LA COLONIZACIÓN ANTIOQUEÑA Y SU PROYECCIÓN EN EL TOLIMA


Por: Eduardo Santa

 

La génesis de una aventura colectiva

Las migraciones colonizadoras que tuvieron su génesis y su aliento en la vieja Antioquia, constituyen la más grande aventura realizada en nuestro suelo durante el siglo XIX. Esos grupos antioqueños, constituidos todos por gentes resueltas, emprendedoras y valientes hasta el propio heroísmo, continuaron la empresa de los conquistadores españoles, quizás con mayor fortuna que éstos. Y a ese tenaz esfuerzo por construir la patria se debe la existencia de más de cien poblaciones grandes y pequeñas que, en conjunto, constituyen un fuerte núcleo estrechamente unido por un común denominador antropogeográfico. Sociológicamente esas poblaciones, nuevas todas, hijas del siglo XIX, forman un conglomerado social étnicamente homogéneo y triplemente unido por la sangre, por la tradición y las costumbres.

Tales grupos migratorios que tienen una serie de causas tan variadas como complejas, entre las que se cuentan el espíritu aventurero, propio de los antioqueños, estimulado por la pobreza del suelo nativo, por el crecimiento desmedido de las familias, por el afán de hacer riqueza y, particularmente, por la búsqueda de tesoros indígenas o “guaquearías”, y también por el fenómeno del “contagio social” que moviliza grandes masas en algunas empresas históricas, como sucedió en las Cruzadas, en la Conquista de América y en la colonización de Texas y California, constituyen, sin lugar a duda, la única gran revolución efectiva en el campo social y económico de la República. Fue un movimiento gigantesco por la numerosidad de las gentes que en él intervinieron, por las penalidades y actos de heroísmo que tuvieron lugar durante su desarrollo y, sobre todo, por sus proyecciones en el campo de la economía. De un momento a otro se despierta en ellas la fiebre colonizadora; tropillas de hombres idealistas y tenaces se internan en la selva, trepan a las cordilleras, vadean ríos torrentosos, inundan los caminos y las brechas y van dejando sobre ellos la huella de sus pies desnudos, con el afán de fundar pueblos, de levantar torres, aserríos, granjas, construir caminos, tarabitas y puentes, es decir, hacer un país nuevo, diferente al que nos habían dejado los españoles de lanza, de escudo, de armadura y de gorguera. Y así lo hicieron. A golpes de hacha fueron saliendo buriladas por el esfuerzo, las poblaciones más prósperas de la república. Sonsón, Concordia, Turbo, Santa Rosa de Cabal, Victoria, Murindó, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Neira, Manizales, fundadas entre 1797 y 1850; Villamaría, Chinchiná, Palestina, Segovia, Nuevo Salento, Pereira, Finlandia, Armenia, Circasia, Montenegro, Valparaíso, Támesis, Andes, Bolívar, Jericó, Jardín, Apía, Santuario, Riosucio, Quinchía, Mocatán, Pueblo Rico, Manzanares, Marulanda, Pensilvania, Líbano, Villahermosa, Herveo, Santa Isabel, Anzoátegui, Casabianca y Fresno, fundadas entre 1850 y 1900; Cajamarca. Roncesvalles, Calarcá, Sevilla, Balboa, Versalles, Trujillo, Darién, Restrepo, El Cairo, La María, Betania, El Águila, El Porvenir, La Tebaida, etc., durante la primera mitad del Siglo Veinte. Y como esas podía citar multitud de ciudades, aldeas y villorrios, dejados sobre la complicada geografía andina como imborrable huella de la pujanza de una estirpe sin par.

