CARLOS LOZANO Y LOZANO
E1 talento, el privilegio para el servicio público, la capacidad de oratoria, la lucidez de criterio, la distinción de las maneras, la gallardía del porte, la altivez de ánimo y, sobre todo, su temperamento doctrinario de investigador de la suerte de las ideas y de auscultador de los rumbos del pensamiento político, fueron las circunstancias que se congregaron alrededor de Carlos Lozano y Lozano, un tolimense arrebatado por el ejercicio de la política en su más noble concepto.
Lozano y Lozano, quien nació casi por accidente en Fusagasugá el 31 de enero de 1904, poco más de un año después de terminada la guerra de los mil días, comprendió desde muy pronto que su vocación innata era la vida pública. Su padre, Fabio Lozano Torrijos, quien ejerciera durante más de cincuenta años una marcada influencia en la vida política nacional, fue quizá uno de los factores que afectaron de manera importante su parábola vital. Sin embargo, asomado a otro siglo, la racionalidad y la fe irreductibles en la vigencia de los principios que integran la democracia, se convirtieron en los faros de este Santander del siglo XX.
En el libro Mis contemporáneos, escrito por su hermano, el poeta Juan Lozano y Lozano, se reseña que Carlos «Nació en un solar pobre y severo y pasó su niñez entre los cuatro muros de la biblioteca de su padre; no tuvo juguetes ni amiguitos, ni, hasta edad relativamente tardía, salió solo a la calle; empezó a estudiar muy niño, en el austero Colegio del Rosario, con condiscípulos cinco, seis, siete años mayores que él -circunstancia que en los primeros años de la vida constituye una diferencia insalvable de edades- y estudió bajo la mirada hierática de monseñor Carrasquilla. Bachilléralos catorce años en 1918, después de haber monopolizado todos los premios y distinciones escolares, se graduó doctor a la edad en que el común de los jóvenes cursa los primeros años de la segunda enseñanza».
Desde este momento, la libertad incontrolada se posa en manos de Lozano y Lozano quien viaja a Europa donde es laureado en varias universidades y escuelas de aplicación como la famosa jurídico-criminal de Ferri, en la cual obtiene el primer puesto entre centenares de alumnos de todas las nacionalidades, y en la célebre Sapienza de Roma. En este claustro habían estudiado, por curiosa selección espontánea, personajes como Carlos Arango Vélez, Roberto Goenaga y Darío Echandía.
Cumplido el colapso de la hegemonía conservadora, Lozano y Lozano, quien había formado parte de los escuadrones de avanzada que llevaron a la presidencia a Enrique Olaya Herrera, es nombrado Gobernador del Tolima cuando apenas cumplía 26 años de edad. La inmadurez propia de su edad y el fervor y lealtad que sentía por la figura de Alfonso López Pumarejo, hacen que al regresar su jefe al país, por la ruta del pacífico, abandone el caserón de la plaza Murillo Toro y se dirija a marchas forzadas a Cali. Su despido no se hace esperar y Carlos Lozano, sin amilanarse, sigue participando con mayor vehemencia y entusiasmo en las contiendas partidistas que día a día se agitaban.
En los conflictos electorales de 1931 es elegido Representante a la Cámara y desde esta posición comienza a ejercer decisiva influencia en la política liberal de su tiempo. El 7 de agosto de 1934, el apóstol de la Revolución en Marcha asciende al poder cuando Lozano y Lozano escasamente tiene cumplidos 29 años de edad. Imposible que el viejo López olvidara a su fervoroso discípulo al integrar su primer gabinete y es cuando el desconcertante espíritu visionario del presidente lo coloca en la orientación de la juventud colombiana asignándole el Ministerio de Educación Nacional, cargo que Lozano declina pues estimó que su sitio de combate estaba en la Cámara de Representantes.
Jurisprudente indiscutido del derecho penal que disecciona el delito a la luz de! método inductivo, el cual abarca su sistema de pensamiento y acción, observó los hechos de la sociedad y de la historia con un criterio rectificador. Así obtiene su hermoso y admirable idealismo: la sociedad como modificadora de las prácticas sociales, el advenimiento de nuevas formas democráticas y la política como renovadora de los planteamientos liberales en uso y su desenvolvimiento pragmático a través de los tiempos para demostrar su dialéctica vigencia.
