MANUEL QUINTÍN LAME

 

Apasionante y triste es la vida del caudillo indígena que marcó una época rebelde y romántica pero para él injusta en la vida colombiana. El pensador, poeta y guerrillero por fuerza de las circunstancias, el escritor y líder de peleas heroicas, brilla aún en el mapa de las vergüenzas nacionales como un mártir de los humillados y ofendidos de la tierra. Lame, quien murió el 7 de octubre de 1967 en Ortega, ocupa el puesto más elevado entre los jefes indígenas del presente siglo y vive en la conciencia de cada familia aborigen del país - aún atropellada-, así entre la sociedad dominante y «educada» su nombre sea, por supuesto, desconocido. Conformó junto a Eutiquio Timoté, de Coyaima, y José Gonzalo Sánchez, de Torotó, el liderazgo combativo que rayó en leyenda épica y que perseguía abolir la injusticia que ha azotado y azota a sus comunidades para las cuales la persecución y la muerte de sus dirigentes es pan de cada día.

Como bien lo refiere Gonzalo Castillo, a comienzos del siglo XX Quintín Lame se convirtió en agitador de la conciencia indígena, primero en el Cauca y luego en Hulla y Tolima, tierra ésta última en la que vivirá durante casi medio siglo hasta su último día. Sus banderas de lucha se batían entre la oposición a las leyes que ordenaban la división y repartición de las parcialidades y el respaldo al gobierno autónomo de los resguardos por parte de los cabildos indígenas y la recuperación de las tierras usurpadas por los terratenientes hasta la liberación de los terrazgueros mediante la negativa a pagar terraje o cualquier otro tributo personal. Rechazó en todas la formas la discriminación racial y cultural impuesta por la sociedad blanca o mestiza y reafirmó la vigencia de los valores de las culturas indígenas.

Gracias a su movimiento, los indígenas caucanos lograron salvar algo de sus tierras conservar sus idiomas y mantener un residuo de autonomía política investida en sus cabildos. En el Tolima, por ejemplo, el despojo y la destrucción estaban ya consumados cuando Lame hizo su entrada a la región, hacia 1920. Bajo su dirección se organizó en Natagaíma, en enero de 1920, el Supremo Consejo de Indios Se infundió vida, así mismo, al Movimiento de Mujeres Indígenas de Colombia y el primero de enero de 1939 se reconstituyó el Cabildo del Resguardo de Ortega y Chaparral. Las tierras se perdieron de todas maneras pero la reivindicación indígena que Lame agitó, está viva todavía.

Desde niño conoció la violencia y la injusticia. A los cinco años presenció la brutal violación de una hermana por parte de varios hombres del gobierno. A los diez trabajaba la tierra del patrón y a los once se rebeló contra su padre cuando, al pedirle escuela, éste, entregándole un machete, un hacha, una hoz, una pala y un güinche, le dijo en tono severo que esa era la verdadera escuela del indio, que se fuera con sus hermanos a cortar trigo y derribar montaña. Pero su fe y entusiasmo incansable lo llevaron donde su tío anciano Leonardo Chantre quien le enseña a deletrear su nombre. Ya adolescente, de él se dice que es indio de cuidado y se le acusa de causar maleficio a las mujeres con quienes tiene amoríos. Una de ellas, Benilda León, está embarazada y Lame se casa con ella. Al fondo, la violencia se abre camino y entre otras matanzas contempla la de un hermano terriblemente mutilado a machetazos, mientras él huye sigiloso monte arriba.

Alistado en el ejército en 1901 por señalamiento del alcalde, jefe civil y militar, tiene que tomar las armas para defender al gobierno del Presidente José Manuel Marroquín. Escogido como ordenanza entre los reclutas, el general Albán lo lleva a Panamá, le enseña a leer y escribir y algunas nociones de historia. Allí, en medio del clima malsano y ardiente del istmo, ve seriamente afectada su salud. Patrullajes, misiones al Ecuador, enfrentamientos, traslado a Tierradentro donde están su mujer y su hija, comités de orden público, lo ocupan hasta octubre de 1902 cuando acaba la guerra de los mil días y toma rumbo a las montañas de Polindara y Coconuco para buscar su porvenir en la tierra que, según Castrillón Arboleda, era para él, más que una heredad, un profundo sentimiento que colmaba su vida.