La gran empresa de las migraciones antioqueñas parece tener principio con la fundación de Sonsón hacia 1797; se va extendiendo paulatinamente hasta tomar posesión de los que hoy son los Departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda; parece que cobra singular impulso por las conquistas de las tierras del Quindío, tan ubérrimas y feraces, en donde hay otros estímulos fundamentales, como el oro de los sepulcros indígenas codiciosamente violados con un afán desmedido, la abundancia del caucho que entusiasmó transitoriamente a los hombres de empresa, y la facilidad para incrementar la cría de cerdos por los extensos cultivos de maíz y bore, a más de lo apta que resultó la topografía ondulada, montañosa y enigmática, para evadir el reclutamiento durante las continuas guerras civiles del siglo pasado. Secreto escondite, país olvidado, apto para sustraerse a la crueldad y a la violencia de nuestras amargas guerras civiles del Siglo XIX o para huir de la persecución política aplicada al vencido después de terminada la contienda. Un considerable número de colonos traspasa la Cordillera Central penetrando al Departamento del Tolima y más tarde, siguiendo la misma cordillera, pasaron al Valle y luego al Cauca, dejando la fresca simiente de nuevas aldeas, nuevas fondas y villorrios que con el tiempo irán creciendo hasta hacerse mayores. La sangre colonizadora no se ha detenido. Pasa de una generación a otra, a manera de antorcha olímpica en un pueblo de atletas. El afán de seguir luchando contra la selva virgen se trasmite inexorable de padres a hijos, a manera de culto familiar. Y esa gota de sangre trashumante y bravía sigue abriendo brecha y hoy mismo continúa haciendo claros en las selvas del Chocó, del Darién, del Caquetá y de otros territorios nacionales.

Nada importó la topografía arisca, el viento helado de los páramos, la cordillera quebrada en caprichosos abanicos, los cañones profundos, las serranías y los canjilones y, antes bien, el brazo musculado del colonizador antioqueño se deleitó fundando nuevos centros urbanos y establecimientos agrícolas en lo más escarpado de las cordilleras. Manizales es un ejemplo fehaciente de este agresivo impulso por demostrarle al país que esa nueva estirpe colonizadora era capaz de construir una ciudad en el filo de la cima, sobre la propia cresta andina, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Contra lo que era de esperarse, esa ciudad creció y aunque la adversidad trató de borrarla en varias ocasiones reduciéndola a cenizas o derribando sus casas en movimientos sísmicos, el tenaz pueblo antioqueño volvió a construirla en ese mismo sitio, como un desafío a las propias fuerzas de la naturaleza. Con el correr del tiempo, y a medida que la aldea se iba convirtiendo en ciudad, hubo que tumbar grandes barrancas, llenar hoyos profundos, desecar pantanos, en fin, jugar con el terreno como juegan los niños con la ciudad que construyen en la arena.

Los colonizadores antioqueños tenían una forma peculiar de fundar sus ciudades. Iban con ese objetivo entre ceja y ceja, como si una fiebre, locura o delirio los impulsara a ello, a manera de nuevos Quijotes en busca de su ideal. El distinguido pensador colombiano Luis López de Mesa, en una deliciosa página, nos dice sobre el particular lo siguiente: “Fue un éxodo afortunado, que va siendo núcleo de futuras leyendas. Dicen que en alguna ocasión un viajero vio, en medio de aquella entonces montaña inextricable, un grupo de labriegos que iban recorriendo al son acompasado de una esquila el contorno de un ‘desmonte’. “¿Qué hacen ustedes así?” inquirió, curioso. “Estamos fundando un pueblo”, le respondieron ingenuamente, con sencillez que el transeúnte halló irónica. Años más tarde, cuenta el narrador, al regresar por aquella cordillera, vio ser verdad el poblado prometido, haberse trocado en plaza amena el bosque derribado, en campana más sonora y grande la esquila de la iniciación”. Y continúa a renglón seguido el distinguido sociólogo: “Cuántas de esas que hoy nos parecen enhiestas ciudades, ayer no más las bautizó a golpes de hacha algún labriego de La Ceja, de Rionegro, o de El Retiro, de Marinilla o de Sonsón, hallando para muchas, nombres de grata eufonía. De la más encumbrada hoy tenemos todavía testimonio personal de sus comienzos, tan eglógicos que recuerdan a Virgilio, menos el empinado estilo y la fantasía artificiosa. Aún se cuenta que en noches de luna los zarpadores de aquel monte se sentaban sobre troncos de árboles recién cortados en lo que ya tenía nombre de plaza dentro de su ambiciosa imaginación, a formar “cabildo” y a darle normas civiles a la futura ciudad. Y como quiera que a veces se acalorasen en sus “sabias” deliberaciones, ello fue que de común providencia acordaron presentarse a las sesiones sin hachas ni cuchillos de monte”.

