recupera de una herida causada en una pelea a machetazos, terminan con la promesa de que tras recoger una cosecha en el páramo, regresará por ella para que se casen. Entre tanto, aparece Elías, un tinterillo mediocre que en pleito le quita la finca a Damasia y sus hijas y hasta pretende hacerlo con una pequeña casita en el poblado, lo que no hará si ella permite su amor con Berta, que lo rechaza indignada. Un disciplinado trabajo con sus cultivos le permite a Floro obtener los recursos suficientes para recuperar los bienes de la familia de Berta y, ya convencidas de las bondades de un amor sin mancha, regresan desde Guarinó, en los límites entre Tolima y Caldas, adonde han ido sin nada de fortuna, para instalarse definitivamente en la tranquilidad y los momentos felices.

Hay fragmentos sueltos que quedan como aislados de la historia general pero que sirven de marco al ambiente de aquellos años. Se repiten textualmente en los diálogos los términos de la usanza campesina con un mayor equilibrio al de su primera novela, El castigo de la sangre. De nuevo están planteados los problemas morales donde los principios, de una parte, y los planteamientos de usura y de búsqueda de compra de amor a costa del honor, de la otra, dan la diferencia esencial de las concepciones del mundo. Por encima de la historia está el retrato de época y es fundamentalmente un testimonio, ubicado hacia los años cuarenta. Lo que queda es esa atmósfera de lugares, calles, paisajes, lenguaje y naturales conflictos en personajes como los descritos.

Bajo los cedros, 1990, es la historia de los primeros pobladores de un territorio en la región andina, precisamente El Líbano, donde la epopeya del hacha cumple el cometido de desvestir parte de la selva en que más adelante ha de levantarse un pueblo.

La obra cuenta cómo llegan, qué encuentran, cómo se movilizan, qué hacen, qué piensan y qué sueñan estos seres sencillos que huyendo de la guerra civil, hacia 1855, construyen, por encima del miedo a lo inesperado, el escenario y el destino de su existencia. Allí la naturaleza, los animales salvajes, la cacería y la conversación, el encanto del campo, los amores y los recuerdos, tejen un tiempo de hechizo que nos trae en cada página, como en un columpio, todo lo que el viento y el tiempo se llevó.

En 1855, durante una travesía que dura seis meses, Hermensio Valencia avanza entre la selva procedente de la alta Antioquia en busca de nuevas tierras. Se tropieza entonces con su antiguo amigo Antonio Quintero, a quien le relata su aventura hasta el momento, para terminar asociándose en la búsqueda de un lugar propicio. Tras la construcción del rancho, Quintero va por su familia trayendo a su esposa Petronila y a sus hijas Julia y Zoila, enamorándose Hermensio de la mayor con quien se casa. Van a empezar la siembra y enganchan a dos boyacenses, los hermanos Belisario y Miguel, éste un solitario aún adolorido por la muerte reciente de su esposa y el primero que tras los rituales de coquetería y conquista se casa igualmente con Zoila, el mismo día que lo hacen Hermensio y Julia. Luego surgirán las escenas de caza, el canto y la descripción de toda la naturaleza que los rodea donde en los diálogos se enriquece la obra con dichos populares y sabiduría de tradición oral. Miguel termina trasladándose a Saboyá y al describirles a sus familiares y amigos el paraiso, deciden vender sus pertenencias e irse con él. Arriban entonces los Rodríguez Moreno integrados por Fermín, Feliciano, Adelaida y Florinda y, en medio del desdén con que son recibidos por los demás, está la fiesta de los conocidos que en sus diálogos incorporan la mitología referida a El Mohan, la Madremonte y la Madreagua con las distintas versiones que circulan sobre estas criaturas tanto en Antioquia como en Boyacá. La circunstancia del trabajo en los cultivos de la tierra o la explotación de la madera, ofrece oportunidades de vida para resolver la intimidad, como le pasa al viudo Miguel que se casa con Adelaida. Al fondo llega el rumor de la guerra civil cuyas noticias pasan a través de los bogas del río Magdalena y deciden alejarse de todo lo que pudiera relacionarlos e ir a ver lo que pasa más allá del “Blanco”, es decir, el nevado del Ruiz. Al llegar a la explanada encuentran instaladas casas en diversos sitios.

La novela es entonces el testimonio de lo que pasó, de lo que pudo haber pasado antes de la fundación oficial del poblado y de cómo se fue tejiendo la trama social de aquellos seres que tuvieron el arrojo de ir tras lo desconocido con tal de hallar un lugar tranquilo dónde reposar sus sueños y entregar sus esfuerzos. Existe la transparencia y el dominio de un tema que queda aquí documentado literariamente sin mayores alardes, como dejando un fresco de la creación y un texto narrativo que envuelve un mundo hasta ahora no descrito en detalle como lo logra Machado.

Con esta novela, Machado cierra su ciclo narrativo del bautizado como tema rural, el mismo que produjeran sus compañeros de generación en América Latina y que dieron a la literatura obras que ya están clasificadas como clásicas.

Es con Katia, la última de sus novelas, aparecida en 1994, con la que el autor, a sus ochenta y siete años en el año 2002, ofrece un ejemplo al continuar en su oficio de escribir pero ya con la madurez de quien ha trasegado sin pausa en su trabajo, y arriesga, al apartarse de su línea terrígena, para entregar una obra de personaje.