Este indio, afirman quienes lo conocieron, era serio y duro pero accequible, muy fuerte y alto, lleno de energía, inteligente y ambicioso. Muerta su esposa, abrumado por la soledad, sin tierra, sufriendo discriminación y rechazo cuando pretendía conseguir un terreno, busca de nuevo compañía y se casa con Pioquinta León con quien tiene dos hijos, Hermelinda en 1911 y un segundo nacido en 1916 y que causa al nacer la muerte de su madre.

Mucho antes, tras una temporada en la que se dedicó a la venta de semovientes, se había iniciado en él el proceso de rebeldía que lo llevará a combatir en defensa de su raza. Es de ojos negros dominantes, voz viril y pesada, anchas espaldas y una larga y lacia cabellera que le otorga un aspecto imponente y extraño que le creará más tarde fama de tener pacto con brujos y reunirse con el diablo. El Cauca sufre desmembración, los indios son acosados y él compra un código, un manual usado por los tinterillos de la época, El abogado en casa, donde hay modelos de cartas, memoriales, nociones de procedimiento y un Código Civil. Dotado de gran sagacidad y memoria, dice Castrillón, terminó por aprender a consultarlo y a citar con facilidad los artículos, al punto que en la región llegaron a llamarlo el dotor Quintino. Luego habrá de convertirse en agitador apasionado y temido: combatirá las injusticias, no se dejará explotar por el pago excesivo de terraje y estudiará la historia para comprender que los blancos no sólo habían robado sistemáticamente el oro a los indios sino que los obligaron a cargarlo.

De la noche a la mañana se encontró el indio Quintín marchando por las montañas de rancho en rancho en pos de un ideal nacido de la humillación y la necesidad. Los largos caminos de la región lo ven asistir, incansable, a conciliábulos, reuniones y mingas en la invariable compañía de Pioquinta. En su itinerario siembra ideas de rebeldía. Los hacendados, reconociendo en él a un peligroso adversario, comienzan a perseguirlo y a desprestigiarlo. Todos los epítetos le llueven: ladrón, muérgano, corrompido, brujo. Se le tilda de pactario con espíritus de poderes superiores, de haber vendido su alma al diablo y otras leyendas fantásticas que ahora lo hacen conocer como el «mago Quintín». Tales consejas, lejos de perjudicarlo, acrecientan su fama y prestigio. Entre tanto, sin cesar un momento en su campaña de agitación, exigiendo justicia, este hombre ya maduro con su cabello sobre los hombros y un permanente tabaco entre los labios que pasaba de un lado a otro mientras hablaba, proseguía su destino.

El enfrentamiento con los hacendados a través de la intensificación de las mingas adoctrinadoras, la organización de ellas hasta dos veces por semana en sitios a los cuales sólo su incomparable energía y su capacidad de desplazamiento podían llegar, su propósito de erradicar de los indios el miedo a los blancos poderosos, sus proclamas invitando a desconocer el terraje e instándolos a no temer el incendio de sus ranchos y a defender la tierra, comienzan a crearle innumerables adeptos. Iniciaba siempre sus mingas entonando el himno nacional, parado en un cajón o una mesa. Pedía luego silencio y explicaba cómo «Todo lo que dice el himno es mentira porque la libertad no ha llegado para los indios. Yo vengo a defender las tribus de indios desposeídos, débiles, ignorantes, abandonados por los blancos...»