La colonización española y la antioqueña difieren un poco en su forma y en su sentido. Los conquistadores españoles buscaron la altiplanicie como asiento para sus fundaciones; estaban movidos por la codicia del oro indígena y por el afán de hacer súbditos para catequizar y explotar; en sus construcciones utilizaron por lo general la piedra y el adobe. El antioqueño, en cambio, se adueñó de las vertientes, buscando siempre la montaña virgen que podía brindarle en abundancia maderas de buena calidad y prodigalidad de aguas; sus construcciones frecuentes fueron esencialmente de madera y de guadua; poco le interesó sojuzgar a nadie, ni imponer tributos, y si buscó el oro lo hizo arrancándolo de la montaña, como los propios indígenas, cavando los cementerios de tribus desaparecidas. Además, el colonizador antioqueño tenía un mejor sentido de la estética urbana y una rara intuición para sentar su planta en los centros claves del movimiento comercial del mundo que él mismo estaba fabricando.

¿Cuál era la razón para que el conquistador español buscara la altiplanicie y el antioqueño la vertiente? Don José María Samper en su magistral “Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas” nos dice muy acertadamente que “los conquistadores se apoderaron con suma facilidad de los imperios de los aztecas, de los chibchas, y los quichuas, donde reinaba ya la civilización, y no tuvieron que luchar con grande energía sino en los valles ardientes, donde las tribus bárbaras, no teniendo más hábitos que los de la guerra, se defendieron con desesperación… En las costas y en los valles profundos, lucha terrible y mortal con tribus belicosas, indomables, desnudas, sin vida civil ni formas determinadas de organización, viviendo a la aventura y eternamente nómadas; tribus sin belleza, sin nobleza, profundamente miserables en la plenitud de su libertad salvaje. Pero al trepar resueltamente a las altiplanicies de Méjico, de los Andes venezolanos, de Sogamoso, Bogotá y Popayán en los Andes Granadinos, de Quito, el Cuzco, etc., la situación cambia enteramente”. Y luego agrega en forma certera: “Allí la dulzura del clima favorece a los conquistadores tanto como la riqueza y el cultivo; donde quiera encuentran vastas ciudades y pueblos y caseríos innumerables que les sirven de asilo contra la intemperie; ejércitos de 40, 80 o 100.000 indígenas sucumben, casi sin combatir, ante algunos centenares de conquistadores temerarios; las poblaciones, en vez de la astucia, la malicia rebelde y la inflexible resistencia de las tribus nómadas, se distinguen por la sencillez candorosa, la ciega confianza, el sentido hospitalario, el amor a la paz, los hábitos de la vida sedentaria, la dulzura y la resignación. Los conquistadores no combaten allí en realidad. Toda victoria es una carnicería de corderos, porque el indio de las altiplanicies no se defiende, sino que se rinde, dobla la rodilla, suplica, llora y se resigna a la esclavitud”.

Esa es la razón fundamental para que el conquistador español gustadora de la altiplanicie para sus fundaciones. Del altiplano bajó al valle a aprovechar el río anchuroso como medio de locomoción y durante la colonia se operó la colonización de las hoyas del Magdalena, del Cauca y de otros ríos importantes. La vertiente no tenía significación económica hasta mediados del siglo XIX, y menos cuando eran el tabaco, el añil y la quina la base de las exportaciones y de la economía nacional. Los baldíos, por lo general, eran vertientes, selvas inhóspitas en donde los Andes hacen nudos de curiosa geometría, plagados de alimañas y de fieras salvajes. Por Capitulaciones Reales y posteriormente por Leyes de la naciente República se habían adjudicado las codiciadas tierras del altiplano y los valles de los ríos. Por eso los colonizadores antioqueños durante el siglo XIX se lanzan en su movimiento que reviste las características formales de una nueva cruzada a la conquista y colonización de la vertiente selvática para hacerla suya e incorporarla a la economía nacional. Siembran en ella, a más del plátano, otros productos como la caña, el maíz, el fríjol y la yuca; y más tarde, la semilla del café que será la base de una nueva economía. Muy pronto los cafetales se multiplicarán y desplazarán en importancia el cultivo del tabaco, la quina y el añil. Nace una nueva república. La república del café. El antioqueño obtiene la adjudicación de lo que ya ha hecho suyo por los títulos del esfuerzo y del trabajo y va plasmando con su propia sangre esa nueva nación que se extiende como un cordón por la Cordillera Central, desde Urabá hasta Caicedonia. Salvo en muy contados casos el colonizador tiene que pleitear con poseedores de títulos o Cédulas Reales, como sucedió a los fundadores de Manizales con la firma de González, Salazar y Cía., que representaba los intereses de la Capitulación Real de los Aranzazu; o como aconteció a don Heraclio Uribe y demás fundadores de Armenia, Calarcá, Sevilla y otras poblaciones en relación con la Capitulación de Burila.