El profesor José Gutiérrez González señala con razón, en el prólogo a la obra, cómo Katia es un personaje que transmite compasión y rabia por sus desventuras y cómo ella busca una felicidad efímera recostando su desdicha en la suerte de un anciano “maternal” al que cree amar, luego de sufrir el trauma de haber sido violada por su padre. Así mismo Gutiérrez subraya cómo Katia destruye códigos sociales para seguir amando su imposible, mientras Mario Unda, el otro protagonista, contempla anonadado el crecimiento físico y espiritual de la muchacha. En él no existe el hombre de experiencias ya vividas porque la soledad ha devorado sus sentimientos que están escondidos en el sopor de su angustia existencial. El amor de Katia llega para refrescar su agónica existencia.

Katia, niña de doce años, entra de repente a ofrecérsele a Mario Unda, un hombre mayor pero vital que la rechaza tras darle a leer una revista y entregarle rápidamente como para desencartarse la suma de doscientos pesos. Se verá al protagonista pasear por las calles donde se instala la miseria pero luego, ante nuevos ofrecimientos de Katia, quien inusualmente reflexiona sobre el amor y el desamor, la líbido y su mundo con una propiedad que es insólita, terminará enredándose con ella que aparecerá siempre por la ventana hasta el día que descubre lo inexplicable de sentir que en su mirada hay otra mujer, lo que lo hace huir del pueblo.

Antes de emprender la fuga se entera que ella acostumbra hacer lo mismo con otras personas y siente necesariamente el dolor, ahora aumentado por tener que abandonar el lugar donde se estacionan sus raíces. Entonces está en Cartagena gozando del mar y han transcurrido tres años cuando se encuentra de nuevo con Katia, quien le cuenta su peregrinaje por Ibagué donde se desempeña como empleada doméstica, por Bogotá donde en un parque sabe por boca de un amigo de Mario su presencia en la costa, por Manizales donde aprende peluquería y realiza finalmente la confesión de su enamoramiento y hasta del recuerdo amargo de haber sido violada por su padre.

Para entonces Mario Unda tiene una curiosa y atractiva tienda de antigüedades cuyas piezas explica a Katia, enamorándose ella de una cobra de ojos verdes, que son esmeraldas. Mientras preparan un viaje de reencuentro, el celador del negocio renuncia supuestamente porque sabe que van a asesinarlo para robarse el oro, pero también, en el fondo, busca un aumento de sueldo.

Termina la pareja en la isla de San Andrés acompañados de doña Rita, la empleada del servicio y él la sienta en sus piernas, como la primera vez, para explicarle los encantos del acuario. Al regreso, en el velero de Mario, rumbo a Cartagena, Katia, con un dolor en el pecho durante todo el viaje que apenas comenta con Rita, genera la circunstancia de ir donde una yerbatera que le da un bebedizo para el mal de corazón.

Las cotidianas cenas con camarones, el sueño recurrente de Katia imaginando un monstruo que anuncia una carta para Mario, las conversaciones sobre las circunstancias de los hechos que conforman su destino, las evocaciones del lugar de origen, la necesidad que surge de regresar y el retorno al final de la novela a reclamar certificados para matrimoniarse, les dejan el sabor amargo de sentir ya lejanos los escenarios que les sirvieron de marco a su vida pretérita.

Katia, al ir a llevarle un café no encuentra a Mario y al buscarlo en la tienda de antigüedades ve que se han robado todo, pero la casualidad surge cuando un niño apunta el número de la placa del vehículo, de Riohacha, donde llevan al celador y a Mario. Tras numerosas y diversas preguntas y pesquisas saben que Fredy, el celador, tiene que ver en el asunto y entre tanto los ladrones venden el producto de su operativo a un extranjero en el Cabo de la Vela, mientras dejan a los secuestrados abandonados en el camino. El espíritu de Mario Unda pudiera haber aparecido cobarde en un comienzo ante los embistes de la seducción, pero en relación a los negocios nada lo arredra porque se decide a comerciar con telas que trae desde Panamá, como cuando empezó, y a Katia le instala un salón de belleza en la sede de su saqueado almacén. De nuevo lo onírico, de nuevo la mirada de Katia que le produce miedo y deseos de huir, de nuevo Fredy que queda limpio porque nada puede comprobársele y tiene el cinismo de invitarlos con su esposa Nubia Esquivel a almorzar y en medio de un brindis en una canoa dentro del juego de máscaras se prometen amistad eterna.

Dieciseis breves fragmentos en cuyos inicios existen apartados o frases que están en el capítulo y se muestran, a manera de introducción, diálogos ingenuos que no alcanzan a salvarse de la cursilería, a pesar de que el narrador omnisciente logra apresar un mundo en apariencia trivial pero con la carga de un amor que recuerda, por las circunstancias de la pasión de un hombre mayor con una adolescente, la situación de Lolita, de Vladimir Nabokov.

La búsqueda de la felicidad, siempre llena de dificultades, tiene la dualidad de representar a la mujer como un demonio que podría, y esto se logra, encarnar el paraiso, bajo un telón de fondo atractivo como las excelentes páginas que describen el viaje a San Andrés, con demostrado dominio del tema y una sabiduría en el manejo del asunto del mar.

Sin una ubicación en el plano nacional que lo refiera, por haber sido sus libros de circulación regional y más que todo local, el autor, aislado en su pueblo natal durante los últimos sesenta años, “sin ambición ninguna de notoriedad”, como escribe, alejado de los centros de información donde un texto de provincia es ignorado y ajeno a las vanidades y al triunfo, Machado, al que sólo le ha importado ser escritor sin esperar gajes del oficio, sin aguardar nada diferente a la satisfacción de cumplirle al llamado de su espíritu, sigue ahí, imperturbable, con su trabajo permanente. También ha representado al poeta que alcanza momentos de esplendor en libros suyos de versos como Copos de espuma y Caracolas de Niebla.