Leer artículos del Código Civil o de la Constitución Colombiana alusivos a la tierra y a la libertad, desaparecer después de las mingas tan sorpresivamente como había llegado, recoger firmas en memoriales, tomarse pacíficamente poblaciones como Paniquitá, organizar la subversión indígena, es por esta época toda su tarea. Viene como consecuencia la represión: los indios son encarcelados, torturados y humillados cuando no muertos. Quintín Lame continúa su campaña. Proclama que Bolívar los engañó porque pelearon a su lado con la promesa incumplida de conservar su tierra. Al crecer el fanatismo en torno al caudillo la represión del gobierno aumenta y se ordena su detención. Preso el cabecilla, dijeron, la calma volvería.

Poniendo en práctica el viejo refrán de que "el indio nunca olvida al que le hace bien como tampoco al que le pegó", viaja a Bogotá, sede del poder central para hablar «en nombre de los restos de mi raza que vive hoy odiada, engañada, perseguida, pisoteada, robada por los que no son indígenas en los 13 departamentos» (de entonces). Los periódicos informaban: «Ha llegado el indígena Manuel Quintín Lame a buscar los títulos de propiedad de las tierras que a ellos pertenecían y fueron usurpadas». Tras un recorrido por Huila y Tolima, recogiendo firmas para un proyecto de ley que piensa presentar al Presidente José Vicente Concha, permanece en Bogotá, desde agosto de 1914, durante un año. Pide audiencias que no se le conceden, hace largas antesalas en el Capitolio y los Ministerios. La cabellera le llega ahora a la cintura y ostenta un bastón de mando en chonta con empuñadura de oro y borla de lana roja a la usanza de los gobernadores de parcialidad. En las noches regresa desconsolado pero no rendido a la barata pensión del barrio de Las Cruces donde se hospeda. "Ha superado -dice Castrillón Arboleda- su indumentaria de guambiano por pantalones de paño negro y saco cruzado con camisa y corbata, el palmiche del raspón cambiado por el fieltro del sombrero, calzado negro y ruana para protegerse del frío sabanero."

Por fin se entrevista con el ministro de Relaciones Exteriores, Marco Fidel Suárez y luego con el de Guerra. El primero lo oye y lo comprende, el segundo lo toma por un chiflado y le obsequia un uniforme militar en desuso que a su regreso usó a veces en las parcialidades para aparecer como un ser providencial. Los resguardos de Tierradentro le conceden delegación para defenderlos ante la Cámara de Representantes y un parlamentario, en forma vehemente, le pide se quite el sombrero porque debe respetar el recinto, además de mencionar como exótica la que califica con ironía "Ley de San Quintín."

Regresa a Tierradentro tras entrevistarse con los cabildos del Huila y el Tolima, organiza de nuevo sus mingas, concibe la idea de estructurar una «República Chiquita» al margen de los blancos cuyo Cacique General sería Quintín Lame, hace celebraciones y es asaltado buscando ponerlo preso en enero de 1915. Herido en un brazo huye por el monte y las autoridades declaran haber confiscado un voluminoso paquete de documentos «comprometedores y subversivos que traía de Bogotá y un uniforme militar privativo del ejército». Los documentos eran copias de los memoriales al Congreso firmados con el título de Cacique General de los Indígenas de Colombia. Es detenido finalmente y envía memoriales reclamando sus pertenencias mientras los periódicos locales, ridiculizándolo, lo tratan como el Pancho Villa de Tierradentro y lo califican de alucinado y desocupado. Tras nueve meses de reclusión, obligado a firmar un documento en que se compromete a volver al trabajo en sana paz, sale en fila india con su gente por entre las calles de Popayán rumbo a las montañas intrincadas del Coconuco.