Los colonizadores penetran al Tolima

Como antes lo expresamos, la colonización fue un fenómeno colectivo que se inició a finales de la Colonia española, bajo la inspiración del oidor y visitador español Juan Antonio Mon y Velarde quien, alarmado por la pobreza de los habitantes de Antioquia, buena parte de los cuales estaban dedicados al ocio, resuelve poner en marcha la empresa de talar selvas inhóspitas para fundar en ellas nuevos pueblos y, sobre todo, para convertirlas en tierras aptas para la agricultura, como medio para fomentar el empleo, darle ocupación a tanta gente marginada de la actividad económica y a la vez alejarla del ocio, la improductividad y los vicios, creando nuevas fuentes de riqueza y de prosperidad para los antioqueños y para el país entero. Su idea, puesta en práctica de inmediato, con la fundación de la población de Sonsón, arrancó con tanto éxito que el entusiasmo de las familias paupérrimas que vivían en esa región del sur de Antioquia, se convirtió en el motor que puso en marcha una de las empresas de mayor envergadura en la historia social de nuestro país, considerándose con toda razón como una auténtica revolución económica de grandes dimensiones.

Esa marcha extraordinaria de todo un pueblo, durante más de un siglo, la narra en forma admirable el escritor Manuel Pombo, quien logró transitar la misma ruta de los colonizadores, siguiendo sus huellas todavía frescas, en 1852. Su relato constituye uno de los testimonios más interesantes y patéticos de lo que era viajar por el largo y escabroso camino. Está publicado en su libro “De Medellín a Bogotá”, del cual se han hecho varias ediciones. Esa ruta la inicia en la ciudad primeramente anotada, y tarda en hacerla más de un mes. Pombo inicia su odisea con estas palabras: “A las ocho de la mañana (del 3 de febrero de 1852) emprendí marcha de Medellín a Bogotá, por la vía que de Manizales conduce a Lérida, en la provincia de Mariquita. Bien sabía que me esperaban aventuras y sinsabores en tan largo y fragoso camino, pero práctico como soy en los peores de nuestro país, los de Guanacas, Quindío, Moras, Hojas, Remolino, Chagres, etc., ¿qué podrá cogerme de nuevo en el que trasmonta la cordillera por los Nevados de Herveo y Ruiz?”. El itinerario seguido es muy variado, y nuestro ilustre escritor va consignando, paso a paso, todo lo que sorprende con entusiasmo y admiración su vista y su inteligencia, las características del terreno, la turbulencia de los ríos, la exuberancia de la naturaleza, la variedad de sus frutos y de sus paisajes naturales, la configuración de los poblados y aldeas, la laboriosidad de sus gentes, la calidad de sus comidas, la reciedumbre de su carácter, a la vez que va contando anécdotas y leyendas de las regiones; pero también deja valiosa constancia de los grandes peligros que corren todos los que integran esa tropilla de gentes que van con él, desafiando una topografía tan insólita y desconocida, donde los abismos, las torrenteras, los desfiladeros, los pantanos, los ríos sin puentes ni tarabitas, las corrientes desbordadas, los matorrales y bosques inextricables, al igual que las fieras salvajes, las serpientes, los zancudos y toda clase de alimañas venenosas constituían un peligro a cada paso que se daba. Las lluvias, las tormentas y tempestades con frecuencia detenían el paso de la caravana pero, a pesar de todo, seguían avanzando en la temeraria empresa. Van poco a poco, dejando atrás algunas poblaciones recientemente fundadas, como los caseríos de la Ceja del Tambo, Abejorral, Sonsón, Salamina, Aguadas, Pácora, Neira, para llegar después de muchas penalidades y por un camino que era un mar de lodo y un cruce de ríos torrentosos, a la recién fundada población de Manizales. Antes de llegar a esta localidad, por los lados de Salamina, Pombo y sus acompañantes se encontraron de repente con los integrantes de la famosa Comisión Corográfica, que por aquellos andurriales continuaban su heroica empresa, al mando del coronel Agustín Codazzi, luchando sin tregua contra los obstáculos que les presentaba esa naturaleza salvaje bajo las inclemencias de un invierno riguroso. Allí vio, el insigne escritor y viajero, la reciedumbre de esos científicos y dibujantes bregando con las mulas y los bueyes, sorteando los pantanos y los abismos, con todo su precioso bagaje de telescopios, barómetros, teodolitos y demás implementos, que ellos protegían con tanto celo como a sus propias vidas, y sus acuarelas y cuadernos, en los cuales iban registrando sus admirables hallazgos científicos y sus observaciones geográficas, de donde fueron brotando, en admirable síntesis de esfuerzos y penalidades, los mapas, dibujos y descripciones de todas esas regiones, con sus ríos, montañas, alturas y demás detalles, trabajo científico que, junto con la Expedición Botánica de Mutis, constituye uno de los más importantes realizados en nuestro país y quizás en nuestro continente americano.