Fue uno de los artífices del Código Penal Colombiano de 1936, honor que compartió con los egregios profesores Rafael Escallón, Parmenio Cárdenas y Carlos V. Rey. Fruto de sus vigilias, enseñanza universitaria y experiencia forense es su voluminosa obra Elementos de derecho, quizá lo mejor que se ha escrito sobre la materia. En esta obra no se limitó como tantos a seguir un modelo sino que realizó una personalísima construcción jurídica. Como escribiera Bernardo Gaitán Mahecha en el prólogo a su libro «... su sistema es mucho más complicado que el que actualmente emplean los grandes expositores de la materia, es un grandioso discurrir del pensamiento y una soberbia lección de cultura». Y es que Lozano y Lozano conocía todos los vericuetos de la ciencia penal, dominaba su historia, sus concepciones filosóficas y sus estructuras legales.
Para 1939, Lozano expone las tesis y los programas gubernamentales como Ministro de Gobierno del Presidente Eduardo Santos. El país estaba recibiendo la plenitud del sistema liberal desde el poder.
En octubre de 1942, siendo presidente Alfonso López Pumarejo luego de una contienda que había dividido al liberalismo, Carlos Lozano y Lozano es elegido Primer Designado y asume la Presidencia durante un viaje que el mandatario realiza al vecino país de Venezuela. Lo hace con austeridad y decoro y con el respaldo bien definido de sus conciudadanos.
Durante casi tres lustros, alterna sus actividades políticas y administrativas con la intrincada carrera diplomática y participa en trascendentales conferencias internacionales en las que lleva, con lujo de competencia, la vocería del país.
En 1946, cuando el conservatismo llega de nuevo al poder con Mariano Ospina Pérez, a raíz de la división que el liberalismo sufrió ese año entre Gabriel Turbay y Jorge Eliecer Gaitán, el nuevo mandatario conforma un gabinete de Unión Nacional y Lozano es nombrado Ministro de Relaciones Exteriores. En su condición de tal pronunció en la población huilense de Garzón, en 1947, un memorable discurso de elevado contenido doctrinario y patriótico, en el cual analiza y explica la colaboración de su partido en el gobierno del presidente conservador.
Para todos sus amigos era curioso que Carlos Lozano y Lozano, un hombre introspectivo, escéptico y melancólico incursionara en el campo de la política, donde muchos de los grupos liberales desconfiaban por considerarlo poco fervoroso y representativo. Lozano consideraba que «un ciudadano culto de un país atrasado como el nuestro tienen deberes con la sociedad. En las naciones de larga historia y de inmensa riqueza mental, está muy bien que la inteligencia se emplee en tareas puramente abstractas. Entre nosotros no, por que cada cual tiene el deber de servir de una manera más directa. Mi verdadera vocación habría sido la del novelista ... Tengo pasión por todo lo que se refiere al espíritu humano y a la vida humana. Por eso soy criminalista y abogado de mujeres ante la curia».
Pero sus expectativas iban más allá, cada libro que leía lo llevaba a conocer mundos distintos sobre el amor, el dolor, el odio, el vicio, la santidad, la estupidez, la vulgaridad, desentrañar sus causas y formar con ellos una vasta sinfonía.
Estudioso de la psiquiatría durante décadas enteras, comprendió la insignificancia del progreso en todos los órdenes. Afirmaba: «de aquí que yo, pobre ministro, parlamentario, embajador, dirigente político de una modesta democracia, haya llegado a la conclusión de que es preciso estudiar el problema de los abonos, de la irrigación, de la maquinaria agrícola, de las penitenciarías, del precio de las materias primas, antes que recitar a Baudelaire, ocupación mucho más grata».
Pero la actividad política no fue la única en que se destacó Lozano y Lozano. En 1951 lo encontramos en la Universidad Nacional. Algo, sin embargo, ha cambiado en él. No reflejaba por esta época el carácter aguerrido de otros tiempos y más bien se mostraba escéptico y circunspecto en sus juicios. Solía explicar a sus discípulos cómo el comunismo era un pretexto del que se valían los gobiernos dictatoriales y tiránicos, con precario respaldo de las masas populares, para sojuzgar los pueblos, extrangular las libertades públicas y arrasar toda noción de derecho y justicia.
En 1952, culminó un proceso de hiperemotividad. En un temperamento permeable, vibrátil, infinitamente receptivo como el suyo, fue confluyendo el dramático proceso de una época. No es presuntuoso ni aventurado decir que en él estalló el drama del hombre actual. En su mente se sublimaron, hasta romper las fronteras de la prudencia, los conflictos, anhelos y frustraciones de un ser de nuestro tiempo que un 13 de febrero de ese año decidió quitarse la vida para acallar su angustia.