Nuevos cargos contra Lame. Se le acusa de preparar diversos planes sediciosos. Sin residencia fija, desplazándose constantemente por pueblos, veredas y resguardos, con un grupo de leales secretarios por toda compañía, siente en todas partes la veneración de su gente. Falsas promesas de jefes políticos liberales hacen que, ingenuamente, ordene votar por ellos. Engañado, vive de nuevo la zozobra, es detenido en San Isidro y hacia 1916 presencia el enfrentamiento de los indios con el ejército y la muerte de uno de los suyos. Viaja otra vez a Bogotá para confirmar en los archivos nacionales que las tierras siempre fueron de los indios y las habían recibido, según conseja ancestral, como regalo de Jesús, Es sacado a culatazos de un templo -siempre fue un buen creyente-, amarrado, asegurado con grillos y acusado de asalto a mano armada, incendio, robo, calumnia, rebelión, engaño con documentos falsos, delitos contra la paz interior y la Constitución, todo lo cual sumó un prontuario que terminó con el mayor descrédito de la época: ser comunista. Un juez justo lo libera en 1916 «por no haber encontrado motivo legal suficiente para detenerlo», lo que casi le vale la destitución del cargo

Se reorganiza, pelea, es declarado otra vez fuera de la ley, movilizan batallones en su contra mientras él, al frente de más de 100 hombres, en declarada guerrilla, hundido en su aura de misterio, organiza asaltos y asiste al velorio de su esposa burlando el cerco tendido por el ejército que custodia el cadáver para aprehenderlo. Sabe ya, sin lugar a dudas, que se le proclama como símbolo de la delincuencia y el terror, signo del mal, fantasma amenazante.

Llega al Tolima en 1917 aureolado por su autoridad sobre más de 50 mil indígenas. Recibe el asedio de los directorios políticos. Vuelve al Cauca y, al parecer víctima de una traición, es entregado, reventado su cuerpo a culatazos, exhibido como rey de burlas por las calles de Popayán. Derrotado pero no vencido, con visibles señales de fatiga, es objeto de curiosidad pública, fotografiado y allí, en la penitenciaría, dura varios años en un calabozo. Incomunicado, sometido al hambre y la sed, se persigue agobiarlo. Pero tres años así no lo doblegaron.

Hizo su propia defensa y en ella proclamó que «En Popayán, la cuna de los sabios, la cuna de los poetas, la cuna de los filósofos y la cuna de los jurisconsultos más afamados", no necesitaba abogados porque se había preparado "como el polluelo que bate sus alas y desafía la inmensidad de los aires del infinito espacio para presentar su vuelo y cruzarlo". En su defensa de la raza habló durante 15 días consecutivos con palabras cálidas y sencillas, plenas de brillantez y razón, al tiempo que esgrimía un voluminoso fajo de papeles, códigos y memoriales. Pero el jurado de conciencia lo declaró culpable de los delitos de hurto, asonada y violencia. Cuatro años, tres meses y catorce días purgó Quintín Lame en la penitenciaría de Popayán. Peticiones de libertad siempre negadas y memoriales jamás leídos, durmieron el sueño de los justos, hasta el 23 de agosto de 1921, cuando salió libre.

Replegados y temerosos huyen los indios mientras él va al Tolima a pesar de que todo hace predecir su derrota. En Ortega y Chaparral han extinguido varios resguardos. En asocio del indio Eutiquio Timóte, de Coyaima -quien un día será candidato a la Presidencia de Colombia enfrentado a Alfonso López Pumarejo-, recorre todas las comunidades encausando el descontento. Funda el Supremo Consejo de Indios, revive la llama extinguida del Cauca, actúa en forma pacífica, pronuncia arengas y discursos en la prosecución de su lucha por los indios desvalidos de la justicia y esparce, en fin, a los cuatro vientos su pensamiento. El 12 de marzo de 1922, es atacado con consignas como la de «Maten a esos indios que yo con plata los pago», según grita Ricardo Perdomo en el Huila. Acude a los poderes centrales y se publican reportajes suyos en El Espectador. Con el asesinato de indígenas (costumbre que a cinco años de terminarse el siglo XX no ha cesado), debe ocultarse nuevamente en las montañas del Tolima. A su regreso presenta litigios, funda en el llano grande un pueblo llamado San José de las Indias y, acusado de malhechor, es detenido otra vez en el Guamo. Sale libre a fines de junio de 1922 rodeado de una atmósfera hostil. Reinicia sus viajes a Bogotá en busca de la esperanza - tiene ahora 39 años y la vocería de 197 pueblos indígenas-, dicta conferencias en Ibagué sobre los atropellos de que él y su gente son objeto, es perseguido por los alcaldes de Ortega, Coyaima y Chaparral y, finalmente, da con sus huesos en la cárcel de Ortega, donde permanecerá por dos años.