La llegada de Pombo a Manizales, en cuyas calles, recién trazadas, todavía se veían los troncos y raíces de los árboles derribados, constituyó un descanso transitorio, pues al cabo de muy pocos días, continuará rumbo a las tierras del Tolima, en una ascensión a la Mesa de Herveo, mucho más penosa que todo lo que habían sufrido hasta el momento. De Manizales anota en su relato que dicha población cuenta con tres mil vecinos y que “es apenas un peldaño en la mole andina, que en la dirección oriental (es decir hacia el Tolima) sube hasta cinco mil quinientos noventa metros en el perfil nevado de la Mesa de Herveo, por cuyo límite interior y en una trayectoria que no será mayor de veinte leguas desde Manizales, se baja para los llanos ardientes de Mariquita.

Es, pues, en ese momento en que don Manuel Pombo, junto con los arrieros y su caporal, inicia la travesía de la cordillera Central de los Andes, para penetrar al antiguo Estado Soberano del Tolima. Deja a un lado su caballo, porque de allí en adelante tendrá que transportarse a lomo de buey, puesto que además de ser estos animales muy seguros, aunque lentos “son un tantico jetiduros, pero no se caen con uno”, al decir del caporal. La ascensión al Nevado del Ruiz es en extremo pesada. La inician el 23 de febrero del citado año con trece bueyes, tres perros, un muchacho guía y el caporal. No deja de haber en su relato observaciones que, en medio de la expectativa y el asombro que producen en el lector las descripciones de los peligros inminentes, hacen aflorar una leve sonrisa, como cuando al referirse a la ascensión al Nevado, expresa: “Había en la trocha pedazos impracticables aún para los bueyes, y en ellos teníamos que echar pie a tierra, ya para pasar como maromeros por el corte de un desfiladero, ya para defender mejor la persona en lóbregos callejones. Y cosa rara y hasta inexplicable, en el barro gredoso en que yo me hundía hasta las rodillas, los arrieros caminaban con la seguridad y el desembarazo con que lo hicieran en la sala de su casa; en donde ellos, pesados y corpulentos, dejaban impresa apenas la huella de sus grandes pies, ponía yo los míos y se iban al fondo como si cargaran un elefante. Con mis imprecaciones de impaciencia y cólera, Daniel, Dionisio y Meregildo (los ayudantes de la expedición), acudían riendo a auxiliarme, sin lo cual en muchas ocasiones me hubiera sido imposible moverme, pegado, como quedaba, a la manera de las moscas en la miel. Y las piernas se me desgarraban, y me estacaba los pies, y sudaba de fatiga y de congoja”.

La narración del insigne escritor, convertido en explorador y pionero de la histórica aventura, continúa con toda suerte de calamidades. Ya traspasando las barreras naturales de la cordillera, entre la vieja Antioquia y el Tolima, anota lo siguiente: “Cuando fue necesario salir de la inacción a que nos reducía el frío glacial de la mañana y determinamos seguir camino, todo lo hallamos cubierto de un manto de escarcha, la lona de las tiendas, los árboles del bosque, la fangosa superficie de la tierra. El agua congelada en los charcos semejaba espejos, y la que se había cristalizado en los extremos de los barrancos y de las ramas, pendía en forma de largas agujas transparentes. Respirábamos niebla helada, sentíamos los miembros ateridos, y patrones, arrieros y bestias, tiritábamos todos”. Y continúa don Manuel su maravilloso relato: “Por algún tiempo seguimos batallando entre los atolladeros de la trocha, hasta que llegamos al término en que la vegetación se reduce a esparto, iraca y frailejón. Estábamos a cuatro mil metros de altura, y se abrió ante nosotros una inmensa explanada cubierta de pajonal azotado por el ímpetu del viento. A la derecha, sobre arenales áridos y retostados, que el huracán agita en remolinos, se alzan pardos y bruscos peñones, y sobre ellos se dilata la Mesa de blancura refulgente de Herveo, de cuyo límite exterior se desprenden, a manera de derrumbamientos de la nieve, caprichosas prolongaciones en forma de raíces o garras con que el monstruo de hielo se adhiere al peñón que lo soporta”.

A poco de esta peripecia, don Manuel y sus acompañantes penetran por fin a las tierras del Tolima. El paisaje cambia por completo, aún visto desde las altas cumbres. Él mismo lo registra con su pluma maestra: “Cuando ocupamos este punto, la escena cambió rápidamente: la niebla se disipó arrebatada por el viento, rasgáronse las nubes y el cielo, diáfano y azul, nos descubrió un horizonte inmenso, iluminado por los torrentes de luz de un sol de fuego que reverberaba en el hielo bruñido de la Mesa y teñía con los vivos colores del iris los deformes ramales de los neveros. Al occidente y al norte dominábamos la serie escalonada de las montañas de Antioquia, al oriente el descenso hacia los valles del Magdalena, y al sur erguían sus cabezas resplandecientes el Ruiz, Santa Isabel y Tolima. Día de inolvidable belleza, del que gozábamos escalando en cielo como las águilas”.

Ya estamos, pues, penetrando a las tierras del antiguo Estado Soberano del Tolima. Hemos dejado atrás, en esta interesante narración de don Manuel Pombo, los nevados que integran la Mesa de Herveo. Con el paso del tiempo, esas grandes moles de nieve se han venido reduciendo, quizás por el calentamiento de la tierra. El Nevado del Ruiz, a consecuencia de su última erupción, que a su vez desencadenó la avalancha de magma y barro que sepultó la bella y próspera población de Armero, el 13 de noviembre de 1985, con un saldo de más de veinte mil muertos, quedó reducido quizás a una tercera parte de lo que pudo haber sido en la época en que Pombo escribe su relato.

Sigue el narrador describiendo su viaje, que fue el mismo que hicieron por la misma época los primeros colonizadores antioqueños que penetraron a tierras del Norte del Tolima, a fundar pueblos y a cultivar grandes extensiones de tierras fértiles, hasta esos momentos inexploradas. Primero con las semillas del trigo, de la papa y de la arveja, principalmente, en las zonas más altas; y del fríjol, la caña de azúcar y el maíz, en las tierras medias. A las bajas no llegó la colonización, por cuanto sus pioneros buscaban las tierras de temperatura media, más aptas para sembrar los productos mencionados. El café se sembrará por esos mismos colonizadores, un poco más tarde, desde 1870, según datos que poseemos, y tal como lo hemos demostrado en otros de nuestros trabajos de carácter histórico. Lo llevó al Líbano su fundador, el general Isidro Parra, quien a su vez lo obtuvo en los cultivos de Sasaima y Viotá en Cundinamarca, para plantarlo en sus haciendas de La Moka y Mesopotamia, en el Tolima. De aquí, trasmontando el mismo nevado del Ruiz, pasó al viejo departamento de Caldas y, concretamente, al llamado “eje cafetero”.