Contrae terceras nupcias con Saturia, profesora con quien funda escuelas para indios e inicia la redacción del manifiesto Pensamientos del indio que se educó en las selvas colombianas. Y mientras avanza en su libro, comienza a sentirse abandonado. Pero no desfallece.

Ya está envejecido. Con su bordón de eterno caminante, con sus entrevistas en todos los despachos de los alcaldes del sur del Tolima, con la curiosidad que despierta por su raído traje de paño, su larga cabellera encanecida, pobre pero leal a sus principios, Quintín Lame sigue como un Gandhi, como un Cristo difundiendo su evangelio en medio de la burla general y de los dicterios soeces de ignorantes funcionarios de la gobernación. Y un día gana los litigios de los resguardos de Ortega y Chaparral, hecho que considerará siempre como el más grande triunfo de su lucha. Sin dinero, pero victorioso, comprende que las cosas empiezan a cambiar pero es entonces cuando renace la violencia por política partidista tanto en el Tolima como en otras regiones del país.

Más viajes a Bogotá, más entrevistas infructuosas, más cárceles, más persecusiones, más promesas y engaños. Regresa siempre a Ortega con las manos vacías y los fallos burlados. "Sólo se trata de un indio", decían. En Ortega es un personaje típico. Los muchachos le gritan Moña, Moña, al verlo cruzar y él, silencioso y lento, con el golpe seco del bordón, se interna a orar en un templo de Ortega. Su lucha se debilitó, sucumbió bajo la represión. Se halló sumido en medio de un inmenso desierto de iniquidades, amenazado por doquier, viendo con dolor cómo la masa humana de ruanas y rostros que tan familiares le eran, se esparcía sin hogar por los montes de la cordillera del Tolima, bajo el pavor de otra violencia que en esos momentos se incendiaba.

Mientras tanto, él se quedó casi solitario en San José de Indias, luchando hasta el último momento. Ejemplo de ello es su carta al ministro de agricultura, enviada el 2 de marzo de 1967. "Agobiado por las necesidades del cuerpo, es decir por el hambre y la desnudez, nos dirigimos a usted distinguido doctor... pidiéndole que nos ampare, que nos de garantías, y que podamos penetrar a coger nuestros cultivos que están embargados por los ricos, por los jueces, por el señor alcalde, por el presidente del concejo, por el señor personero. Todos se burlan de nosotros...".

Manuel Quintín Lame no se resignaba a perder una lucha en la que entregó su vida y en la que sembró una nueva concepción social del indoamericanismo auténtico.

El 7 de octubre de 1967 no vuelve a despertar. Los indios lo encuentran en su choza con la cabellera esparcida y entre todos no reúnen para pagar al sepulturero. Entonces lo acuestan sobre ramas frescas de palmiche y totocal, lo llevan al monte y lo depositan en el seno de la tierra a la orilla de un río. A los dos años lo trasladan al cementerio indígena de Monserrate en donde hoy reposa. Al frente de su tumba se levanta como un símbolo el cerro de los Avechucos que constituyó, para los altivos y valerosos pijaos, el emblema de su poderío telúrico. En su tumba hay un epitafio tomado de su libro. Soy un defensor a pleno sol ante Dios y los hombres, que defiendo las tribus y las huestes indígenas de mi raza de la tierra Guananí, muerta, desposeída, débil, ignorante, analfabeta, abandonada, triste y todo lastimosamente por la civilización.