El camino o trocha seguido por los colonizadores del Norte del Tolima, estaba recién abierto cuando lo transitó Pombo. El escritor andariego nos dice, con la autoridad que le confiere ser contemporáneo de aquellos, en estos párrafos: “Fue don Elías González quien decidió en 1847 abrir esta vía de comunicación entre Manizales y Mariquita, para lo cual comisionó a los señores Joaquín Arango y Fernando Henao. Venía con ellos, entre otros, un señor Nieto, quien no siendo suficientemente fuerte para resistir a la chapola que aquí les cayó, fue llevado por sus compañeros a la cueva (que lleva su nombre), en donde murió. Más adelante veremos otra que se llama cueva del Toro, por uno de esos soberbios animales que dentro de ella fusilaron los mismos exploradores”.

La ruta seguida por don Manuel Pombo fue exactamente la que habían tomado los primeros colonizadores antioqueños, dos años antes que él. Esos pioneros, a quienes el país les debe esta hazaña que se tradujo en el aprovechamiento agrícola, ganadero y minero de grandes extensiones de terreno y la fundación consiguiente de varias poblaciones que sirvieron de eje a la misma, fueron las primeras familias pobladoras de esos vastos territorios, como los Echeverri, Arangos, Parras, Boteros, Cevallos, Santas, Cifuentes, Dávilas, Agudelos, Morales, Alarcones, Jaramillos, Alzates, Pinedas, Mirandas, Ospinas, Gavirias, Flórez, Díaz, Villegas, Ramírez, Aguirres, Riveras, Ramos, Cárdenas, Cardonas, Vegas y tantos otros que registran las crónicas de la época a la que nos estamos refiriendo. Son familias directamente vinculadas a la fundación de las nueve poblaciones que, a manera de ejes conectados entre sí, constituyen una red socioeconómica y sociocultural con las mismas características étnicas, religiosas, económicas y lingüísticas, aunque con el paso de los años y los sucesivos intercambios migratorios, ya no se encuentran tan puras ni tan bien caracterizadas como pudieron serlo hasta mediados del siglo XX, cuando la primera violencia política del siglo que acaba de expirar, fomentó el desplazamiento de grandes zonas de población, a otras regiones del país, y la llegada a ellas de gran número de inmigrantes que lograron adquirir a bajos precios las propiedades urbanas y rurales que aquellos tuvieron que abandonar para poner a salvo sus vidas. Esas nueve poblaciones que constituyen el “eje paisa” en el Tolima son: Líbano, Villahermosa, Santa Isabel, Herveo, Casabianca, Fresno, Anzoátegui, Santa Teresa y, en menor grado, la población de Murillo que, a pesar de haber sido fundada por antioqueños, ha recibido la influencia de inmigraciones de boyacenses y cundinamarqueses, principalmente, durante todo el siglo veinte.

Queda, pues, en claro, que tales colonizadores antioqueños penetraron al Tolima, por el mismo camino transitado por don Manuel Pombo. Dicho camino, según el mismo autor, fue construido en 1847 siguiendo instrucciones de don Elías González, quien un poco más tarde fue asesinado cerca de río Guacaica, en jurisdicción de Manizales, por algunos colonos que estaban en pleito con el controvertido terrateniente.

Esa colonización, que tan abundantes muestras de progreso le ha brindado al Tolima, y que se realizó en una región privilegiada por su economía y su cultura, se hizo trasmontando la Mesa de Herveo y, particularmente, el nevado del Ruiz. La primera población fundada por esos colonizadores, tal como ya se ha dicho, fue el Líbano. (Murillo no existía entonces, pues fue fundado hacia 1872). Líbano fue también la primera población que encontró don Manuel Pombo, al penetrar a nuestro departamento del Tolima. Y en verdad que le causó asombro y que motivó en el viajero una hermosa página, donde además de su admiración, profetiza su gran futuro. Dice Pombo, en la ya tantas veces citada obra. “Al fin, después de otras horas de marcha, divisamos el caserío de El Líbano, y nos regocijamos como los navegantes que columbran la tierra. Pero, en fin, llegamos al caserío de El Líbano, agasajados por un hermoso sol de la tarde, respirando el aire más benigno y recogiendo los ruidos confusos de la vida social; las voces que alternan, el hacha que corta, el perro que ladra, el toro que muge. Algunas familias antioqueñas, vigorosas y diligentes, forman éste núcleo de lo que con el tiempo será gran poblado, y están allí como avanzada de sus compatriotas, talando monte, limpiando el terreno virgen y estableciendo sementeras y labranzas. Todas estas faldas de la cordillera, sanas y feraces, serán colonia antioqueña, y esa hermosa raza vendrá a mejorar la desmedrada de esta parte de Mariquita... Nos alojamos en una limpia y espaciosa casa, en donde se trabaja por todos, en todas partes y de todos modos: en mesas y bancas para despresar marranos; en la piedra y el pilón para moler cacao y maíz; en la hornilla y el horno para cocer arepas y pan, y en una tienda bien abastecida de artículos alimenticios, para atender el consumo de sus locuaces y numerosos parroquianos. La casa de gentes hacendosas es un espectáculo agradable, una colmena en la que cada cual se agita llenando su oficio, risueño, decidor, alegre, con la satisfacción en el rostro y la esperanza en el alma. Animación, vida, progreso hay en ella, disfrutan de bienestar sus habitantes, y el trabajo les despeja los problemas del porvenir”.

El Líbano se convierte, desde entonces, en el eje principal de la colonización antioqueña en el Tolima. De allí partirán, años más tarde, nuevos expedicionarios, pequeños grupos de colonizadores, dispuestos a continuar la tarea de sus antecesores, tomando posesión de nuevas tierras baldías, o comprándolas a antiguos poseedores que las tenían ociosas o improductivas, fundando pueblos y establecimientos agrícolas, construyendo caminos y fondas, en fin, tomando nuevos rumbos hacia el norte y hacia el sur de la cordillera, y sobre todo sembrando la semilla de su esfuerzo con proles numerosas y cultivos que garantizaran no solo la supervivencia sino el porvenir de sus familias.

Desde esa época ya lejana, de los primeros colonizadores antioqueños y del viaje que hizo don Manuel Pombo, siguiendo las huellas de estos, los caminos y las trochas que se fueron abriendo empezaron a ser transitadas permanentemente por recuas de mulas y de bueyes cargados con los productos agrícolas, procedentes de los nueve poblados del “eje colonizador” en el Norte del Tolima y de sus campos aledaños, con destino a las poblaciones de Honda, Mariquita, Guayabal, Ambalema, Lérida, Venadillo, etc. Así pues, los millares de bultos de papa, arveja, trigo, maíz, fríjol, cebolla, repollos, y toda clase de frutas y verduras de tierras altas y medias, que ayer se transportaron en las mencionadas recuas de animales de carga, hoy siguen inundando los mercados de esas poblaciones, ahora rápidamente transportados en toda clase de camiones, con el mismo destino, incluyendo otras ciudades importantes que se benefician de dicha producción agrícola, tales como Ibagué, Bogotá, Cali y varias localidades intermedias. Además de estos productos vegetales en su estado natural, hay otros derivados o que requieren de la transformación manufacturera, como la panela, el arequipe, los quesos y cuajadas, que también hacen el mismo recorrido en forma permanente, fortaleciendo la economía de la zona colonizada por los pioneros antioqueños en nuestro departamento del Tolima. En cuanto al café, que nos llegó de Cundinamarca, gracias a la actividad del general Isidro Parra, y que pasó del Líbano al “eje cafetero”, hacia 1870, trasmontando la cordillera por el nevado del Ruiz, al igual que los pioneros, es fácil detectar su importancia, si tenemos en cuenta que el Tolima es uno de los primeros productores de café en Colombia, y que buena parte procede de los ya legendarios cafetales del Líbano.

Eso fue, y eso representa actualmente, en apretada síntesis, el gigantesco movimiento colonizador de los antioqueños, que se fue extendiendo como una mancha de aceite sobre la geografía nacional, hasta llegar a constituir una red socioeconómica y cultural, con perfiles muy definidos y profundas raíces, que la identifican como un conglomerado vigoroso y pujante, siempre alerta a continuar los caminos del progreso y la prosperidad.


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